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Opinión

Juan Carlos I, un rehén en el exilio de Abu Dabi

El rey Juan Carlos I.

A primeros de año, antes de que la pandemia empezara a dar la cara, la señora vicepresidenta del Gobierno empezó a llamar a la puerta de Zarzuela con la exigencia de que el rey emérito tenía que abandonar las dependencias palaciegas porque los detalles sobre sus cuentas suizas, que ya inundaban los medios, hacían insostenible su presencia junto al jefe del Estado. Pero, tras hacer pública su renuncia (15 de marzo) a la herencia de su padre “que personalmente le pudiera corresponder” y retirarle la paga que percibía de los Presupuestos de la Casa Real, Zarzuela se dedicó a dar largas, hilo a la cometa en la esperanza de que tan drástica decisión aplacara los ánimos de Pedro & Pablo. Al quite tras descubrir el filón, Iglesias llegó a acusar a Sánchez de encubridor, lo que no hizo sino aumentar la presión sobre una Carmen Calvo más cabreada cada día que pasaba con un silencio que juzgaba intolerable ninguneo. El jefe de la Casa del Rey, Jaime Alfonsín, no se había quedado cruzado de brazos, barajando posibles soluciones a un problema que a nivel familiar suponía un desgarro emocional importante. Se habló de buscarle acomodo en alguna finca privada bien pertrechada, pero la alternativa se descartó por irreal y porque no satisfacía las crecientes exigencias del Gobierno: el Emérito no solo debía salir de Zarzuela sino que tenía que abandonar España. Culpable de haber traicionado a Franco facilitando la llegada de la democracia, Juan Carlos I tenía que marcharse al exilio en justo castigo al pecado capital de su insaciable codicia.

El propio Sánchez echó su cuarto a espadas aludiendo a la publicación de “informaciones inquietantes y perturbadoras” en torno a Juan Carlos I, y exigiendo a Zarzuela “pasos a favor de la transparencia y la ejemplaridad”, un lenguaje equívoco que no pretendía sino enmascarar la dureza de las presiones, a cara de perro, que Moncloa estaba ejerciendo sobre Zarzuela para forzar la salida del Emérito. Presiones que culminaron el día en que la señora Calvo se plantó en Zarzuela delante de Alfonsín y le espetó que el Gobierno estaba hasta el moño y que ese señor tenía que salir de España de inmediato, para no volver “por lo menos mientras nosotros estemos en el poder”. Y así fue como el 3 de agosto, el rey emérito abandonaba España con destino desconocido después de haber pasado un fin de semana en aguas de Sangenjo (Pontevedra). No había cruzado a Portugal, como se aventuró. Felipe VI había llamado al presidente portugués, Rebelo de Sousa, para plantearle la posibilidad de que el país vecino, donde se crio al lado de don Juan de Borbón, acogiera a su padre, pero Marcelo se excusó con cierta aflicción: habiendo sido expulsado por el Gobierno de España, para Portugal iba a resultar “incómodo” que Juan Carlos se instalara en Estoril o alrededores.

Dos semanas después se supo que se hallaba en Abu Dabi, dando inicio a un exilio tan dorado como aburrido, insoportable para quien ha vivaqueado con todos los honores por “el país más rico del mundo” entre el aplauso de una ciudadanía a la que tan agrazmente traicionó sin motivo alguno. Un exilio triste, como el que 89 años antes iniciara su abuelo Alfonso XIII tras abandonar el Palacio Real de Madrid camino de Cartagena, y como el que 152 años antes emprendiera desde San Sebastián, tras haber tomado los baños estivales en Lequeitio, su tatarabuela Isabel II, la reina castiza, víctima de “una combinación explosiva de amantes, curas y monjas milagreras” (Isabel Burdiel), para instalarse en un París en el que moriría carcomida por la añoranza, cocido todos los días como plato único, incapaz de aprender una sola palabra de francés: “¿Qué había de hacer yo? tan jovencilla, reina a los catorce años, sin ningún freno en mi voluntad, con todo el dinero a mano para mis antojos, no viendo a mi lado más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación que me aturdían. ¿Qué debía hacer yo…? Póngase en mi caso, don Benito” (entrevista a Pérez Galdós en el parisino palacio de Castilla).

