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Opinión

Sólo sí es sí: jaque a la presunción de inocencia

Irene Montero.

En el debate del pasado viernes en TVE entre portavoces parlamentarios, la representante del PSOE, Adriana Lastra, defendió una de la grandes propuestas electorales de su partido en el bloque social: modificar el Código Penal en materia de delitos contra la libertad sexual para exigir que el consentimiento tenga que ser explícito. El tuit del PSOE para conmemorar esta propuesta rezaba: “Solo sí es sí. No es no y lo que pase después es violación. Reforma del Código Penal para que el consentimiento sea clave en los delitos sexuales”.

La misma propuesta fue defendida con entusiasmo por la portavoz del partido Podemos, Irene Montero. Curiosa incoherencia: rechazar la judicialización de actos delictivos cometidos bajo el paraguas de la política, pero insistir en judicializar las relaciones sexuales libres y consentidas por una cuestión de forma. Más allá de la incongruencia discursiva de la “portavoza” de Podemos, lo verdaderamente grave e importante es que esta propuesta supone una auténtica barbaridad jurídica que pone en jaque un derecho humano fundamental: la presunción de inocencia.

Para entenderlo quizá es necesario retrotraernos a lo básico: nuestro Código Penal no solo tipifica los actos que, por lesionar un bien jurídico que se estima merecedor de protección, determinan la comisión de un delito. También establece una serie de circunstancias que, en caso de concurrir, pueden modificar la responsabilidad penal del autor, ya sea agravando la pena prevista para el delito (agravantes), ya sea minorándola (atenuantes) o incluso eximiendo al autor de la responsabilidad del delito (eximentes).

Abuso o agresión

También es necesario aclarar que, a pesar de lo que estas identitaristas de género disfrazadas de feministas intentan hacernos creer, el sexo no consentido ya es delito en nuestro país. Efectivamente, el consentimiento ya es clave en los delitos sexuales, hasta tal punto que el Código Penal distingue entre abuso y agresión para castigar con una mayor pena aquellos supuestos de sexo no consentido en los que media violencia o intimidación. Lo que se persigue con esta distinción es que la pena sea proporcional a la gravedad del delito: si se penaliza de igual forma el sexo no consentido sin valorar la concurrencia de violencia o intimidación, desaparecen los incentivos para no emplear la violencia. Una distinción que ahora repudia el PSOE a pesar de haber sido los responsables de introducirla en el Código Penal de 1995.

Sentados los anteriores conceptos básicos, es más fácil entender la auténtica atrocidad legislativa y social que se oculta tras la propuesta del “Solo sí es sí”, que desarrollo en dos motivos:

Primero. Si al tipificar un delito el legislador no describe el acto determinante de su comisión (p.ej: “El que atentare contra la libertad sexual de otra persona, utilizando violencia o intimidación, será castigado como reo de un delito de violación…”)  sino que lo que se describe es el elemento o circunstancia determinante de que el acto no sea delito (p.ej: “No se considerará que se ha atentado contra la libertad sexual de otra persona cuando ésta haya prestado su consentimiento explícito, siendo condenado como reo de un delito de violación en otro caso”), en el fondo no estamos ante la tipificación de un acto delictivo sino ante el establecimiento de una eximente, esto es, una circunstancia que exime de responsabilidad por la comisión del delito.

Adivinarán que la diferencia no es baladí, porque mientras que la carga de la prueba del delito que se imputa corresponde a la acusación, la carga de la prueba de la eximente corresponde al acusado. Un sibilino subterfugio legal  que persigue invertir en la práctica la carga de la prueba en los delitos contra la libertad sexual y poner en jaque la presunción de inocencia.

Segundo. El objetivo real de la propuesta no es penalizar el sexo no consentido, puesto que el mismo ya es delito, sino penalizar determinadas formas de consentimiento: que no cualquier sí sea sí.

El consentimiento puede ser expreso o tácito. Será expreso cuando se manifieste verbalmente, por escrito o por signos inequívocos. Será tácito cuando resulte de hechos o de actos que lo presupongan o que permitan presumirlo. Existe una suerte de versión reforzada del consentimiento expreso: el consentimiento explícito, que es aquel que debe prestarse de forma clara e inequívoca, ya sea de forma hablada o escrita. Algo habitual en materia contractual y de protección de datos.

Actualmente, si el consentimiento se presta en cualquiera de estas formas no existe delito por motivos evidentes: el bien jurídico a proteger en los delitos sexuales, la libertad sexual, sólo resulta lesionado cuando no se consiente. Si el consentimiento existe, se explicite o no, no existe delito, porque decir “sí” no es la única forma de consentir. Esto es algo que sabemos todos, lo practicamos a diario en nuestra vida cotidiana y nunca hemos necesitado que un político nos dé directrices sobre nuestra forma de aceptar una relación sexual.

Nada más machista y condescendiente que exigirnos que consintamos explícitamente aunque sea mediante un monosílabo como es “sí”

Esto nos aproxima a la otra cuestión de fondo que encontramos tras la propuesta: la burocratización de las relaciones sexuales con el objetivo de proteger a quien  algunos políticos consideran la parte contratante más débil. El hombre presta un servicio que debe ser aceptado por el cliente consumidor: las mujeres, que somos concebidas como seres vulnerables e incapaces de expresar lo que queremos o sentimos más allá de la verbalización de nuestros deseos. Nada más machista y condescendiente que exigirnos que consintamos explícitamente aunque sea mediante un monosílabo como es “sí”. Porque, aunque no se excluye al hombre como posible víctima del delito, a priori parece claro que esta reforma la pretenden realizar pensando exclusivamente en la mujer como sujeto pasivo. Nos ven como a personas con un plus de fragilidad por razón de género.

Esta criminalización de algo tan íntimo y privado como la manera en la que nos desenvolvemos en nuestras relaciones sexuales choca con los propios límites del derecho penal, que ha de ser el último recurso a falta de otros menos lesivos. Aunque es cierto que una de sus funciones es la disuasoria, el derecho penal no puede ser una herramienta en manos de los partidos políticos para hacer pedagogía, ni mucho menos apología populista a costa de un derecho fundamental como es la presunción de inocencia. No permitamos que lo hagan en nuestro nombre.

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