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Opinión

Sánchez como Aznar o la vocación autodestructiva de la mentira

¿Es honesto pedir al socialismo militante y simpatizante, en Toledo, Mérida, Sevilla o Zaragoza, que respondan a la arrogancia chulesca del secesionismo tapándose la nariz, que se despeñen?

Pere Aragonés, presidente de la Generalitat.

"Los españoles se merecen un Gobierno que no les mienta, que les diga siempre la verdad". Aquello sonó como un trueno en mitad del turbador duelo que siguió al asesinato de 192 personas, 1.800 heridos. Era la jornada de reflexión de las elecciones generales de 2004, dos días después de los atentados de Atocha. Con esa frase, pronunciada con uno de esos gestos severos que suelen testimoniar los excepcionales momentos de insoportable tensión política, Alfredo Pérez Rubalcaba le daba a Rodríguez Zapatero el último empujón para alcanzar, en una pirueta hasta ese momento impensable, las puertas de La Moncloa. El último, pero no el más importante.

Quien realmente hizo a ZP presidente del Gobierno fue José María Aznar; lo que aupó al poder a un pasmado Zapatero fue la cadena de manipulaciones y mentiras con las que se quiso tapar la verdadera autoría de aquella masacre. “Si es ETA, mayoría absoluta”. No hubo relación alguna entre aquel insospechado sorpasso y el agujero negro que no habían tapado unos servicios de información todavía volcados casi en exclusiva en la lucha contra ETA. Los enormes recursos, las vidas y energías que este país ha entregado en la batalla contra el terrorismo etarra, que ahora algunos intentan blanquear, explica algunas de nuestras grandes debilidades, pero no aquella derrota inesperada del candidato popular, Mariano Rajoy.

Hay una línea no siempre nítida que una vez atravesada complica el camino de retorno: la que delimita el nivel máximo de tolerancia de una sociedad frente al engaño

Fueron la mentira, la falta de transparencia y la negativa de Aznar a involucrar al resto de formaciones políticas en la respuesta al más brutal ataque sufrido por nuestra democracia, las causas inmediatas de un colosal descalabro que alteró el natural devenir de un país democrático y soberano. Ni más, ni menos. Fueron la humillante tentativa de ocultar la verdad a los ciudadanos por razones exclusivamente electorales, el necio rechazo a encabezar una respuesta común y el desprecio del valor terapéutico del consenso en una situación crítica, las verdaderas razones del súbito desplome de una oferta política que antes de los atentados parecía razonablemente asentada.

En el desmoronamiento de los liderazgos siempre operan factores que tienen que ver con la pérdida de confianza, el descreimiento, la convicción socialmente compartida de haber sido víctimas de un engaño, o de varios. Da igual el contexto: una terrible cadena de atentados que nadie sospechó, una catástrofe financiera que pilla al bombero con la manguera agujereada o la decisión de indultar a unos tipos que han provocado la mayor crisis de convivencia de la reciente historia de España. Cierto que algo ha cambiado: ahora hay que mentir mucho, pero mucho, para que te pasen factura.  

Utilidad política versus utilidad pública

Hay una línea, no fácil de identificar cuando se vive en un mundo paralelo, que una vez atravesada no suele tener camino de retorno: la que fija el nivel máximo de tolerancia de una sociedad frente al engaño, la que delimita la frontera entre el mero disgusto y la insoportable afrenta. Y es esa barrera la que, a pesar de las tragaderas de esta España desfondada, está muy cerca de traspasar Pedro Sánchez de culminar, en un nuevo ejercicio de encubrimiento, una maniobra de exclusiva utilidad política que pretende sea aceptada como audaz y generoso ejercicio de utilidad pública.