A Juan Carlos I le ha sacado de Zarzuela una conducta delictuosa y un Gobierno de izquierda radical al que sostienen todos los enemigos de nuestra Constitución

No ha hecho falta esta vez ningún pacto como el que el 16 de agosto de 1866 firmaron en el balneario de Ostende los líderes progresistas y demócrata-republicanos para acabar con el reinado de “La de los tristes destinos”. A Juan Carlos I le ha sacado de Zarzuela una conducta delictuosa y un Gobierno de izquierda radical al que sostienen todos los enemigos de nuestra Constitución. Otra vez en la historia de España un nuevo Borbón inicia el camino del exilio dejando al heredero, Felipe VI, en una situación muy delicada, tanto como la de la propia institución, convertida hoy, junto a un buen puñado de jueces y fiscales, en el último baluarte constitucional frente al devastador huracán revolucionario que se nos viene encima. Con Juan Carlos I forzado al exilio, más que una ironía resulta una falta de vergüenza el hecho de que Iglesias le haya acusado de “haber huido”.

La cabeza de la hidra

Ha sido el Emérito la cabeza de la hidra de la gran corrupción que ha asolado este país durante décadas, un veneno que se fue extendiendo de arriba abajo cual mancha de aceite hasta contaminarlo todo (escándalos del felipismo, del aznarismo, del pujolismo…). El Emérito es hoy la vía de agua en el casco de la Corona que un Gobierno dispuesto a acabar con el régimen constitucional se ha propuesto utilizar a fondo para que en el pecio entre el líquido necesario hasta lograr hundirlo. El eslabón débil de la cadena monárquica que hay que romper para arrinconar definitivamente a la institución. De modo que en su exilio de Abu Dabi se ha convertido en un rehén del Gobierno de Pedro & Pablo con el que mantener permanentemente sometido a chantaje a Felipe VI. El titular de Justicia, Juan Carlos Campo, ha venido a desautorizar a Iglesias al afirmar el lunes que si los tribunales reclamaran la presencia de Juan Carlos I en España “no tardará ni un minuto en venir”, maniobra enjundiosa, trampa saducea, porque mal si se negara a regresar y peor si llegara a hacerlo: imaginar al Emérito en el banquillo supondría un shock de opinión pública que la institución no podría soportar sin tambalearse. Luis XVI subiendo los peldaños del patíbulo en la plaza de la Revolución.

Que este Gobierno pretende aprovechar el viaje a los infiernos de un rey echado a perder por el apetito sin freno de dinero para acabar con la institución lo avala el hecho de las tres “investigaciones preliminares” (Campo dixit) que la Fiscalía del Supremo mantiene abiertas y a las que no acaba de dar carpetazo a pesar de que, como tantos opinan en la carrera fiscal, no hay caso para llevar al Emérito al patíbulo de un juicio público. La comisión del AVE a La Meca es episodio ocurrido cuando al susodicho le amparaba la inviolabilidad de que gozó, artículo 56.3 de la CE, hasta su abdicación en junio de 2014. Inviolabilidad más prescripción. No hay tribunal capaz de demostrar blanqueo en las tarjetas black, segunda “investigación”, de que dispusieron los miembros de la familia real para abonar sus gastos, en tanto en cuanto el millonario mexicano Allen Sanginés-Krause, el verdadero testaferro, sostenga que ese fue un regalo por él gustosamente realizado a sus queridos Borbones. Y la fortuna oculta en Jersey podría terminar, en el peor de los casos, con el pago de una multa a Hacienda. Pero alguien con poder suficiente se opone al cierre de estas “investigaciones”. A este Gobierno le interesa mantener vivas las vías de presión sobre Felipe VI.

Es la Fiscalía, a las órdenes de Lola Delgado, la novia de Baltasar Garzón, Justicia mayor del reino, quien, siempre que el Gobierno se engancha en alguno de sus diarios delirios, esos escándalos que la ciudadanía trasiega sin pestañear un día tras otro, filtra a los medios la marcha de las investigaciones que en Suiza lleva a cabo el fiscal Bertossa y que este remite a sus colegas del Supremo en Madrid. Filtra a conveniencia. Todos son gastos del pasado o movimientos de fondos entre cuentas, ningún ingreso nuevo procedente de fechoría cometida tras la abdicación. Las participaciones del monarca en empresas del Ibex, por ejemplo, un asunto sin el menor glamur. Como todo enterado en Madrid sabe, la cartera de inversiones bursátiles del monarca se parece como dos gotas de agua a la de su íntimo amigo Alberto Alcocer, auténtico intendente real tras la retirada de Manolo Prado. Ningún misterio. No era sin embargo Alcocer, negado como broker, quien tomaba las decisiones, sino el inevitable Arturo Fasana, el hombre tras la cuenta “Soleado” en la que se esconden los notables, básicamente madrileños y catalanes, que durante décadas sacaron su pasta a Suiza previo paso por una oficina sita en el Paseo de la Castellana junto al Santiago Bernabéu.

