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Opinión

Sostiene Fernando

El rey emérito Juan Carlos de Borbón, en el Congreso de los Diputados, en una imagen de archivo.

La del alba sería de una mañana primaveral de 1991 cuando Fernando Jáuregui, periodista, entró en la redacción del diario El Independiente, en la calle del marqués de Riscal de Madrid, justo encima de lo que entonces era Archy. Llegó como director adjunto, adjunto a la dirección o algo parecido, no me acuerdo ahora. Y la primera le cayó en la frente. En la última página del periódico de ese mismo día, un avieso columnista satírico le ponía a parir. A él. Al nuevo jefazo.

Un rato más tarde, el director del diario, Manuel Soriano, llamaba a su despacho al avieso columnista satírico con intenciones obvias y justificadamente homicidas. Pero tú qué te has creído, le dijo. Pero a ti quién te paga. Pero esto de dónde viene, quién te ha comprado, confiesa, miserable. Y el avieso columnista, que no tenía ni la menor idea de por qué le estaba cayendo aquella cellisca, empezó a leer su propio artículo y se dio cuenta del error. Porque era un error. Con quien él quería meterse no era con Fernando sino con Ramón Jáuregui, el del PSOE, que algo habría hecho (quién se va a acordar ahora). Con las prisas, se había confundido de nombre. Eso era todo.

Soriano no le creyó. Hizo entrar en el despacho a Fernando Jáuregui, que miraba al avieso columnista como quien mira a un gusarapo justo antes de despachurrarlo con el dedo pulgar. El pobre repitió su lamentable explicación con tales ayes, tales juramentos de sinceridad y tales quejíos, que Fernando, convencido de que decía la verdad, se echó a reír.

–Lo que más me ha jodido es que me llames 'retaco', porque soy más alto que tú.

–¡Pero que no era a ti! ¡Cómo tengo que decirlo!

Nueva carcajada, esta vez de todos los presentes, que eran varios (las ejecuciones siempre atraen a mucho público). Conmutada la pena, Fernando y el avieso se dieron la mano y yo me volví por fin a mi mesa, temblando como una vara verde. Porque supongo que lo han adivinado ustedes: el inmenso metepatas era yo.

Fernando Jáuregui ha tenido la misericordia de no incluir esa anécdota, sabrosa como ven, en su último libro, La Ruptura. La revolución en marcha que no supimos ver, que acaba de publicar la editorial Almuzara. Debe de ser de las pocas malandanzas entre periodistas que no incluye, porque el libro, en ese sentido, es tremendo.

Revolución portuguesa

En ese y en todos los demás. Fernando, que es de Santander y en la bonhomía se le nota, lleva en el oficio más de medio siglo. Contó desde Lisboa la Revolución de los Claveles de 1974. Ha trabajado en más medios de comunicación, y más distintos, de los que puede recordar, desde las agencias de noticias a los periódicos de papel y los diarios digitales (fue uno de los pioneros), desde la radio a la televisión. Ha conocido personalmente a todos los presidentes del Gobierno desde la muerte de Franco, incluido aquella especie de fantasma del padre de Hamlet que fue Carlos Arias Navarro, y a los dos reyes, el de ahora y su padre. Ha publicado más de doce mil artículos y unos cuarenta libros, ya fuese “solo o en compañía de otros”. Es uno de los poquísimos periodistas que merecen el calificativo de 'esenciales' durante este último medio siglo, junto con Pepe Oneto y tres o cuatro más. Tiene una memoria prodigiosa: se acuerda como si fuese hoy de aquel articulito del 'retaco'. Y hoy es el día en que Fernando confiesa que tiene muy pocos amigos periodistas. Casi ninguno.

Decía Julio Cortázar que todo el que escribe está hablando, en realidad, sobre sí mismo, incluido el tipo que redactó la guía de teléfonos. Añade Fernando que todo libro está escrito contra alguien, incluidas las novelas. En este caso la frase de Cortázar es obvia porque estamos ante las impagables memorias, personales y profesionales, de alguien que “siempre estaba allí”, que está sufriendo mucho con los confinamientos y con las teleconferencias y los skypes porque no entiende el periodismo si no es presencial, si no le ves la cara al otro, si no contemplas la escena ni los colores ni la gente que hay, si no sientes el olor.

