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Opinión

De relatores, mediadores y la lealtad debida

Muchas de las que consideramos virtudes del ser humano entrañan una suerte de relación desigual como pecado original. La gratitud, en principio, es propia del débil hacia el fuerte que le ha dado motivos para mostrarse agradecido. La compasión, al contrario, solo puede nacer de quien se sabe en posición de superioridad, aunque esta sea coyuntural. La lealtad funciona de un modo similar y por definición alude siempre a una relación jerárquica por la cual el leal lo es a algo o alguien con la suficiente potestad para reclamárselo. A pesar de la época que vivimos, del elogio al desacato y del cuestionamiento permanente a la autoridad, la lealtad sigue siendo una virtud. Al menos, hasta que alguien se entere de que comparte etimología con la denostada ley, expresión máxima de jerarquía o democracia.

Últimamente la lealtad se cuela por todos los recovecos de nuestra vida pública. En algunas ocasiones esto es debido a la sentimentalización dominante que hace que los problemas personales entre dirigentes políticos acaben siendo públicos: las deslealtades entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, o la -también nacida de antiguas faltas de honor- revancha personalísima de Pedro Sánchez contra el aparato del PSOE personificada en Pepu Hernández. Precisamente ha sido el presidente del Gobierno quien ha querido hacer fortuna con las alusiones a la lealtad, exigiéndosela a la oposición a cuenta de Venezuela. Sánchez, que el fin de semana daba mítines de partido, intentó vestirse de estadista durante unos segundos para lanzar ese mensaje a PP y Ciudadanos.

Sánchez pide lealtad al Estado a los partidos constitucionalistas mientras lo entrega a trozos a quienes quieren liquidarlo

El presidente del Gobierno sabe -quizás porque él mismo duda de la consistencia de su Presidencia- que no puede establecer con el resto de partidos una relación de superioridad; pidió “lealtad al Estado”. Valga una pequeña nota al pie para recordar que este PSOE entiende por ‘Estado’ aquel que gobiernan ellos, porque, según la vicepresidenta Calvo, el 9-N y el 1-O no fueron contra el Estado de derecho sino contra Rajoy. En cualquier caso, la oposición no es el Gobierno y Sánchez sabe que siempre puede blandir el beneficio del Estado para exigirles una generosidad de la que carecen sus socios de gobierno. Sólo hay que comprobar qué argumentos anda utilizando el PSOE para dirigirse a los separatistas que amenazan con tumbarle las cuentas: a ellos no pueden pedirles “lealtad”, tienen que afearles, como si fuera un crimen, que sus votos coincidirán con los de Ciudadanos y PP. Es el argumento favorito del socialismo catalán: cómo van a votar los progresistas de ERC con el mismísimo demonio.

Hay que considerar muy mediocre al español medio para intentar venderle la mercancía averiada de que la coincidencia de una votación sitúa en plano de igualdad a los separatistas que a la oposición. El Gobierno trata de trabajar esa imagen para ocultar que es el PSOE quien se ha movido del tablero político situándose en medio del constitucionalismo y de los que creen que España es una dictadura. Cuando hay que pedir lealtad acude a los primeros, y para satisfacer a los segundos hay que fingir que el Estado no es democrático.

Sólo bajo esta lógica tan partidista como peligrosa puede entenderse la última cesión de Sánchez al separatismo: la aceptación de un mediador entre gobiernos como si hubiese un conflicto entre Cataluña y España y como si España no fuese una democracia. Es una humillación que a las puertas del juicio del 1-O Sánchez se preste al juego de Torra y finjan juntos que se necesita una mediación para arbitrar el cumplimiento de la Constitución. El Estado merece la lealtad de los partidos constitucionalistas, pero Sánchez no puede hablar en nombre del Estado cuando lo está entregando a trozos a quienes quieren liquidarlo.

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