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Opinión

Un silencio helado

Vehículos cubiertos de nieve por el temporal 'Filomena'

El frío es una sensación terrible, insidiosa, que va reptando por el cuerpo hasta aferrarse a los huesos, paralizando al individuo. Una vez abrazada por ese gélido toque, la vida se abandona a sí misma y escapa a través de la sonrisa que tienen al morir los congelados. Una paradoja como no hay otra. Muerte y sonrisa. Quienes esparcen la banalidad de la risa grosera y sin sustrato intelectual alguno en radios, televisión, teatro o cine están contribuyendo a que nuestra sociedad se vaya a la tumba inmisericordemente pero, eso sí, con una sonrisa estúpida dibujada en su rostro paralizado. Es el final que concluye un proceso de silencios, de complicidades vergonzosas, de morderse la lengua. Porque no hay nada más helador que callar ante la injusticia. Cuando nos abstenemos de denunciar el poder algo se hiela en nosotros, y esa escarcha moral necrosa nuestras almas, nuestras ideas, nuestro armazón moral.

El silencio helado, el entumecimiento de nuestros músculos democráticos son síntomas de un mal terrible, el mal que está llevando a Occidente a esa fosa común en la que yacen los cobardes, aquellos de los que nada escribe la historia. Nos está llevando con presteza, porque el Mal tiene prisa y no admite más demoras en su instauración definitiva, a la defunción. Por eso cada día vemos como censuran a este o a aquel, y asistimos a la decapitación en la plaza pública de las redes sociales de gente libre de espíritu que cae bajo el hachazo organizado e inmisericorde de una horda perfectamente organizada, sin más objetivo que silenciar a quien consideran enemigos de su dogma.

La intolerancia hacia el discrepante, el deseo de suprimirlo – de momento, solo en lo que respecta a su voz – se ha hecho común, tan común que el frío del cuchillo del verdugo que acaricia nuestra nuca se convierte en sensación habitual. Pero que nadie se equivoque. Es el frío del que hacía mención antes, que se va colando de manera pérfida hasta dejarnos congelada el alma. Ya no se trata de que un fantasma recorra Europa, es mucho peor. Occidente, si entendemos como tal un conjunto de valores políticos, éticos y religiosos, está congelándose inexorablemente. Y lo hace porque nadie osa gritar en medio del silencio helado de quienes buscan sepultar de una vez para siempre la libertad. La libertad de información, la de opinión, la religiosa, la que nos hace seres humanos en lugar de simples estadísticas en el gigantesco libro de cuentas de los Soros de turno.

No se trata simplemente de volver a citar a John Donne y su archiconocido “…for whom the bells toll”. El clérigo poeta se quedó corto. Ahora la cuestión grave radica en saber quién tañe esa campana, en que manos está y porqué la humanidad no sabe reaccionar ante el peligro que supone enterrar siglos de cultura. Por lo que respecta a nuestra España, la campana la mueve una mano rencorosa, torticera y liberticida que está ganando la batalla por el espacio público y que no desea que en nuestras plazas resuenen más que los corifeos de la consigna oficial.

Han eliminado en Twitter la cuenta del padre Góngora, un humilde párroco almeriense joven, divertido, culto, amante de la música y buena persona. Lo han hecho porque les molestaba, igual que la del también sacerdote Francisco J. Delgado, que se atrevió a denunciar tamaña injusticia. Mientras tanto, otras cuentas que propagan el odio a diario contra personas e instituciones son ampliamente toleradas y aun protegidas. Pocas protestas he visto para lo que esto supone. Es el silencio helado, la fría muerte del pensamiento humanista. Cristo está muriendo de frío porque apenas hay corazones ardientes que alberguen en su seno el fuego de la piedad, del amor, de la compasión. Y eso que acaba de nacer. Entre ventiscas, escarchas y nevadas, por cierto.

Va por ti, Pater, por vosotros, por todos.

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