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Opinión

La renta mínima o la trampa de la pobreza

El vicepresidente Pablo Iglesias, en una imagen de archivo.

Más allá de la tragedia de los miles de muertos por coronavirus -con España a la cabeza en fallecimientos per cápita y en sanitarios contagiados-; además de los efectos nocivos sobre la estabilidad psicológica y la moral colectiva que provoca la reclusión injustificadamente extrema, este virus que nos asuela está empezando a quebrar el espíritu noble y animoso que siempre ha inspirado a los defensores del libre mercado y de la sociedad abierta; está comenzando a debilitar a los partidarios del valor imborrable de los individuos y de la propiedad privada, y está dividiendo incluso a los fanáticos del modelo capitalista que tanto bienestar y progreso ha causado a la humanidad.

Todos ellos están padeciendo el fuego cruzado de los estatistas, de los totalitarios y de los nostálgicos del Muro de Berlín, que a su caída no tuvieron más opción que declararse en tregua pero que resucitan con energía renovada en cuanto surge una severa crisis económica como la de 2008 o en este caso una catástrofe sanitaria, aunque nada tenga que ver con el modo de vida occidental, en el que no cabe la costumbre insana de comerciar con animales salvajes ni mucho menos de comerlos.

Hace unos días, el diario británico 'Financial Times', que lleva tiempo dilapidando su prestigio como soporte genuino del credo liberal y del modelo capitalista, publicó un editorial en el que sugería dar marcha atrás a las políticas de las últimas décadas. A su juicio, “para pedir sacrificios a la sociedad hay que ofrecerle a cambio un contrato social que beneficie a todos; los gobiernos habrán de tener un papel más activo en la economía; hay que buscar fórmulas para que el mercado laboral no sea tan inseguro; la redistribución tiene que volver a estar en la agenda, habrá que cuestionar los privilegios de que gozan los mayores y los ricos, y tendrá que hacerse hueco a figuras hasta ayer consideradas excentricidades como el impuesto sobre el patrimonio y la renta básica universal”. Naturalmente, estoy en desacuerdo con esta sarta de tonterías.

Las sociedades más libres y prósperas están basadas en el orden espontáneo, por el que las personas, desplegando su innata capacidad para generar riqueza -en un marco de igualdad de oportunidades- y buscando su propio interés generan, a menudo sin proponérselo, mucho mayor bienestar general que el que nunca ha podido ofrecer una economía planificada en la que la demanda está previamente establecida por el gobierno de turno, que forzosamente ignora las necesidades y los anhelos de los ciudadanos. El contrato social es un puro invento, un señuelo para la multitud de los que prefieren la protección pública antes que asumir su responsabilidad en el destino de la propia vida. El actual confinamiento forzoso se ha impuesto para evitar el colapso de los sistemas sanitarios y garantizar la mayor eficacia posible en la restauración de la salud pública; ése es el beneficio común por el sacrificio exigido.

También debemos combatir con denuedo el empeño de los socialistas y comunistas en que los gobiernos invadan el sistema económico contaminándolo con su probada ineficacia. El peso del sector público en los grandes países europeos está ya cercano al 50% del PIB, un nivel que asfixia el desenvolvimiento del sector privado, cercenando el potencial de desarrollo productivo, minando la capacidad de innovación y lastrando la creación de empleo independiente del Estado. Particularmente en España, el mercado laboral es muy rígido, lo que no impide que tengamos la tasa de paro más alta del continente a pesar de que el número anual de puestos de trabajo sin cubrir se acerca a los 300.000.

Reinstaurar el impuesto sobre el patrimonio -que sólo existe en España-, castigar fiscalmente a los ricos que han ganado lícitamente su dinero -o que lo han heredado-, es una idea abominable e inmoral

La propuesta de 'Financial Times' de reforzar el papel redistribuidor del Estado es la manera más elegante que ha encontrado para postular un aumento de una presión fiscal -de por sí elevada- que erosionaría la base productiva trasladando recursos adicionales de los más diligentes y capaces hacia sectores de población que si son fatalmente vulnerables deben ser socorridos con menor coste social, o que en otros casos deben seguir sometidos a prueba para que den lo mejor de sí mismos, un impulso que sofocará el riego injustificado de dinero público. Reinstaurar el impuesto sobre el patrimonio -que sólo existe en España-, castigar fiscalmente a los ricos que han ganado lícitamente su dinero -o que lo han heredado-, como se propone a ejecutar en España el Gobierno de Sánchez, es una idea abominable e inmoral. Está alimentada por la envidia.

Decía G.K Chesterton que “para corromper a un individuo basta con enseñarle a llamar derechos a sus anhelos y abusos a los derechos de los demás”. Esta depravación personal es la que está detrás de la confiscación patrimonial y de la última de las excentricidades mencionadas por el diario británico y que está de moda en España. Me refiero a la renta básica universal. La idea de que el Estado conceda una prestación monetaria a todos por el hecho de ser ciudadanos es descabellada. Su coste financiero, en el grado extremo, podría superar el 20% del PIB, según calculó ya en 2015 la institución Fedea, y sus efectos sobre el mercado laboral serían letales.

