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Opinión

Sánchez o la enajenación del falso profeta

Es un profeta que barrunta que no tendrá futuro si no reescribe el pasado, una auténtica constante, quizá la única, en su parcheada biografía

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno / Europa Press.

Descorchaba el presidente Sánchez su espumosa intervención de días atrás en el Congreso citando a Antonio Hernández Gil como ejemplo del espíritu integrador de la Constitución del 78. Concordia, compañerismo, diálogo, amistad eran los ingredientes gaseosos, la composición molecular de ese hálito neumático que ahora, de nuevo y mediante Sánchez, recorre toda España como un ectoplasma parido sin dolor gracias a la epidural socialdemócrata. De ahí que sea el propio presidente quien insista en que ya no hay ni buenos ni malos españoles, sino que “todos somos buenos españoles”, una expresión que nos retrata más bien como objetos de la zoología que como ciudadanos libres y pensantes.

Pocas personas saben conjurar así el espíritu de un tiempo pretérito a la vez que se lo cargan con su torpe retórica. Sánchez es uno de ellos y su afección discursiva es tan redundante que por su boca todo antídoto tiene sabor de veneno. Pues sólo alguien que no sabe lo que dice es capaz de reivindicar al unísono la bondad de todos los españoles y el mérito de “haber acabado con el terrorismo y la amenaza de la violencia”, como si los logros políticos no fuesen nunca a la contra y floreciesen de una manera natural, al llegar la dulce primavera. Si todos somos buenos españoles no hay historia, ni humanidad, ni política, ni derecho alguno. Una historia sin sangre es una historia escrita en el aire, un castillo donde albergar a los prosélitos de esa moral dominical que reniega alegre de su pérfida humanidad.

Schelling dijo una vez que la libertad es la capacidad para hacer tanto el bien como el mal, que lo que nos hace libres es la posibilidad de decidir, que somos la encrucijada entre esos dos caminos. Si todos somos buenos, nadie es libre, ni tampoco puede existir el derecho, un sistema de normas, leyes y regulaciones que se basa, precisamente, en que hay personas que pueden actuar de manera diversa, contra la convivencia y el bienestar de los demás. Este es un punto, como sabemos, crucial en el argumentario de Sánchez, que no se cansa de insinuar en voz alta que si los sediciosos catalanes quebraron la ley fue por culpa de la ley y no del libre albedrío de esos buenos catalanes. Y no hace falta recordar que el enajenado es aquel que no sabe distinguir entre el bien y el mal.    

Esto no es otra cosa que la abdicación más bochornosa que un presidente democrático puede hacer del Estado de Derecho, de sus instituciones y de su función como garante de la convivencia

Hoy toca, como antaño en el 78, “progreso, unión y convivencia pacífica”, repetía Sánchez, que incluso se atrevió a decir que comparecía “para reivindicar el espíritu y la letra de la Constitución”. Con una única intención: justificar los indultos a los políticos y activistas culturales catalanes que se saltaron la ley. La cárcel, es decir, la respuesta del Estado de Derecho a quienes quebraron su propia legalidad y la de todos los españoles, representa, según Sánchez, “un obstáculo para la convivencia y para el entendimiento”. Esto no es otra cosa que la abdicación más bochornosa que un presidente democrático puede hacer del Estado de Derecho, de sus instituciones y de su función como garante de la convivencia. Y una eufórica victoria del populismo, de una forma de hacer política en la que el sentimentalismo edulcorado con mentiras y falacias se impone a la razón del Estado, es decir, a las reglas que nos dimos todos para la pacífica convivencia.    

Una y otra vez, cual remolino de ficciones, volvía el presidente sobre la “crisis social y política que se vive en Cataluña”, cuyas causas, obviamente, según su demagógica hermenéutica, hay que buscarlas en la gestión política y no en la alevosía delictiva de unos desamparados políticos catalanes. “Reconozcámoslo – sostenía Sánchez- los problemas de convivencia se habían originado por un conjunto de actuaciones políticas desacertadas”. Y aquí es donde, definitivamente, se desfonda el entero mamotreto destinado a cocinar los indultos. Y donde, dicho sea de paso, el interpelado mito de la Constitución del amor y la concordia encuentra la tumba en la que posar sus manoseados huesos.

La bestia nacionalista

Y por una sencilla razón: si bien es cierto que el espíritu de la Constitución del 78 fue de concordia, el resto de analogías fracasan estrepitosamente. No es que indultar a franquistas y políticos sediciosos catalanes no sea lo mismo. Es que los segundos delinquieron gracias al poder que les otorgaron las “políticas desacertadas” que empezó Zapatero y prosiguió Rajoy, que se dedicaron a alimentar la bestia nacionalista hasta que estuvo lista para alzarse y devorarnos. El desacierto político fue por defecto, jamás por exceso. Conquistados los pupitres y los medios de comunicación, engrasadas las máquinas de forjar odio con denominación de origen, regaladas las competencias más importantes para sedimentar el autogobierno y la riqueza de la patria, el nacionalismo catalán se sintió en plena adolescencia, orgulloso de ignorar y menospreciar cualquier decisión del Tribunal Constitucional. Hasta que llegó el 1 de Octubre de 2017 y cayeron las hostias.

La voluntad popular

Friedrich Schlegel nos advirtió de que el historiador es un profeta que mira hacia atrás. Sánchez es un profeta que barrunta que no tendrá futuro si no reescribe el pasado, una auténtica constante, quizá la única, en su parcheada biografía. Para ello, será capaz de difamar la Constitución del 78 con tal de embellecer su esbelta figura y asegurarse el porvenir. Y de apropiarse de la lógica nacionalista, según la cual los verdugos son siempre víctimas y las leyes no están nunca por encima de la voluntad popular y las emociones del colectivo. Quienes primero lo supieron, en esa sesión parlamentaria, fueron los propios nacionalistas catalanes, que al instante olieron a un intruso en la tribu y no dudaron en recordarle al presidente que su palabra es la de un falso profeta, o sea, que no vale exactamente nada. Sánchez, como siempre, puso la otra mejilla, la nuestra, la que más duele, sin saber a ciencia cierta si era un beso o un gargajo eso que volaba hacia él por el Hemiciclo.

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