Opinión

Queríamos tanto a Jesús

Quintero era imposible de imitar: se pasó toda la vida perfeccionando y puliendo un solo personaje, que era él mismo

El periodista Jesús Quintero
Jesús Quintero fallece a los 82 años. (Europa Press)

“Durante treinta años he entrevistado a los personajes más poderosos, más lúcidos, más brillantes, más perseguidos por la prensa. Pero los chavales, por la calle, me señalan y se dan con el codo: ‘Mira, tío, ese es el que entrevista al Risitas’”.

Decir que Jesús Quintero marcó un antes y un después en el periodismo que se hacía en la radio y en la televisión de este país es una completa obviedad. Lo sabemos todos. Pero decir que creó escuela es mentira. Y lo es porque para hacer lo que hacía Jesús Quintero era indispensable ser Jesús Quintero. Y vivir en la España en que él vivía cuando inventó todo aquello. Ninguna de las dos cosas es ya posible. Quintero era como El Greco o como Goya: solo había uno, no podía haber más y era imposible copiarlos. A los imitadores de Quintero, que los ha habido, les pasaba lo mismo que a aquella señora que se llamaba Cecilia Giménez: que te pones a intentarlo y te sale el Ecce homo de Borja. Imposible.

Dijo de sí mismo, varias veces, que se sentía un actor frustrado. Otra mentira. Fue un deslumbrante actor durante toda su vida. Poseía una voz prodigiosa que sabía usar como nadie. Su atrezzo, incluida su ropa, era personalísimo. Y su manera de fumar ante las cámaras, en aquellos primeros planos que parecían de Vermeer. Lo mismo que su música. Usó cientos de canciones, pero yo lo asociaré siempre a Shine on your crazy diamond, de Pink Floyd, una pieza que dura trece minutos y que es lenta, misteriosa y un poco mareante, lo mismo que él. Pero le pasaba lo mismo que al personaje de Tom Hagen en El padrino de Coppola: que era un actor de un solo personaje, lo mismo que Hagen tenía un solo cliente. Por eso Quintero era imposible de imitar: se pasó toda la vida perfeccionando y puliendo un solo personaje, que era él mismo. ¿Quién podría parecérsele?

Nunca se sintió superior, o al menos nunca hizo que su entrevistado se sintiese inferior. Luego estaban su mirada y su sonrisa, enormemente cálidas

Se ha hablado mucho, y desde hace años, sobre los silencios de Quintero en las entrevistas, sin duda su marca más personal. Eso sí puede explicarse. Hay que decir que toda entrevista que dure más de diez minutos es, en realidad, un acto de seducción. El entrevistador tiene que seducir al entrevistado, sea quien sea; tiene que lograr que se sienta cómodo, que confíe en quien tiene delante y que entre ambos nazca algo parecido a una complicidad. Es la mejor manera de lograr que el entrevistado diga lo que piensa, algo a lo que rara vez está dispuesto cuando se conecta la grabadora.

Quintero, en las entrevistas, era un seductor difícilmente superable. Primera razón, y más importante: era extremadamente inteligente. Pero usaba su inteligencia de modo tal que lograba que los tontos que tenía delante –y tuvo delante a muchísimos tontos– se sintiesen tan bien como las personas inteligentes, las que sí estaban a su altura, que también fueron muchísimas. Nunca se sintió superior, o al menos nunca hizo que su entrevistado se sintiese inferior. Luego estaban su mirada y su sonrisa, enormemente cálidas siempre, que ayudaban al clima de complicidad.

Si cuando la respuesta termina tú te quedas callado, no dices nada mientras sigues mirando al otro con tus ojos de ratonzuelo y tu sonrisa de cariño, o quizá haces un gesto con las cejas, el entrevistado se descoloca

Y entonces llegaban los famosos silencios. Se trataba, en realidad, de un truco, pero los trucos hay que saber usarlos. Quintero imponía casi siempre un tempo muy lento en sus entrevistas, algo más difícil en la radio que en la televisión. Lo normal, cuando entrevista a alguien, es que tú hagas una pregunta y el otro conteste. Pero si cuando la respuesta termina tú te quedas callado, no dices nada mientras sigues mirando al otro con tus ojos de ratonzuelo y tu sonrisa de cariño, o quizá haces un gesto con las cejas, el entrevistado se descoloca. Piensa inmediatamente que lo ha hecho mal, que no se ha explicado bien, que no le han entendido. Y, en nueve de cada diez casos, añade algo, o cuenta lo mismo pero de otra manera. Su primera respuesta estaba seguramente calculada o prevista. La segunda no. La segunda es improvisada y, por lo tanto, es auténtica, sincera. Esto era lo que sabía, lo que dominaba como nadie Jesús Quintero: el arte de lograr, con aquellos silencios que solían poner nervioso al entrevistado, que este dijese lo que en realidad pensaba.