Aceptemos la hipótesis de que los indultos pueden favorecer lo que, en un insólito artículo publicado en El País, Joaquín Almunia, Enrique Barón y Manuela Carmena han definido como el “apaciguamiento del llamado conflicto catalán”. Pero aceptemos también, si no queremos hacernos trampas en el solitario, que los condenados no tienen la menor intención de renunciar a sus objetivos, que ya han amortizado la medida de gracia y se han colocado en la siguiente pantalla, la de las provocaciones (Junqueras en la mesa de negociación), la amnistía y el referéndum. ¿En qué lugar de este desnivelado campo de juego situamos los intereses de los catalanes no independentistas y del resto de los españoles? ¿Dónde está la utilidad pública de una cesión sin más contrapartida que la expectativa de una ilusoria mengua del suflé independentista?

El indulto es una potestad del Ejecutivo, y bien está que así sea. El indulto, incluso, puede ser una decisión tomada contra todos: contra la oposición, contra los tribunales, hasta contra el sentido común, pero no contra las víctimas; contra los que resisten el acoso de un independentismo acosador y excluyente. Ese es el gran error de Sánchez: el abaratamiento de una medida de gracia que ni siquiera va a servir para rebajar la presión sobre los catalanes que, en la porción que sea, se siguen sintiendo españoles; una mayoría, por cierto.

El indulto puede ser una decisión adoptada contra la oposición, contra el Tribunal Supremo, hasta contra el sentido común, pero en ningún caso contra las víctimas

El error de Sánchez es reincidir en la costumbre autocorrosiva de vendernos una realidad falsificada que en este caso vuelve a disfrazar de interés general lo estrictamente particular, ocultando la evidencia de que los Aragonés, Junqueras, Puigdemont y demás familia saben que en estos dos años que restan de legislatura a un gobierno frágil pueden estar ante su (pen)última oportunidad. El error del presidente es confiar en la eficacia de lo que sus propagandistas proclaman, sin caer en la cuenta de que la única hipótesis benévola para sus intereses, a la que llegados a este punto muchos se agarran, incluidos no pocos militantes socialistas, es que antes de las próximas elecciones Sánchez y los independentistas se traicionen y rompan la baraja.

“La política ha de entrar a fondo en la solución de ese conflicto y ha de hacerlo con transparencia, sin ocultamientos, con espíritu crítico, didáctico y constructivo”, escribían Almunia y Barón en el artículo antes citado. Genial. ¿Dónde hay que firmar? Pequeño inconveniente: hasta ahora, en este forzado y forzoso episodio de los indultos, lo único que los ciudadanos perciben es nocturnidad, humillación, oportunismo y turbiedad.

Dicen los exministros Barón y Almunia, en un texto que de habérselo ofrecido habría suscrito sin duda Pablo Iglesias, que “es cierto que los independentistas no dieron ocasión a ese diálogo en su momento, pero también lo es que el Gobierno tampoco lo intentó”. Triste ver a don Joaquín y don Enrique convertidos en transmisores de consignas amañadas. Mariano Rajoy ofreció a Junqueras negociar 45 de las 46 propuestas planteadas por la Generalitat. El propio Sánchez entregó en febrero de 2020 a Quim Torra una “agenda para el reencuentro” con 44 propuestas económicas y sociales para Cataluña. ¿Quién rechaza el dialogo? ¿Existe alguna garantía de que los indultos vayan a cambiar la posición inflexible de los condenados?

Esas y otras preguntas son las que Almunia y Barón, en un exigible acto de coherencia y honestidad, alejado de la inconveniente practica del barranquismo político, deberían responder antes de pedir a los demás, al socialismo militante y simpatizante, en Toledo, Mérida o Zaragoza, que respondan a la arrogancia del secesionismo tapándose la nariz; o que presten confianza ciega a quien en este asunto se ha hecho acreedor de una infinita desconfianza. O sea, que se despeñen.

La postdata: Casado, ¿qué pintas en Colón?

Ya nos lo has dicho, Pablo. No te gustan los indultos. Estás en contra de los indultos. Los consideras una traición. Ha quedado meridianamente claro. No hay ninguna duda. No eres partidario. Entonces, ¿qué ganas yendo a Colón?   

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