Lo del famoso corporativismo, lo del perro que no come carne de perro, es mentira: nos apuñalamos unos a otros a la menor ocasión

Pero La Ruptura es un ajuste de cuentas como la copa de un pino. Su opinión sobre los periodistas (que no sobre el oficio, desde luego) es terrible. Lo del famoso corporativismo, lo del perro que no come carne de perro, es mentira: nos apuñalamos unos a otros a la menor ocasión, incluso más que si fuésemos militantes de partidos políticos, que ya es decir. Somos, sostiene Fernando, “los idiotas que aprovechamos cualquier cosa para sentirnos importantes”.

Más cosas, y mucho más graves, sostiene Fernando, que no oculta su profunda amargura al constatar –desde la perspectiva que le da medio siglo de oficio– que el mundo en que crecimos y nos educamos, el mundo o el país que construimos entre todos, se está viniendo abajo a toda velocidad, dinamitado por una partida de irresponsables. La Transición que alumbró la democracia de 1978 se basó en el acuerdo, en el diálogo y en la conciencia de un proyecto común superior a los intereses personales o de partido. Lo que ahora vivimos es una ruptura, sostiene Fernando; el desmoronamiento incontrolado (incontrolable) de un sistema de convivencia sin que los desmoronadores tengan ni idea de qué lo va a sustituir, sin que traigan nada en absoluto.

Enfrentamiento en Palacio

De los muchos dolores que cuenta Fernando Jáuregui, hay uno que sangra como si fuese personal: el de Juan Carlos de Borbón. Sostiene Fernando que la rapacería del “emérito” se sabía desde, al menos, los años 90. O algunos lo sabían. Muy pocos –Jesús Cacho es uno de ellos– intentaron contar algo, pero en aquel tiempo te jugabas el gaznate. Había que ser un historiador británico –Charles T. Powell– para poner en un libro, en 1991, el nombre de Marta Gayá, una de las novias más duraderas y conocidas del Rey. Así que las andanzas, pillajes y comisiones de Su Majestad se llevaron a cabo con la complicidad de muchos periodistas, que se callaron, y con la de todos los presidentes del Gobierno, desde Suárez hasta Rajoy, que miraron invariablemente para otro lado. Porque todos lo sabían.

Y sin embargo, sostiene Fernando, el juancarlismo ha sido la mejor época de la historia de España; la época en que todos soñamos y creímos, la época en que se levantó un proyecto común y compartido que los españoles no veíamos, seguramente, desde 1833; o por no errar el tiro, desde 1759. Y el juancarlismo ha concluido, dice Fernando, con el desastre de la salida de España de Juan Carlos, y nada menos que al Golfo Pérsico; con la escena shakespeariana del Rey hijo enfrentándose al Rey padre, algo que supera al mismo Freud, y con el silencio de Felipe VI, el mejor de los reyes pero uno de los peor aconsejados, que debería hablar a los ciudadanos –sostiene Fernando– y no lo hace.

Nos esperan, dice, tiempos terribles. Y nos esperan para casi ahora mismo. La única solución que él ve es que dos personas, Pedro Sánchez y Pablo Casado, líderes de dos partidos que tampoco se parecen ya en nada a los que hace no mucho tiempo fueron, se pongan de acuerdo y coloquen el interés de la nación por encima de la ventaja de sus partidos o de su personal fiebre por el poder. Solo ellos pueden hacerlo, ya que los demás, los extremos –Vox, Podemos–, solo buscan su medro, sostiene Fernando.

O eso o, como él dice, acabaremos convirtiéndonos en un Estado fallido. Y para eso el tiempo no se mide en años. Se mide, quizá, en meses.

Lean ustedes el libro. Quizá logren sacar de él algo más de optimismo que yo. Pero me cuesta trabajo creerlo.

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