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Opinión

¿Y el Rey qué piensa de todo esto?

El rey Felipe VI, la reina Letizia, y el juez del Tribunal Supremo Manuel Marchena en el Palacio Real de Madrid.

No se trató de una rebelión para consumar un golpe de Estado. Los cabecillas del procés estaban en otra cosa. Se entretenían con meras trifulcas callejeras, algarabías de barrio, episodios de violencia que no cotiza en el manual del golpismo. Señores levantiscos, tomen nota de cara a futuros alzamientos: para que sea como tal considerada, la violencia tiene que ser "instrumental, funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que animan a la acción de los rebeldes". Una redacción árida y espesa, pero que se entiende todo. Según el Supremo, la violencia de los sucesos de hace dos años no superó el nivel de lo liviano, de lo casi anecdótico puesto que, de acuerdo con el Alto Tribunal, "bastó una decisión del Constitucional para que no se aplicaran las leyes de ruptura aprobadas por el Parlament". En el fondo, se trataba tan sólo de 'una ensoñación' ideada por una colla de necios y obsecuentes a fin de 'presionar' al Estado para negociar. Eso fue todo. 

Entonces, para qué demonios salió el Rey en la noche del 3 de octubre. Si apenas nada ocurría en Cataluña, si no se habían sitiado consejerías, hostigado a las fuerzas del orden, perseguido a los representantes de la Ley, cerrado carreteras, secuestrado a la sociedad civil con huelgas incendiarias y salvajes, silenciado a la oposición en sede parlamentaria, aprobado leyes de ruptura con el Estado, ¿a qué salió el Rey aquella noche del 3 de octubre?

La Justicia es ciega, las leyes interpretables, las sentencias acatables y, desde luego, opinables. El fallo del Supremo sobre los episodios más graves que ha conocido nuestra democracia, en los que un grupo de racistas iluminados, instalados en la cúpula del poder, pretendió fracturar la unidad de la Nación, ha resultado adecuado para algunos, decepcionante y doloroso para otros. La verdad judicial a veces acarrea serios contratiempos y más de un disgusto. "Es una sentencia mirando a Estrasburgo". Es posible, pero tanta tibieza no es, a la postre, más que el camino hacia la nada. Estamos hoy mucho peor que hace dos años. 

Desvelada la tipificación de los delitos y la cuantía de las penas, cabe preguntarse, como en el famoso spot de los ochenta: ¿A todo esto, qué piensa el Rey? Felipe VI, en forma inesperada, en contra del criterio de Mariano Rajoy, pronunció el 3 de octubre el discurso más deseado, esperado y más trascendente de su reinado. Del posterior y del futuro. Repasarlo ahora, con la tinta de la sentencia todavía demasiado fresca, es un ejercicio necesario. Chirriante pero clarificador.

Dijo entonces Felipe VI, en referencia a los promotores del procés, que "esas autoridades se han situado al margen del Derecho y de la Democracia, han pretendido quebrar la unidad de España y la soberanía nacional", evidenciando una "deslealtad inadmisible hacia los poderes del Estado". Y resumía que estos individuos "han quebrantado los principios democráticos del Estado de Derecho".

Los siete magistrados que componen la mesa que acaba de sentenciar a los rebeldes parecen haber comprado esa mercancía independentista de sonrisas y paz

La situación, en efecto, era grave, casi desesperada. Al menos, desde políticamente. Judicialmente ya hemos comprobado que no superaba los límites de la sedición. Dice el Supremo: "Los líderes del procés no instigaron los actos de violencia como parte de su plan secesionista". Es decir, que los siete magistrados que componen la mesa que juzgó a los rebeldes parecen haber comprado esa mercancía independentista de sonrisas y paz. La violencia que se adueñó de Cataluña en aquellas semanas previas al 1-O no era una violencia para la secesión, sino, según el Supremo, "una violencia para crear un clima o un escenario en el que se haga más viable una ulterior negociación". O sea, primero te parten la crisma para negociar después. Sonrientes, eso sí.

