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Opinión

La sentencia y el derecho a decidir

Quim Torra en el Parlament, rodeado de lazos amarillos.

El pasado 14 de octubre se hizo pública la sentencia de la causa seguida en la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo contra los líderes del procés por los delitos de rebelión, sedición, desobediencia y malversación de fondos públicos. A pocos habrá sorprendido, pues del contenido de la sentencia ya sabíamos los días previos por filtraciones a distintos medios de comunicación. Y, a juzgar por las primeras reacciones, tampoco ha gustado a mucha gente.

En realidad, nada que no fuera la completa absolución de todos los procesados habría contentado a los independentistas y sus compañeros de viaje. Los primeros utilizan las condenas para promover algaradas y protestas, reactivar la movilización de sus partidarios y, no menos importante, reanudar el agitprop sobre la persecución política y el autoritarismo del Estado español ante la opinión pública internacional. Los portavoces de Podemos, por su parte, no han desaprovechado la ocasión para entonar las consabidas críticas a la judicialización del conflicto catalán, entre alabanzas a la calidad humana de los condenados y apelaciones a la empatía como guía de acción política. No sorprende si recordamos declaraciones no tan lejanas sobre los "presos políticos"; pero habría que preguntarse cómo una formación que desconoce el funcionamiento del Estado de derecho puede aspirar a entrar en el gobierno de la nación.

En el otro extremo, los representantes de Vox, que se personaron en la causa como acusación particular, califican la sentencia como "muy desacertada", "un gravísimo error judicial" que reduce la intentona separatista "a poco más que una algarada callejera". De esa forma exagerada se refieren al punto más controvertido del juicio de tipicidad de la sentencia. Mucho se ha discutido durante el periodo de instrucción y el juicio oral de si los hechos juzgados encajaban en el tipo penal de la rebelión. Que el Tribunal haya desoído los argumentos de los fiscales y descartado el delito de rebelión, optando en su lugar por calificar los hechos como sedición, según defendía la Abogacía del Estado, ha defraudado sin duda a quienes esperaban condenas más severas.

Las penas por sedición no son leves, pues van de los trece años de prisión e inhabilitación impuestos a Oriol Junqueras a los nueve de Sànchez y Cuixart. Eso sí, el Tribunal rechaza la petición del Ministerio Fiscal para que los condenados cumplan la mitad de la pena antes de acceder al tercer grado; lo que deja en manos de la administración autonómica la concesión de beneficios penitenciarios.

La mirada en Estrasburgo

Hay quien especula con que el delito de sedición sería el precio por conseguir un fallo unánime. Los que no tenemos acceso privilegiado al secreto de las deliberaciones haríamos bien a atenernos a los argumentos expuestos, que son sólidos y equilibrados. Sin duda, que no haya discrepancias ni votos particulares resulta conveniente a la vista de la importancia política del caso. El Tribunal sabe muy bien que la sentencia será sometida a un intenso escrutinio público y llevada ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo. Prueba de ello es el modo minucioso con que el ponente rebate una por una las alegaciones sobre supuestas vulneraciones de derechos fundamentales presentadas por las defensas. Sólo esa parte ocupa casi doscientas de las quinientas páginas de la sentencia.

De hecho, para quienes no somos penalistas, algunas de las cosas más interesantes de la sentencia se encuentran ahí. La discusión del llamado ‘derecho a decidir’, por destacar una de ellas, tiene especial relevancia política, pues ha sido el artefacto retórico por excelencia para dar cobertura al procés. Según apunta la sentencia, todos los procesados han defendido que sus actos venían amparados por el ejercicio legítimo de un derecho, como es supuestamente el derecho a decidir. Defensas y acusados han recurrido a expresiones como "votar no es delito", insistiendo en "el derecho democrático a que cualquier comunidad pueda decidir sobre su futuro". De esa forma, el supuesto derecho excluiría la ilicitud de sus conductas.

