Opinión

Se equivocó la paloma

Alcaraz no puede con Zverev: mazazo para el español en un partido monopolístico y excelso del alemán
Carlos Alcaraz, eliminado en los cuartos de final del Open de Australia 2024 Europa Press

Si ustedes ven en la tele un partido de tenis con las gafas puestas del revés, o todavía mejor con unas gafas que no son suyas, es posible –solo posible– que vean, además de la pantalla distorsionada, algunas imágenes extrañas y fugaces. Una de ellas pudiera parecer una paloma quizá blanca que va y viene. Esa paloma es la confianza en uno mismo. Sin ella no se puede jugar al tenis. Para destacar en ese deporte son necesarias muchas cosas: una gran fortaleza física, una no menor resistencia, agilidad, velocidad, concentración, reflejos, inteligencia, imaginación. Pero esa fugaz paloma, la confianza en uno mismo, lo es todo. Tengan en cuenta que el tenis es un deporte individual: el que juega está allí solo frente a un rival, que está al otro lado de la red, y también frente a un enemigo: uno mismo. El más difícil de vencer es este.

Carlos Alcaraz es, a sus veinte años, un absoluto portento. Ha ganado doce títulos, entre ellos dos Grand Slam: la máxima categoría de la competición, de los que se celebran solo cuatro cada año. Carlos, o mejor Carlitos (así le gusta que le llamen) ya tiene en la casa de sus padres, en Murcia, el trofeo del Abierto de EE UU y el de Wimbledon, el más difícil y prestigioso del mundo. Carlitos es más que un tenista: es un fenómeno de masas. El chavalín llena invariablemente los estadios. Sus fans se cuentan por cientos de millones en todo el planeta, incluidos los polos. Pedro Sánchez tiene 431.000 seguidores en Instagram. Carlitos multiplica esa cifra por nueve. Es algo que se ha visto muy pocas veces.

¿Cómo lo ha conseguido? Primero, con unas facultades físicas excepcionales. Segundo, con un entrenador perfecto: Juan Carlos Ferrero. Tercero, con un trabajo extenuante, metódico, espartano, que empezó hace como seis o siete años y que probablemente durará veinte más. Cuarto, con una forma de ser deliciosa, natural y sencilla. Y quinto, con la paloma.

La paloma es un bicho caprichoso e imprevisible. Nunca sabes lo que va a hacer, hacia dónde va a ir, en qué lugar se va a posar y cuánto tiempo se va a quedar allí. Esto lo definió mejor que nadie Rafael Alberti en aquel poema imposible de olvidar, “Se equivocó la paloma”, en el que se demuestra que ese pájaro incomprensible puede confundir las cosas, los paisajes, las personas y desde luego los caracteres: “Creyó que el mar era el cielo, / que la noche, la mañana; / se equivocaba”…

Carlitos Alcaraz ha sido, hasta hace unos pocos meses, el favorito de la paloma. El pajarito lo adoraba, quizá porque era –es– un niño, quizá por su forma de sonreír, quizá porque sigue pensando que el tenis es un juego y no uno de los grandes negocios del mundo del deporte. La paloma de la confianza en uno mismo estaba posada sobre el hombro del chaval y no se iba. No se movía de allí. Y Carlitos, a los 18, 19, 20 años, lo ganaba absolutamente todo.

Entró en una zona de niebla, en un páramo sombrío en el que no hacía más que repetirse que estaba trabajando mucho para mejorar, y era verdad. Pero la paloma no estaba. Y así no se puede

Pero un día la paloma voló. Es imposible saber por qué, nadie podría decirlo. Carlitos perdió un partido durísimo en Cincinnati frente a otro genio, este antipático y marrullero –el serbio Novak Djokovic–, y la paloma, de pronto, batió las alas y se fue. Fue el 20 de agosto del año pasado. Carlitos, que era entonces el número uno del mundo, empezó a perder. No siempre, desde luego, porque su calidad es inmensa, pero sí en los momentos importantes. Entró en una zona de niebla, en un páramo sombrío en el que no hacía más que repetirse que estaba trabajando mucho para mejorar, y era verdad. Pero la paloma no estaba. Y así no se puede.

No hace ni siquiera un mes, en los últimos días de diciembre de 2023, Carlitos y Djokovic volvieron a enfrentarse en un partido de exhibición, en Riad, la capital de Arabia saudí. No lo dieron por la tele, hay que buscarlo en YouTube. Pero si lo hacen, fíjense bien: al principio del segundo set (el primero lo ganó el serbio, cómo no) se sintió en alguna parte un aleteo, un leve viento blanco, y la paloma empezó a revolotear sobre la hermosa cabeza de Carlitos.

