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Opinión

Boris se quiere saltar el protocolo

El premier británico no puede reírse a la cara de europeos, irlandeses y británicos de buena fe que siguen creyendo que su país es un país serio

Boris Johnson
El primer ministro británico, Boris Johnson. Europa Press

Parece que Boris Johnson por fin se ha leído el Acuerdo de Retirada que firmó en octubre de 2019, un acuerdo que calificó de gran éxito negociador y que incluye un Protocolo sobre Irlanda del Norte que ahora no le gusta. En estos tiempos de memoria frágil y mentiras políticas conviene hacer un poco de historia y recordar cómo hemos llegado hasta aquí.

El 10 de abril de 1998 los gobiernos del Reino Unido y la República de Irlanda –con el beneplácito de los partidos políticos de Irlanda del Norte– decidieron poner fin a décadas de conflicto, atentados terroristas y represalias y firmaron el Acuerdo de Viernes Santo (o Acuerdo de Belfast). Hubo muchos factores personales, políticos e históricos que lo permitieron, pero uno fue clave: el avance en la integración europea, que permitía suprimir las fronteras físicas entre países.

El escenario de dos países sin frontera era el perfecto para la paz: a los nacionalistas irlandeses les bastaba con que no se notase que eran dos países distintos; a los unionistas de Irlanda del Norte, con que se notase que eran lo mismo que el Reino Unido. Con la República de Irlanda y el Reino Unido en la Unión Europea y sin fronteras, lo distinto era similar, y lo similar, distinto.

A cambio, todos hicieron concesiones. La República de Irlanda llegó incluso a modificar su constitución y renunciar a la reivindicación territorial de Irlanda del Norte.

La Unión Europea, con muy buen criterio, acudió entonces en defensa de su socio: cualquier acuerdo de salida debía evitar la necesidad de una frontera entre las dos Irlandas

Pero cuando llegó el Brexit, todo se trastocó. De repente, el Reino Unido se empeñó en diferenciarse de Europa y, por tanto, de la República de Irlanda. El problema es que la salida del Reino Unido implicaba que los límites del territorio común aduanero europeo pasaban a estar situados en una zona roja: entre Irlanda e Irlanda del Norte, donde reimplantar controles fronterizos era un suicidio político. La Unión Europea, con muy buen criterio, acudió entonces en defensa de su socio: cualquier acuerdo de salida debía evitar la necesidad de una frontera entre las dos Irlandas. Hacía falta una salvaguarda irlandesa, el famoso “backstop” que en inglés también quiere decir “mecanismo antirretroceso”. Porque de eso se trataba: de no volver atrás, a los días de odio y violencia.

Como la frontera no se podía poner entre las dos Irlandas, la única solución era llevarla un poco más atrás, al mar de Irlanda, entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Por lo pronto, era práctico: cuando hay una frontera natural, como el mar, siempre hay que embarcar y desembarcar mercancías, lo que facilita los ajustes discretos. Esto es lo que se hace, por ejemplo, en España con las mercancías que llegan desde la península a Canarias (que no es zona IVA): un ajuste de impuestos en puerto.

Unión aduanera

Theresa May lo entendió enseguida, y se concentró en lo lógico: minimizar los ajustes a realizar en el mar de Irlanda. En una frontera hace falta controlar cuatro cosas: aranceles –vinculados a estrictas normas de origen–, impuestos indirectos –IVA e impuestos especiales–, requisitos sanitarios y requisitos técnicos –estos últimos fácilmente supervisables–, así que May se aseguró de, por lo menos, evitar que hubiera que controlar aranceles y reglas de origen (que son una auténtica pesadilla para las pymes). Para ello dispuso que, cualquiera que fuera el acuerdo comercial final, incluyera al menos una unión aduanera entre el Reino Unido y la Unión Europea, lo que obligaba tan sólo a pequeños ajustes de impuestos y de requisitos sanitarios en el mar del Irlanda.