Un derecho a la secesión sólo está amparado por el principio de autodeterminación en situaciones excepcionales de dominación colonial u ocupación extranjera

La sentencia deja claro que ese derecho no está recogido en la Constitución o en el Estatuto de Autonomía, ni es reconocido por las constituciones de países de nuestro entorno. Se invoca más bien como un principio democrático anterior a la Constitución, cuyo único anclaje jurídico sería el ‘derecho de autodeterminación de los pueblos’, que aparece en los textos legales internacionales. Sin embargo, el Tribunal recuerda que esa conexión no es más que una tergiversación interesada de tales instrumentos internacionales. Se ha dicho muchas veces: un derecho a la secesión sólo está amparado por el principio de autodeterminación en situaciones excepcionales de dominación colonial u ocupación extranjera; en los demás casos, su ejercicio está expresamente limitado por el respeto a la integridad territorial o la unidad política de los Estados, como afirma la Carta de Naciones Unidas y demás textos internacionales citados en la sentencia.

Que en apoyo a dicho derecho se acuda a la doctrina del Tribunal Supremo de Canadá a propósito de la secesión de Quebec es aún más sorprendente. En su famosa sentencia de 1998, los jueces canadienses negaban sin lugar a dudas que hubiera un derecho a la secesión de acuerdo con la Constitución del país o el Derecho Internacional. A pesar de lo cual, el ejemplo de Canadá sido recurrente a lo largo del proceso judicial, porque según las defensas mostraría la posibilidad de una solución negociada que las autoridades españoles deberían imitar. La comparación en este caso resulta inverosímil.

Con independencia de las diferencias históricas, nada en la sentencia de la Supreme Court ofrece la menor justificación para un intento de secesión unilateral como el que vimos en Cataluña. Por el contrario, según afirman los jueces de Ottawa, allí donde todos los ciudadanos gozan de iguales derechos y están representados en las instituciones democráticas, ese Estado tiene derecho al mantenimiento de su integridad territorial; con más razón en el caso de Quebec, donde los ciudadanos disfrutan de igual ciudadanía que el resto de los canadienses e instituciones propias de autogobierno. No parece fácil justificar otra cosa en el caso de Cataluña.

Las reglas del juego

Si el supuesto derecho a decidir no existe, se trata sólo de una aspiración política de ciertos partidos y de una parte de los catalanes. La trampa está en presentarlo ‘como termómetro de la calidad democrática de una sociedad’, de tal forma que, si no se acepta incondicionalmente esa aspiración de parte transmutándola en derecho, el orden político dejaría de ser democrático. Y eso legitimaría a sus partidarios para romper las reglas del juego unilateralmente, incumpliendo leyes y resoluciones judiciales. Sólo cabe responder al argumento capcioso dándole la vuelta y señalando la defectuosa comprensión del principio democrático que supone, como hace la sentencia en uno de sus mejores pasajes:

"La calidad democrática de un Estado no puede hacerse depender de la incondicional aceptación de ese derecho. La democracia presupone, es cierto, el derecho a votar, pero es algo más que eso. Supone también el respeto por los derechos políticos que el sistema constitucional reconoce a otros ciudadanos, el reconocimiento de los equilibrios entre poderes, el acatamiento de las resoluciones judiciales y, en fin, la idea compartida de que la construcción del futuro de una comunidad en democracia solo es posible respetando el marco jurídico que es expresión de la soberanía popular".

Por ello, un intento de secesión unilateral, amparado en el supuesto derecho a decidir, solo puede ser un movimiento antidemocrático, pues trata de imponer un proyecto político excluyente, sin respetar las leyes democráticamente aprobadas ni los derechos de sus conciudadanos. En otras palabras, si hay algo antidemocrático es quebrantar las bases del orden constitucional, que garantiza la convivencia en una sociedad democrática y pluralista, para construir una república identitaria en nombre de un derecho imaginario. Es mérito de la sentencia recordarlo.

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