Ganó. Ganó aquel partido y todos los que vinieron después, ya en este año, daba lo mismo quién se le pusiese delante. Llegó el Abierto de Australia, el primer Grand Slam del año, y a Carlitos parecía que la paloma blanca lo tenía agarrado por los pelos y no lo soltaba. Desmigó a un veterano francés, Monsieur Richard Gasquet. Doblegó a un chaval algo mayor que él, el italiano Lorenzo Sonego. Casi hace llorar a un jabalí venido de Belgrado, Miomir Kecmanovic, una mala bestia que juega extraordinariamente bien, pero es que en ese partido Carlitos no era Carlitos: era Mozart, o Miguel Ángel pintando la Capilla Sixtina, o Nureyev bailando El pájaro de fuego. Era perfecto. Nadie habría podido ganarle. Nadie en el mundo. Lo que estaba haciendo no era tenis. Era arte.

No daba una. No arriesgaba. No le salía nada bien. Fallaba una pelota tras otra. Y no hacía más que mirar hacia arriba, como si buscase algo. Zverev no entendía qué estaba pasando: se limitaba a sacar muy fuerte hacia los lados y a hacer correr a Carlos. Y ganaba

Y entonces llegaron las semifinales. Su rival era el alemán Sasha Zverev, un grandísimo tenista que salió a la pista temblando ante la que le podía caer. Estaba acojonadito (él mismo lo dijo) y no le faltaban motivos.

Pero en ese momento, en los primeros pelotazos del partido, la paloma voló. No hay forma de saber por qué, pero voló. Carlos se dio cuenta inmediatamente pero fingió que no pasaba nada, no le cambió la cara. Lo que cambió fue todo lo demás. El chico empezó a jugar como si fuese su hermano pequeño, Jaime, que tiene doce años. No daba una. No arriesgaba. No le salía nada bien. Fallaba una pelota tras otra. Y no hacía más que mirar hacia arriba, como si buscase algo. Zverev no entendía qué estaba pasando: se limitaba a sacar muy fuerte hacia los lados y a hacer correr a Carlos. Y ganaba, claro que ganaba.

Después de perder Carlos los dos primeros sets, al alemán le faltaban cuatro puntos, cuatro puntitos para ganar el partido. Ya no había nada que hacer, lo veíamos todos. Y en ese momento ¿saben ustedes qué pasó?

Fue casi un destello blancuzco, un reflejo quizá de los focos que cruzó durante un segundo. O puede que algo más. A lo mejor una pluma blanca que cayó de algún sitio, pero Carlitos revivió como una centella. Ganó el juego y ganó el set. Dos a uno. Todo era posible de nuevo. Estaba jugando de una forma sencillamente irresistible, como todos estos días de atrás. El alemán, pasmado, veía centellear las bolas amarillas a su alrededor y se mataba a correr, pero hay cosas que no se pueden hacer porque son imposibles, ya lo decía Talleyrand. Estaba más claro que el agua que Carlitos Alcaraz iba a ganar el set. Y el partido. Y el torneo. Tocaba ya su tercer Grand Slam con la punta de los dedos.

Llegarán, y no tardando, grandes triunfos y lágrimas de alegría, porque no todos los días aparece un Mozart del tenis, que es el caso de Carlitos Alcaraz

Pero las palomas, ya lo he dicho, son seres imprevisibles, tornadizos, veleidosos, que suelen equivocarse cuando menos lo espera uno. A mitad de aquel tercer set, cuando todos nos las prometíamos muy felices, el jodío pajarito se espantó de nuevo, quién sabrá por qué; a Carlos se le encasquilló la sonrisa, le temblaron las choquezuelas y perdió el set por 6-4. Y también, claro, perdió el partido, y el torneo, y todo lo que contenía el cántaro de la lechera del cuento.

Horas más tarde, el chico se preguntaba, abatido: “Tengo que ver qué ha pasado”. Eso es fácil: lo que pasó fue que la paloma voló de repente, que él volvió a perder la confianza en sí mismo, que le ganó el miedo, que lo atenazaron los nervios, que de pronto volvió a tener veinte años y a no ser Superman. Porque nadie es Superman. Superman no existe.

El asunto es muy doloroso pero en realidad no es grave. Se trata tan solo de esperar, de madurar, de crecer por dentro, de cimentar sólidamente la confianza en uno mismo. Es decir, de construirle en la cabeza un palomar a la puñetera paloma para que no se vaya. Llegarán, y no tardando, grandes triunfos y lágrimas de alegría, porque no todos los días aparece un Mozart del tenis, que es el caso de Carlitos Alcaraz. Los atenienses de hace 2.500 le cortaron las alas a la estatua de la Victoria (Niké) para que nunca abandonase la ciudad. No funcionó demasiado bien, pero por intentarlo…

Y ahora, por favor, sigan ustedes con el coñazo de la amnistía y el “Putschdemón” y el Constitucional y todo eso, ¿vale? Yo hoy no puedo, tengo un disgusto espantoso. Si tuviese escopeta me iría ahora mismo a cazar palomas. Con la edad me he vuelto vengativo, qué quieren que les diga.