Pero, ay, la solución de May no gustó a nadie. A los conservadores, porque una unión aduanera les obligaba a tener el mismo arancel frente a países terceros que la UE, y perdían su “soberanía arancelaria”; a los unionistas, porque los controles sanitarios e impositivos les parecían “excesivos”; y a los laboristas… bueno, la verdad es que nunca supimos lo que realmente quería Jeremy Corbyn, pero también se opuso.

Eso fue lo que firmó, y todos lo vimos y lo advertimos en su momento. Otra cosa es que luego empezara a prometer lo contrario, pero eso es lo que tiene estar acostumbrado a la mentiras políticas

Theresa May terminó arrojando la toalla, eso lo recordamos todos. Pero lo que algunos pretenden hacernos olvidar es lo que hizo entonces Boris Johnson: renegociar la salvaguarda para satisfacer a los miembros de su partido (eliminando la unión aduanera de la agenda) y traicionar a los unionistas, aceptando dejar a Irlanda del Norte en un régimen regulatorio pseudoeuropeo, pero maximizando los controles en el mar de Irlanda (aranceles, normas de origen y requisitos sanitarios y técnicos). Eso fue lo que firmó, y todos lo vimos y lo advertimos en su momento. Otra cosa es que luego empezara a prometer lo contrario, pero eso es lo que tiene estar acostumbrado a la mentiras políticas.

En 2021 llegó el momento de la verdad, y tras el Acuerdo de Retirada y el Acuerdo de Comercio y Cooperación (un acuerdo comercial básico, muy lejos de una unión aduanera) había que imponer controles en el mar de Irlanda. Sólo faltaría que el Reino Unido, obsesionado con controlar sus fronteras, no dejase a la Unión Europea hacer lo mismo y recaudar correctamente sus aranceles o vigilar que sus productos cumplan sus estándares. ¿Cuál es el problema de que la frontera europea esté ahora en el mar de Irlanda? Lo que ya sabíamos: que a los unionistas no les gusta que haya personal europeo de fronteras o controles administrativos, y amenazan con violencia. Johnson, descubierto en su mentira, le intenta pasar la patata caliente a la Unión Europea y le pide “flexibilidad”, o amenaza con suspender el Protocolo.

Pero esto no es ningún juego. Los acuerdos internacionales se cumplen, y tan acuerdo internacional es el Protocolo de Irlanda como los Acuerdos de Viernes Santo o, si nos ponemos, el Tratado de Utrecht por el que el Reino Unido controla Gibraltar. ¿Qué es “flexibilidad”? ¿Evitar los controles en el mar de Irlanda y fiarse de que los funcionarios del Reino Unido van a cobrar en nombre de la UE aranceles para los productos que, por telequinesia, sepan que van a destinarse finalmente al mercado único? ¿Renunciar a tener una frontera debidamente regulada y controlada? ¿Aceptar reimplantar controles físicos entre las dos irlandas, lo que equivale a insultar a Irlanda a la cara y decirle que cambió su constitución para nada?

Una frontera segura

Parece un signo de los tiempos eso de llamar “flexibilidad” o “sentido de Estado” a tomarse a la ligera el incumplimiento de las leyes (o, en este caso, los acuerdos internacionales). Que para recuperar su política comercial Boris Johnson tenía que traicionar a los unionistas y que era muy capaz de hacerlo, eso lo sabíamos desde el primer momento. Lo que no puede ahora es pretender no saber las consecuencias de lo que firmó, o asumir que cosas tan serias como el derecho de la UE a tener una frontera segura o el de los firmantes de los Acuerdos de Viernes Santo a respetar lo acordado no puede depender del capricho del gobernante de turno.

Boris Johnson es muy libre de saltarse el protocolo y bromear con los periodistas o los políticos europeos. Lo que no puede es saltarse el Protocolo (con mayúsculas) y reírse a la cara de europeos, irlandeses y británicos de buena fe que siguen creyendo que su país es un país serio.

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