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Opinión

Quim Torra: cuando lo clandestino en Cataluña es España

El presidente provisional de la Generalitat, Quim Torra.

Quim Torra no es una invención de Puigdemont. Él ya existía, jurásico, en la gaveta del archivador de algún psiquiátrico. Llevaba años sacándole brillo a su agravio. Días y días abjurando de esos impíos especímenes castellanohablantes -¡impuros infieles españoles!- que se cruzaban en su camino todas las mañanas. Gentuza, pensaría él, enfadado por tener que ir a trabajar de traje en lugar de acudir vestido de payés.  No es Torra una invención de Puigdemont, ¡qué va!  Al actual presidente de Generalitat ya lo había creado alguien -un estudiante en Ingolstadt, por ejemplo- o algo -la descarga de un rayo en su cabeza una noche de tormenta en Blanes -. Sí, Quim Torrá ya existía. Puigdemont sólo echó mano de él en el momento adecuado.

Antes de abandonar su vida como vendedor de pólizas en la compañía Wintenthur, Quim Torra ya debía de haber recibido la llamada. Nada más ocurrir el cierre de esta empresa aseguradora,  y liberado de aquel trabajo sin épica, Torra encontró, al fin, el camino libre para el proyecto superior al que se sentía llamado: predicar la palabra independentista, que no quedara una oración en castellano sin traducir al catalán sobre la faz de la tierra. Fundó su propia editorial, a la que bautizó con el nombre, libérrimo, A Contra Vent. Tras más de una década editando y redactando las obras completas del superhombre-catalán, llegó a la política por la puertecilla de los no demasiado brillantes, esas mini turbas de saldo de las que echan mano determinados movimientos para asaltar el poder con lo que hay.

Ya tiene Quim camino libre para el proyecto superior al que se sentía llamado: predicar la palabra independentista, que no quede una oración en castellano sin traducir al catalán sobre la faz de la tierra

Si el 1 de enero de 1994, el subcomandante Marcos dio a una parte de su Ejército Zapatista de Liberación Nacional fusiles de madera porque no tenía armas de asalto reales suficientes, por qué el independentismo no iba a hacer lo propio con sus cuadros políticos. La utilería siempre funciona. Si ya tenían a Puigdemont, la versión enajenada que quedó tras el naufragio moral de Convergència, sólo se trataba de reunir la militancia mínima para que en los estatutos de Junts per Cat apareciera alguien más que Puigdemont. En aquella lista electoral para los comicios de 2017, a Quim Torra le dieron su fusil de juguete y lo colocaron en el puesto número once... ¡once! Un lugar bastante remoto en ‘la pole position’ del poder. Pero, claro, el problema de los descartes es el mismo que el de los sobreros: al final siempre salen, como dice el maestro Emilio Muñoz.

Pero Quim Torra no era, ni mucho menos, un desinformado peón. Era algo mucho peor. Como bien lo demuestran sus cuatrocientos textos de opinión -los que Ciudadanos se propone traducir y distribuir entre las autoridades de la Unión Europea para alertar de la xenofobia, el supremacismo  y racismo de Torra-, el actual president de la Generalitat estaba tocado por un misticismo pirómano. Dedicó años a elaborar un cuerpo teórico de la segregación y la superioridad independentista. Un artefacto histórico que justificara abolirlo todo y regresar a la arcadia catalana. Enloquecer con método, pues.

Así como el Ignatius Reilly de Kennedy Toole dedicaba largas horas a redactar en sus libretas las bondades de un mundo medieval y a compararse a sí mismo con Boecio, Quim Torra ha hecho lo propio en sus anotaciones: glosar las maravillas de una Cataluña decimonónica, idílica y pre-industrial. Qué tiempos aquellos los del Estat Catalá, un partido separatista que en los años treinta organizó y creó Bandera Negra, una sección de choque que  llevó a cabo -entre otras acciones- el atentado contra el rey Alfonso XIII en las costas del Garra, en 1925.  Quim Torra comenzaría pergeñando estas ideas en una confitería o escribiéndolas a mano en el papel membretado de la aseguradora Winterthur a la hora del bocadillo. Pero del misticismo de tartera pasó, a lo grande, a la iluminación… ¡al incendio!

Torra es la versión enajenada de Puigdemont, que es a su vez la versión enajenada que quedó tras el naufragio moral de Convergència

Tras publicar casi una decena de ensayos sobre ese mundo de los años veinte y treinta en Cataluña -aquel tiempo de los hermanos Badia y Macià y Nosaltres Sols! en el que Quim Torra quisiera quedarse a vivir-, fue elegido vicepresidente de Òmnium Cultural en abril de 2011. Torra desempeñó este cargo hasta diciembre de 2015, cuando lo sucedió en el cargo Jordi Cuixart, uno de los Jordis, el del estilismo antisistema  y con afición a subirse a los coches patrulla de la Guardia Civil para jalear a las masas, el mismo que permanece en prisión provisional desde octubre de 2017. Normal, siempre aparece alguien más resultón de cara a las cámaras.

Pero en el bestiario del procés no hay criatura fea o insignificante si puede rellenar la foto, perdón, contribuir a la república. Y eso es lo que ha hecho Quim Torra: dar el ansiado paso al frente que soñó durante años... ser al fin el libertador del pueblo oprimido, avanzar bajo el ala de Puigdemont y, si se tercia,  arrebatarle su sandalia de profeta para crear él su propia Iglesia. Aunque eso ya verá cómo lo arregla: necesita conseguir las llaves del despacho de la presidencia de la Generalitat que Puigdemont lleva colgadas de la cintura cuando sale a pasear por Berlín. Torra, de momento, ya dejó muy clara la línea de su gobierno:  lo clandestino en Cataluña es España, a la que no concedió siquiera tres minutos en su toma de posesión como presiente de la Generalitat. 

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