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Opinión

Sentarse a esperar la normalidad

Un recipiente con desinfectante, durante una conferencia de prensa en el teatro Real.

Son las doce de la mañana del día número ochenta del estado de alarma. En la madrileña plaza de Ópera la estatua de Isabel II luce desangelada y tan sólo la tienda de ropa de ballet de la calle Felipe V abre sus puertas. Un traje de tutú color blanco refulge bajo el sol de la mañana y el Teatro Real se desentumece con la lentitud de los galeones.

El Palacio de Oriente también parece una criatura dormida, como el resto de la ciudad. La puerta principal del coliseo, la que usan los reyes, está abierta para recibir a 27 periodistas a los que el teatro lírico de Madrid ha convocado para dar a conocer los detalles de su temporada 2020/2021, un programa de 15 óperas y 234 funciones que comenzarán el próximo 18 de septiembre. 

Junto a los detectores de metal, dos mesas con gel desinfectante reciben al visitante, que debe detenerse ante una pequeña pantalla dispuesta para medir la temperatura. Treinta y seis grados, marca el termómetro. “Temperatura corporal normal”, recita el cacharro. Puedo pasar. Así me lo informa el personal de protocolo del Real.

Apenas reconozco a Charo, la traductora del Real, que entra junto a mí con una mascarilla quirúrgica puesta. El silencio retumba en el foyer, preparado para la ocasión con los carteles de los títulos más importantes de la temporada: Rusalka, Peter Grimes, Norma, Viva la Mamma!, Un ballo in maschera, Don Giovanni, Siegfried, Tosca, Elektra y Orlando Furioso. Clavo los ojos en la imagen de la auto caravana que ilustra Siegfried.

Hoy, después de una pandemia y más de treinta mil muertos, siento entrar en una catedral. No hay nadie en el patio de butacas y en la sala vacía retumban hasta los suspiros

La última vez que entré a la sala principal fue hace tres meses, en una de las últimas funciones de la Valkiria de la tetralogía de Wagner que dirige Pablo Heras Casado. Hoy, después de una pandemia y más de treinta mil muertos, siento entrar en una catedral. No hay nadie en el patio de butacas y en la sala vacía retumban hasta los suspiros. En el escenario vacío una escenografía que a mí se me antoja una fantasmagoría.

En la chácena, una mesa cuadrada se levanta bajo un techo de 40 metros de altura. Cada sitio está asignado e identificado con un cartel escrito con el nombre del periodista y el medio. Es extraño volver a ver a Inés y a Graça, las responsables de comunicación, y no darles un abrazo. Hasta mis colegas de otros medios lucen irreconocibles con mascarillas. Tomo asiento junto a una botella de agua mineral y otra más pequeña, un bote de hidrogel con el anagrama del teatro.

Somos casi treinta periodistas, además de la otra treintena que se conectará telemáticamente para escuchar a los responsables del Teatro Real, que se quitan las mascarillas para la fotografía oficial. Entre cada uno de nosotros hay dos metros de distancia, así que es poco probable que podamos incurrir en cualquier riesgo. Hojeo el adelanto de la temporada y debo reconocer que las funciones de Tosca dirigida por Luisotii e interpretadas por Anna Netbreko y Jonas Kaufmann me hacen olvidar, por un instante, la epidemia.

Intento concentrarme y tomar notas. Todo me resulta noticioso esta mañana. Con la mirada fija en las tramoyas del telón, escucho a Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real. “No podemos esperar la llegada de la normalidad sentados, hay que salir a buscarla, de a poco, y el anuncio de la nueva temporada ya es en sí mismo una forma de normalidad”, dice. Tiene razón. O yo quiero creer que la tiene. Lo cotidiano no es algo que podamos elegir, sino una piel que se impone con el roce de los días. Miro mi bote de hidrogel, le quito el capuchón a mi pluma Lamy y empiezo, ahora sí, a tomar apuntes.

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