El Emérito es hoy la vía de agua en el casco de la Corona que un Gobierno dispuesto a acabar con el régimen constitucional se ha propuesto utilizar a fondo para que en el pecio entre el líquido necesario hasta lograr hundirlo

Circula estos días insistente el rumor de que el Gobierno está apretando en palacio y por vía indirecta al propio Emérito para que renuncie al título de rey, con el argumento de que esa renuncia, que convertiría al monarca en el ciudadano Juan Carlos de Borbón, aliviaría la tensión que sufre la institución en la persona de Felipe VI y podría, pasado el tiempo y saldados los pleitos con Hacienda, facilitar su vuelta a España. Y hay quien sugiere que esa idea podría estar siendo contemplada con agrado por el propio Felipe VI y su entorno. Obstáculo legal a resolver: para que el Emérito renuncie al título es necesario que el Gobierno apruebe un Real Decreto que, como su nombre indica, tendría que firmar su hijo. ¿Qué tipo de Decreto? Uno que modificara el RDL 470/2014, de 13 de junio, publicado en el BOE del 19 de junio de 2014, regulando el régimen de títulos, tratamientos y honores de la familia real, y cuyo artículo único dice que “Don Juan Carlos de Borbón, padre del Rey Don Felipe VI, continuará vitaliciamente en el uso con carácter honorífico del título de Rey, con tratamiento de Majestad y honores análogos a los establecidos para el Heredero de la Corona, Príncipe o Princesa de Asturias…” Peccata minuta para un Ejecutivo acostumbrado a gobernar al margen del Parlamento y a base de decretos.

Hacia la República Plurinacional

Iglesias no va a soltar esta pieza. Él y el bloque de poder que apadrina dentro de “la banda” que acompaña a Sánchez, el formado con EH Bildu (Otegui) y ERC (Junqueras), están dibujando a pasos acelerados un escenario pre-constituyente según el cual estos 40 años de democracia han sido un señuelo, un placebo de democracia impuesto por el franquismo resiliente con el que hay que acabar de una vez por todas para ir a una “democracia popular” en forma de república plurinacional. Y cuando, al final de esta legislatura cuya vida va a garantizar la aprobación de los PGE 2021, llegue el momento de acudir a las urnas en una España que no la conocerá ni la madre que la parió, en ese momento ese bloque de poder, del que Sánchez (porque el PSOE no cuenta, apenas unas siglas vacías de las que se ha apoderado este asalta caminos) podría ser eje central a su particular conveniencia, planteará los comicios como un plebiscito Monarquía-República, de donde se infiere que a la coalición gobernante le interesa mantener a Felipe VI cociéndose a fuego lento en el pil-pil de Zarzuela, para darle el empujón definitivo en el momento procesal oportuno. Para eso vale Juan Carlos I en el exilio de Emiratos Árabes Unidos.

Y mientras tanto hay que seguir demoliendo día a día las parcas defensas que en Zarzuela sostienen el edificio del actual Jefe del Estado. Sometiéndole a humillaciones casi diarias, usurpando su papel como primera autoridad de la nación, forzándole a viajes de Estado como el reciente de Bolivia, al lado del indescriptible señorín del moño. Ahora se trata de que el rey Felipe VI pida perdón por su discurso del 3 de octubre de 2017, aquella arenga que levantó el ánimo de millones de españoles aturdidos por la estulticia inabarcable de un personaje como Mariano Rajoy. Informaciones recientes sugieren que el fiscal de la Sala Segunda del Supremo, Juan Ignacio Campos, a quien la Lola se va a los puertos Delgado encargó las citadas “investigaciones”, se apresta a hacer público antes de Navidad un informe exculpatorio para el Emérito desde el punto de vista penal pero brutal en la demoledora descripción de una conducta de imposible recibo, informe que condicionará el mensaje de Navidad del Rey en la noche del 24 de diciembre, hará imposible el regreso a España de su padre y, de propina, causará un daño quizá irreparable a la Corona. El desguace de la nación de ciudadanos libres e iguales ha adquirido velocidad de crucero. Con suerte, al régimen del 78 le quedan un par de años de vida salvo milagro en contra. En este horizonte de infinita tristeza, el único punto de interés podría consistir en comprobar si este país va a ser capaz de aceptar en silencio el suicidio infligido por un aventurero sin escrúpulos y un comunista, penene de universidad, sin más idea de nada que su labia hueca y que, para empezar, ya se ha hecho rico. Mientras, nuestros grandes banqueros y empresarios se relamen al calor de la chimenea pensando en los fondos de la UE.

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