En nuestro país, el proyecto que maneja el Gobierno -pactado en el acuerdo de legislatura con Podemos- no llega a la temeridad de una renta básica universal: se limitaría a un ingreso mínimo vital destinado a “los colectivos más desfavorecidos” cuya tipología está por determinar y que puede convertirse en un pasto fácil para el ejercicio de la picaresca nacional. Aunque menos voluminoso, el impacto monetario de este nuevo subsidio sería tremendo justo en el trance más inoportuno. La caída brutal de los ingresos públicos por el cerrojazo al tejido productivo más el aumento de los gastos por las medidas para conservar parte de las rentas de los empresarios que han clausurado sus negocios y de la multitud de personas que ha perdido súbitamente su empleo va a disparar el déficit por encima del 10% del PIB y elevará la deuda hasta el 120% o más.

Pablo Iglesias no busca colmar una presunta justicia social, de por si venenosa, sino aumentar la nómina de los dependientes del Gobierno, transformarlos en parásitos, en cosecha de futuros votantes

No parece que las cuentas públicas estén en condiciones de soportar una muesca más con una ayuda adicional que tiene la expresa voluntad política de permanencia en un país que ya cuenta con un sistema de prestaciones incluso más nutritivo que el de muchos de los estados europeos con una renta per cápita superior. El subsidio de desempleo es más generoso y duradero que en los países de nuestro entorno, las pensiones llegan al 80% del último salario en activo frente al 60% de Alemania y hay otra serie de ayudas enquistadas como el PER y los subsidios de todo jaez que ofrecen las autonomías que serían complementados por esta original renta mínima, a fin de consolidar a la brava el “escudo social” patentado por Podemos. Pero Iglesias no busca con ello colmar una presunta justicia social de por sí venenosa sino aumentar la nómina de los dependientes del Gobierno, transformarlos en parásitos y de paso abonar con la gente corrompida moralmente la cosecha de futuros votantes.

El ingreso mínimo vital ha de exigir por fuerza un aumento intenso de la presión fiscal. Ahora camino de una recesión aguda esta opción suena extemporánea, pero será ineludible en el futuro provocando la correspondiente deslocalización de empresas, disuadiendo la inversión, desincentivando el trabajo -que es la consecuencia inevitable de los altos impuestos- y extendiendo el fraude y la economía sumergida. Se producirán además otros efectos igualmente perniciosos que ya conocemos con motivo del PER. Si puedo consumir parecido trabajando menos, ¿qué interés voy a tener en buscar empleo? Hoy se necesitan más de cien mil trabajadores para recoger las cosechas y el Gobierno ha permitido compatibilizar el paro con el salario que se obtenga en el campo. ¿Cuántos creen que se apuntarán si pueden sobrevivir razonablemente con el subsidio?

Desempleo y fracaso escolar

Si suponemos que el ingreso mínimo vital desaparecerá a partir de un determinado nivel de ingresos, ¿cuántos estarán dispuestos a buscar un empleo arriesgándose a perder una ayuda segura sin nada a cambio? Ya estamos probando que aumentar el salario mínimo más allá de la retribución por la que muchos aceptarían un empleo reduce el número de contrataciones al tiempo que disuade la necesaria formación profesional de la mano de obra en busca de nuevas habilidades y una retribución mayor. Durante el pasado ‘boom’ de la construcción, también comprobamos que un salario relativamente elevado destroza los estímulos a continuar estudiando en los colectivos más vulnerables al fracaso escolar.

Tratar de aliviar la pobreza sin dañar la empleabilidad y evitando un impacto fiscal intenso en las cuentas públicas es una tarea sutil fuera del alcance del gobierno más incompetente y sectario de la historia democrática. Más bien el tándem Sánchez-Iglesias parece dispuesto a instalar en la trampa de la pobreza a grandes capas de la población que bien podrían ganarse la vida por sí mismas, pero cuya voluntad es fácil de quebrar ofreciéndole canonjías. Es un tándem dispuesto a apagar para siempre el ánimo y la capacidad de la gente para salir de su situación precaria y contribuir al desarrollo colectivo. También es un Gobierno determinado a convertir en un problema grave la inmigración, que comenzará a venir atraída por el efecto llamada, seducida por un Estado de bienestar reforzado, pero con pocas ganas o ninguna de participar en el mercado laboral como el país necesita.

Camino de servidumbre

¿Cuál es entonces el prurito detrás de este nuevo despliegue de generosidad política que no repara en vidas ni haciendas? ¿Dónde está el secreto? Naturalmente, el objetivo principal de Sánchez e Iglesias es conservar el poder amenazado por la creciente ira social que impulsa la gestión catastrófica de la crisis. No se trata de rescatar a los ciudadanos sino de orientarlos hacia el camino de servidumbre que profetizó Hayek aunque para ello haya que laminar a la gente productiva descapitalizando el país; aunque sea preciso quitar el dinero a unos para entregárselo a otros que no tienen intención de trabajar o que si pensaban hacerlo perderán cualquier acicate con la renta mínima. Decía Margaret Thatcher que el socialismo siempre prefiere que los pobres sean más pobres -en dinero y en espíritu- con tal de que los ricos sean menos ricos. No hay amor por el ciudadano ni por el pueblo detrás de esta estrategia criminal. Solo la mera pasión por el siervo que puede asegurarte el poder.

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