Salió el Rey aquella noche de octubre con dos objetivos claros. Transmitir tranquilidad a una nación acongojada ante unos episodios de barbarie y tensión sin precedentes, en los que un puñado de racistas delirantes se habían hecho con el control de las calles rumbo a la secesión. Y, en segundo lugar, un decidido toque de atención al titubeante y algo remiso Gobierno de Rajoy para "asegurar el orden constitucional", por entonces en serio peligro. 

Los tres efectos del discurso histórico

Las consecuencias de aquella providencia intervención fueron tres. Los golpistas distinguieron a Felipe VI con el título de enemigo público número uno del independentismo. Todo un galardón que puede exhibir con honor. Rajoy se vio impelido a forzar los resortes necesarios para aplicar el 155, lo que se hizo a finales de mes. Y, en tercer lugar, una riada sin precedentes de banderas españolas, en número de casi un millón, inundó las calles de Barcelona el 8 de octubre en una reacción de dignidad cívica y firmeza moral de una población hastiada de la violenta prepotencia de la camada negra de la república. 

¿Qué cara se le habrá quedado a Su Majestad, que este sábado en la recepción de Palacio saludaba con enorme cordialidad a Manuel Marchena, presidente de la sala de lo Penal que acaba de firmar la sentencia? Hay quien ve, en el fallo del Supremo, una corrección al grito de alarma lanzado por el Monarca en aquella intervención histórica. Al fin y al cabo, no era para tanto. Trece años le han caído a Junqueras al cabecilla de la revuelta, casi algarada. Cuatro veces más le cayó al cabecilla de la Gürtel. En unos meses, Junqueras paseará por las calles libremente, merced a la ingeniería penitenciaria que ya se ha puesto marcha, convertido en héroe el nuevo Companys, el héroe de la nueva república.

Pablo Llarena, el juez instructor que abrió el camino de la condena por rebelión, perseguido, acosado, hostigado, atacado por los lazos amarillos, tampoco será hoy de los españoles más felices. Sus compañeros del Supremo le han dejado tirado, judicialmente hablando. Igual que Edmuindo Bal, quien fue apartado de la abogacía del Estado por no inclinarse ante las instrucciones en favor de la calificación de sedición. Y los cuatro fiscales heroicos, con Javier Zaragoza al frente, que mostraron durante el proceso la auténtica faz de lo que ha de ser la Justicia. 

Verdad judicial, verdad política

El magistrado Manuel Marchena, excelente profesional, laborioso y discreto (no todos sus compañeros de Tribunal han sido así), se ganó el respeto casi unánime de la opinión pública durante las arduas sesiones de la vista oral. Ahora ha redactado un fallo que, inevitablemente, chapotea en la polémica. Los hechos jurídicos son los que son, aunque Llarena los ve de un modo y Marchena de otro. Menos discutibles son los hechos políticos. Un grupo de secesionistas, apoderándose de las instituciones del autogobierno, intentaron dinamitar el Estatut, demoler la Constitución y proclamar una república independiente en una región de España. 

¿Rebelión, sedición, conspiración, desobediencia, insumisión? Quizás haya que darle una vuelta al Código Penal para precisar eso de 'la violencia', pero hay algo sobre lo que pocos dudan y muchos coinciden. Sin manosear de nuevo a Kelsen, lo ocurrido en septiembre-octubre de 2017 en Cataluña fue un golpe de Estado. Sumergirse en el sendero de si la violencia era 'nuclear o estructural' es otro terreno. La verdad judicial a veces choca con la verdad. Que se lo expliquen a Llarena, a Bal y a los cuatro heroicos fiscales del caso. Y, por supuesto, que se lo pregunten al Rey. Quizás en unos meses se vea obligado a comparecer de nuevo ante los españoles para hacer frente a un remake de esta historia: "Os lo advertí", atronarán su palabras por las enormes salas vacías del Supremo. 

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