En cierta ocasión hizo una especie de monólogo en uno de sus programas televisados, no diré en cuál ni en qué cadena. La cita es larga pero inolvidable:

“Siempre ha habido analfabetos. Pero la incultura y la ignorancia siempre se habían vivido como una vergüenza. Nunca como ahora la gente había presumido de no haberse leído un puto libro en su vida. De no importarle nada que pudiera oler levemente a cultura o que exigiese una inteligencia levemente superior a la del primate. Los analfabetos de hoy son los peores porque, en la mayoría de los casos, han tenido acceso a la educación. Saben leer y escribir, pero no ejercen. Cada día son más, cada día el mercado los cuida más y piensa más en ellos. La televisión cada vez se hace más a su medida. Las parrillas de los distintos canales compiten en ofrecer programas pensados para una gente que no lee, que no entiende, que pasa de la cultura; que quiere que la diviertan o que la distraigan, aunque sea con los crímenes más brutales o con los más sucios trapos de portera. El mundo entero se está creando a la medida de esta nueva mayoría. Todo es elemental, frívolo, superficial, primario, para que ellos puedan entenderlo y digerirlo. Esos son, socialmente, la nueva clase dominante (…), la que impone su falta de gusto y sus morbosas reglas. Y así nos va a los que no nos conformamos con tan poco”.

Siempre he detectado una relación directa entre la proliferación y el éxito multitudinario de ese tipo de programas “para analfabetos”, como decía Quintero, y el crecimiento de los populismos

Por ese párrafo, por ese solo párrafo, merece Jesús Quintero todo el cariño que le teníamos, toda la simpatía, aunque hizo muchas más cosas para ganarse todo eso. Ese alegato certero contra la telebasura se emitió en televisión cuando aún no se había inventado Sálvame y cuando la sociedad española no estaba tan berlusconizada como lo está hoy. Siempre he detectado una relación directa entre la proliferación y el éxito multitudinario de ese tipo de programas “para analfabetos”, como decía Quintero, y el crecimiento de los populismos, de la gente que ya no ve en la política un medio para mejorar sus vidas sino un espectáculo; y votan al que más grita, al que hace más gansadas o al que hace reír. Jesús Quintero lo avisó antes de que ese fenómeno se convirtiese en una auténtica epidemia, que es lo que nos pasa hoy.

Pero nadie es perfecto. ¿Hizo Quintero telebasura? Yo creo que sí. Lanzó a la fama a personajes grotescos. Aquel Risitas que fingía reírse (no se reía de verdad, pero lo parecía) de cualquier cosa. El diente solitario de su cuñao. El pobre Pozí, Manuel Reyes Millán, que venía de otro programa parecido y que murió en la más negra miseria (solo al final lo socorrió Javier Cárdenas). La gente, los espectadores, se reía de ellos, no con ellos. Estaban allí para ser ridículos y ellos lo sabían: ese fue su medio de vida, al menos mientras duró. Quintero no fue el único, ni mucho menos, que lanzó a un efímero estrellato a bufones como aquellos. Pero lo hizo. Y nunca fue mayor su popularidad.

Claro que Quintero quizá no habría llegado tan alto sin los guiones que, en unos u otros momentos, le escribían Raúl del Pozo, Javier Rioyo y algunos más. Pero quien catalizaba todo aquello era él

Aquel bohemio, aquel soñador, aquel ser inseguro y contradictorio, aquel irremediable coqueto, aquel inteligentísimo iluso que tenía la terca manía de confiar en quien no debía y eso le arruinó varias veces, ha dejado horas enteras de televisión irrepetible. Yo guardo como oro en paño el libro Quintero y Gala en trece noches (Planeta, 1999):la transcripción de trece entrevistas-espectáculo que Quintero hizo a Antonio Gala, en las que el entrevistado (otro seductor impenitente) ya sabía lo que le iban a preguntar, y contestaba con toda brillantez, y el programa se convertía en puro chisporroteo. Claro que Quintero quizá no habría llegado tan alto sin los guiones que, en unos u otros momentos, le escribían Raúl del Pozo, Javier Rioyo y algunos más. Pero quien catalizaba todo aquello era él. Nadie más podría haberlo hecho, al menos como lo hacía él.

Nunca más habrá otro Jesús Quintero. España ya no es la misma, es mucho más amarga que hace diez, veinte o treinta años. La telebasura nos llega ya por encima de la cintura. Pink Floyd ha sido devastado por la peste del “reguetón”. Y ya no dejan fumar en la tele…

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