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Opinión

Protegiendo a la monarquía de sí misma

Felipe VI y Juan Carlos I en un acto público en 2018.

Durante mucho, demasiado tiempo, los monárquicos y constitucionalistas en España fingieron que el Rey Juan Carlos era una persona ejemplar. La Corona, la jefatura del Estado, es la institución que representa la continuidad histórica de España. Como tal, era imperativo que no sólo estuviera por encima de la política, sino que nunca fuera manchada por ella. El Rey estaba en palacio, mirando al horizonte, fuera de los conflictos y disputas diarias de los líderes electos del momento.

El juancarlismo hizo la persona del Rey inseparable de la institución. Juan Carlos había sido el gran timonel de la constitución; el hombre que pudo gobernar y dio un paso al lado, retirándose a la dignidad de la jefatura del Estado. Un monarca que cuando un golpe de Estado en medio de una crisis económica descomunal le dio la oportunidad de tomar el poder exigió que los militares volvieran a los cuarteles. La legitimidad del jefe de Estado se basaba en el hecho que nunca había querido el poder.

En la frágil democracia española de principios de los ochenta, los medios de comunicación, los políticos, llegaron al acuerdo tácito de que la mejor forma de evitar esta contradicción era ignorarla por completo

Esta identificación creaba un problema. Admitir la debilidad del Rey, reconocer imperfecciones, criticar su persona, equivalía a cuestionar la misma legitimidad de la institución monárquica. Si el Rey no era virtuoso, el motivo por el que la Corona justificaba su existencia dejaba de ser válido. En la frágil democracia española de principios de los ochenta, los medios de comunicación, los políticos, llegaron al acuerdo tácito de que la mejor forma de evitar esta contradicción era ignorarla por completo. Del Rey no se hablaba. La institución de la monarquía debía ser protegida.

Las instituciones, sin embargo, no son antigüedades o piezas de museo que deben ser protegidas detrás de una vitrina. No son objetos inanimados que pueden ser preservados en el vacío o en un almacén climatizado; son organismos vivos que forman parte y reflejan el ecosistema, la sociedad que las rodea. Aunque los medios, los políticos, la gente 'que sabe' de Madrid actuaran como si ese mito del Rey distante y protector, esencia histórica de la patria, fuera cierta, la Corona no iba a permanecer estática, porque es una institución, no un monumento.

Ocultar la corrupción

Las instituciones, cuando nadie las vigila, critica, y vela porque estén haciendo su trabajo, tienden a perder el norte. Cuando los monárquicos pusieron al Rey detrás de la cortina del mito de la Transición e insistieron que no había nada que ver ahí detrás, eso fue exactamente lo que sucedió. Nadie vigilaba al Rey, nadie le criticaba. Ante la completa falta de control, Juan Carlos hizo lo que quiso. Durante décadas.

Los monárquicos en España creían que estaban defendiendo la monarquía. Ocultar la corrupción de una institución, sin embargo, no es lo mismo que protegerla. Lo que hace es debilitarla.

Cuando un político, funcionario, o una institución pública se ve asediada por escándalos de corrupción, la reacción más habitual es culpar la catadura moral de aquellos que estaban cometiendo el desfalco. El problema no es el PP, la dirección general de Empleo de la Junta andaluza o el Palau de la Música, sino los hombres deshonestos que ejercieron sus cargos sólo para enriquecerse. El problema no es la monarquía y cómo políticos y periodistas actúan a su alrededor, sino los traumas infantiles de Juan Carlos, sus recuerdos de Estoril y su miedo al exilio.

La monarquía española era, por su diseño, una institución vulnerable a la debilidad humana. Es un cargo vitalicio, y su persona es inviolable

Esta es una explicación simplista. Es cierto que no todos los políticos o funcionarios, colocados en la misma situación, van a meter la mano en la caja. Hay hombres más honestos que otros, incluso en política. La carne, sin embargo, es débil; uno solo puede poner a alguien ante una fortuna de dinero fácil una cantidad limitada de veces antes de que se rinda o el cargo acabe en manos de alguien que no resista la tentación.

La institución de la Corona, la monarquía española, era por su diseño una institución vulnerable a la debilidad humana. Es un cargo vitalicio, y su persona es inviolable. Es alguien que está en contacto con sátrapas y multimillonarios una y otra vez, sea por diplomacia y representación, sea para promocionar la imagen del país. Es la clase de compañía que pide favores y ofrece favores, que tiene mucho más dinero que nadie, que viven como reyes, y que siempre hablan contigo a puerta cerrada.

En un mundo en que la institución de la monarquía está vigilada, donde los medios informan sobre ella, donde el Rey es observado, quizás Juan Carlos se hubiera comportado. Alguien habría criticado las amistades del monarca antes de que le empezaran a pedir favores. Alguien hubiera exigido aprobar una ley especial de transparencia para la monarquía, o establecido normas claras sobre su comportamiento.

Oculto tras la mampara

Se tomó la decisión de no hacerlo, porque sospechar de la integridad del Rey equivalía a cuestionar la legitimidad de la institución. Preferimos dejar todo detrás de la mampara, oculto, y aplaudir la imagen ficticia. Hicimos un retrato de Dorian Grey a la inversa, donde sólo nos mostraban el retrato idealizado del monarca, mientras que su persona se corrompía fuera de la mirada del público.

Pero todos sabíamos lo que estaba haciendo. Todos sabíamos que el relato era una fantasía. Era cuestión de tiempo antes de que alguien fuera de España, alguien que no vivía atado por nuestra absurda conspiración de silencio, nos forzara a reconocer que Juan Carlos era un corrupto, un ladrón amoral, un cretino. Y cuando eso sucedió, esa institución que decían proteger tuvo la peor pérdida de prestigio y reputación desde los años treinta.

La monarquía no es una institución diferente al resto. Requiere cuidado, requiere responsabilidad y vigilancia. Si los monárquicos quieren defender a la Corona, si quieren hacer que esta sea una institución fuerte en que los españoles deben confiar, deben exigir ahora reformas profundas, decididas y detalladas para evitar que esto se repita, y no confiar en que Felipe aprenda la lección de su padre.

Reformas. Cuanto antes, mejor. De otro modo, los escándalos volverán, tarde o temprano, y la monarquía agotará (otra vez) la paciencia del país.

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