Opinión

Puigdemont, el hombre que huele a miedo

El expresidente catalán Carles Puigdemont en una imagen de archivo.
El expresidente catalán Carles Puigdemont en una imagen de archivo EUROPA PRESS

No era la noticia que el prófugo esperaba. El pasado día 5 de julio el Tribunal General de la Unión Europea dio a conocer su sentencia por la que se desestima el recurso interpuesto por Carles Puigdemont, Clara Ponsatí y Toni Comín contra la decisión del Parlamento Europeo de suspender su inmunidad. De nada le sirvieron a Gonzalo Boye, ex colaborador de ETA condenado por la Audiencia Nacional  a 14 años de cárcel por un delito de detención ilegal en el caso del secuestro de Emiliano Revilla reconvertido ahora  en abogado de todo tipo de oscuros personajes, sus habituales argumentos basados  en la presunta persecución política que sufre su defendido. Con tersa prosa jurídica, el tribunal levanta el paraguas a los tres fugados y los deja a merced de que el juez Llarena reactive las euroórdenes y solicite de nuevo a las autoridades europeas que lo detengan y lo devuelvan a España.

“Es verdad que no es la decisión que esperábamos, por la que habíamos trabajado tan duro” decía el ex president, confirmando la sensación general de que no entiende nada de lo que le está pasando


Puede que Llarena lo haga y puede que no, de la misma forma que a Puigdemont le quedan todavía vías judiciales para tratar de revertir el fallo judicial que lo ha sumido en un estado de depresión evidente a juzgar por su expresión en la comparecencia de prensa en la que manifestó su opinión sobre la sentencia. “Es verdad que no es la decisión que esperábamos, por la que habíamos trabajado tan duro” decía el ex president, confirmando la sensación general de que no entiende nada de lo que le está pasando. El considerar que preparar un juicio mientras vive mantenido en la mansión del número 34 de l’avenue de l’Avocat de Waterloo, sin más trabajo que  hablar por teléfono y recibir visitas de señores de pueblo, es mucho considerar. Una tiende a pensar que el único que ha trabajado ahí ha sido Boye, previo pago de sus emolumentos, que no deben ser bajos, y más teniendo en cuenta el pésimo resultado final de sus esfuerzos.

Es como si viviera eternamente en los ocho segundos de la republiqueta que el mismo proclamó y a la que él mismo dio fin


En Cataluña la noticia se acogió con absoluta indiferencia. Salvadas las tibias manifestaciones de apoyo por parte de Aragonès  y de miembros de su propio partido, a nadie le ha importado lo más mínimo el minuto y resultado actual del eterno sainete del fugado. Los seis años de lejanía sin épica pasan factura. Puigdemont, a 22 grados de temperatura en Waterloo, no tiene noción  en sus paseos por las calles silenciosas y adineradas de su barrio el calor que estamos pasando aquí, ni le importan las perspectivas electorales de unos y otros. Es como si viviera eternamente en los ocho segundos de la republiqueta que el mismo proclamó y a la que él mismo dió fin. Como una mosca atrapada en ámbar, no concibe que nadie quiere su regreso, ni los suyos ni los ajenos, por usar esa lógica binaria tan propia de la religión independentista que profesa. Los suyos no quieren su regreso porque les sobra. Por encima de la fidelidad a su figura está la colocación propia, y su presencia podría alterar equilibrios y terminar con carreras políticas que han crecido en su ausencia. Los ajenos, toda esa mayoría social a la que el independentismo ignora, porque no hay peor castigo que el estar autocondenado a un exilio sin fecha de vuelta, viviendo en un limbo permanente, tratando de mantener una relevancia política que se le escurre inexorablemente entre los dedos. Para los que sufrieron durante el procés el miedo y la angustia producida por tantas algaradas independentistas, no hay mejor sensación que el saber que, mientras nosotros seguimos aquí  desarrollando nuestro proyecto vital, el causante del desastre ha interrumpido la andadura normal de su vida para instalarse en la perpetua espera en una ciudad fría y gris de Bélgica. No puedo concebir peor castigo,  ni él, ahora que ya han pasado seis años, tampoco.
Si alguna vez vuelve, Puigdemont comprobará que la Cataluña de ahora no es exactamente la misma que abandonó escondido en el portaequipajes de un coche. Los que entonces tenían 12 años ahora tienen 18 y prácticamente no saben quién es. Los constitucionalistas que le temían ahora sienten por él una mezcla  de hastío, indiferencia  y justo rencor.  Los que compartieron causa y sí pagaron por ello, los que fueron a la cárcel mientras él huía, serán, para siempre, sus enemigos.

La añorada independencia


Poco le queda a Puigdemont más allá de dar la vuelta a la manzana y aprovechar las últimas modificaciones que Elon Musk ha introducido en Twitter para escribir larguísimas soflamas ilegibles y sin el menor apoyo en la realidad. Es un hombre cuya vida política ya ha terminado y que parece también dispuesto a renunciar  a su vida personal. Carece del valor y el arrojo que define al líder y ese miedo que le impide acudir a Estrasburgo por si acaso lo detienen hace que ese pueblo al que pretende pastorear hasta la soñada independencia desvíe la mirada incómodo, se limpie el sudor de este calor tan lejano del verano belga y siga trabajando tratando de olvidar que una vez, hace ya seis años, creyó en él.

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