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Opinión

La sanidad española y sus profesionales: ¡con la cabeza bien alta!

Un gran número de personas se concentran a las puertas del Hospital Gregorio Marañón, en la 52ª protesta de la 'marea blanca' que celebra la Mesa en Defensa de la Sanidad Pública (Medsap) de Madrid

Estoy sentada en el sillón de una habitación de cuidados paliativos, a los pies de la cama de mi padre, del Hospital La Paz, el mismo en el que me formé durante 9 años. Sé que el final está cerca. Hace horas que sus riñones dejaron de funcionar, y su pulso es cada vez más débil. Sin embargo, su rostro muestra una expresión de serenidad alejada de cualquier síntoma de ansiedad o dolor. Las enfermeras le han puesto varias perfusiones para asegurarse de que así sea. La que ahora mismo se ocupa de él entra ocasionalmente y le mide la saturación con mimo. Escribo en estos momentos de relativa calma porque quiero plasmar para siempre nuestra gratitud hacia ellas, y tal vez después no me queden ganas de hacerlo.

Mi padre tiene cáncer de hígado. Uno de los más agresivos, capaz de crecer en semanas, de forma que, cuando fue diagnosticado, resultó estar muy avanzado para operar. Demasiado tarde. Ha llevado, sin embargo, una vida normal gracias al tratamiento y cuidados de Bruno, en Pamplona, y de Antonio y Paula, en Madrid. Él confía ciegamente en la medicina española. Le encanta la sanidad pública, y ha sentido siempre la tranquilidad de estar en manos de los mejores. No le falta razón. Mucho de lo que hoy se sabe sobre el mal que le aqueja se debe al trabajo incansable de médicos y científicos españoles. Hemos llegado hasta aquí gracias a la recomendación de Paloma y Manuel, pioneros en trasplante hepático infantil y buenos amigos míos. “Tenéis que ir al Clínic de Barcelona o a Pamplona, ahí hacen trasplante de donante vivo”, nos recomendaron. No pudo ser: el tumor estaba ya en un estadio avanzado, aunque el tratamiento aplicado logró controlarlo.    

Hace un mes, el destino quiso que su salud se complicara sin previo aviso. Sucedió mientras atendía el funeral de su consuegro en plena Selva Negra alemana. Yo me encontraba en Akron, Ohio, pasando consulta, mientras, a miles de kilómetros, unos médicos alemanes luchaban por salvar su vida. Tras un viaje de locos, con una nevada que cubría todas las carreteras y que requirió la toma de tres aviones y un viaje por carretera de 2 horas, logré reunirme con mi familia. Mi padre había superado la crisis: se encontraba débil pero con ganas de seguir luchando. Sus médicos españoles seguían la peripecia, contestando nuestras preguntas por Whatsapp y apoyándonos en todo momento. Nos comentaban que gran parte de la medicación que en Alemania estaban suministrándole provenía de estudios españoles, así que cabeza alta. A los pocos días, llegó la mala noticia: metástasis en otras regiones del hígado y en ambos pulmones, además de un tromboembolismo pulmonar. El pronóstico, infausto. Los médicos españoles, a quienes de inmediato pusimos al corriente de la situación, nos devolvieron la esperanza: aún disponían de otros tratamientos que podían probar, para lo cual resultada prioritario traerlo de vuelta a España y mejorar su estado general.  

Mi padre, sin embargo, empeoraba de día en día. Llevábamos ya dos semanas en Alemania y comenzaba a tener alucinaciones. El 30 de diciembre, en un estado de franca desesperación, conseguimos, con la ayuda de toda la familia, trasladarlo en un avión medicalizado a Madrid. Yo hice le vuelo a su lado. Por cierto, el seguro por él suscrito se negó a hacer frente al coste del mismo, esgrimiendo el argumento de la enfermedad crónica. Todo por teléfono, naturalmente, para no dejar huella escrita. Gracias a la ayuda de Noelia y varias amigas de mi madre, pudimos hacer uso de la tarjeta sanitaria europea.

Y gracias al empuje de Elena, Laura, María y Ana, médicos españolas, conseguimos cama en el Hospital la Paz. La llamada de Antonio para asegurarse de que estábamos bien, y el trato de Ana y Jorge, todos médicos gastroenterólogos del citado hospital, hicieron la llegada mucho menos traumática. A punto de caer exhausta tras una jornada interminable, la solicitud de Alba, la enfermera de noche de mi padre, y su capacidad para confortarnos, logró que en un momento determinado se me saltaran las lágrimas. Al día siguiente llegó el resto de la familia, justo a tiempo para tomar las uvas que la dirección del hospital colocó en la bandeja de cada uno de los enfermos. Celebramos la llegada de 2017 y la vuelta a casa, en Madrid, en La Paz.

Poco después mi padre subió a la planta de cuidados paliativos. Nos recibió Teresa, una enfermera de origen burgalés que es todo un ejemplo de bondad y profesionalidad. Realmente lo son todos y cada uno de los integrantes del personal de enfermería de paliativos. Son muchos nombres y no me perdonaría olvidarme de alguien. Me gustaría mencionarlos a todos, porque todos lo merecen. Y ¿qué puedo decir de Leyre y María, sus médicos en la unidad de paliativos, y de Mariante, la psicóloga? Todos son personas excepcionales, además de brillantes profesionales, categoría en la que hay que incluir a los celadores que cuidan del aseo diario de mi padre, así como al personal de limpieza que deja todos los días su habitación impoluta.

He tenido la suerte de formarme en Estados Unidos y en España, he conocido de primera mano la sanidad alemana, y no tengo ninguna queja de estadounidenses ni de germanos, sino todo lo contrario. Pero tengo la certeza de que en España no tenemos nada que envidiarles como pacientes. La profesionalidad, el cariño y la alegría de todos los que participan en el cuidado de mi padre, permitiéndole preservar su dignidad hasta el final en el último tramo de su vida, nos sitúan a la cabeza de la mayoría de países del mundo en materia sanitaria.  

La sanidad española es la venturosa realidad que es gracias a los desvelos de esos soldados rasos, los profesionales que se desviven al lado de los pacientes con el único fin de cuidar de ellos, sin buscar la notoriedad o la fama, sin pretender salir en las noticias: Ellos son los auténticos responsables de esta realidad; ellos, los héroes anónimos que de verdad merecerían aparecer en el telediario todos los días.  

La pintura de las paredes de la habitación de mi padre, testigo muda del paso del tiempo, se va cayendo tras años de lavados. La ventana no se puede abrir porque el eje está roto. No podemos ventilar. Y hay otras ventanas en la misma situación que la nuestra, que llevan tiempo sin arreglarse. Sería necesario invertir en mantenimiento. Habría que remodelar toda la planta, y tal vez incluso un hospital tan grande como este. Faltan medios, cierto, falta dinero, pero todas esas carencias materiales quedan superadas con largueza por la sabiduría y el cariño de los profesionales de la salud española, capaces todos de convertir en un oasis un tránsito tan doloroso como el que yo afronto ahora al pie de la cama de mi padre. Gracias infinitas a todos.

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