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Opinión

Se puede ser católico, capitalista y liberal

El Papa Francisco

Soy católico, aunque poco practicante. Rezo mucho, pero hace tiempo que no voy a misa. El párroco que me ha tocado en suerte es un pesado. Sus homilías son insufribles, y cuando aborda los aspectos económicos, ya sea de la vida diaria, o peor, si son más trascendentales, se mantiene fiel a la letanía del Papa Francisco, que ha resultado ser una maldición para los que pensamos que se puede ser liberal, defensor del libre mercado y amante del sistema capitalista al mismo tiempo que ser creyente y conservar la fe en Dios. El Papa Francisco es argentino y ha mamado durante toda la vida el peronismo, que es una de las religiones políticas más perversas de la humanidad, después del comunismo. Criado a los pechos de una instructora marxista, tiene una imagen equivocada, probablemente ignota, de cómo funciona el mercado y, me atrevería a decir, que de la condición del ser humano, inequívocamente determinado a buscar su propio interés, pero al mismo tiempo comprometido con el bienestar y el destino de la comunidad en la que vive, que procura mejorar a través del ejercicio de la filantropía, de la solidaridad y de la caridad cristiana.

De Francisco es el terrible concepto de que el libre mercado ha promovido “la cultura del descarte”, la marginación de los supuestamente despojados de su dignidad por un sistema que, más bien al contrario, ha promovido la inclusión y la integración de millones de personas pobres en el circuito económico en un tiempo récord. El escritor Guy Sorman señalaba recientemente que cuando se fundó hace cincuenta años el Foro de Davos, donde los ricos con cargo de conciencia acuden cada mes de enero a ser escupidos por los ecologistas y el lumpen político y social de todo el mundo con el objetivo de expiar sus pecados, la mitad de los 5.000 millones de habitantes del planeta vivía con menos de un dólar al día, el marcador de referencia establecido entonces por el Banco Mundial. Este año, de 7.000 millones de personas 6.500 millones están por encima de este umbral, y buena parte de ellas muy por delante gracias a los beneficios irrefutables reportados por el capitalismo y la globalización.

Los partidarios del Estado de bienestar, y yo no lo soy -dadas las nocivas consecuencias que ha tenido sobre la mentalidad de los hombres de nuestro tiempo, descargándolos de sus responsabilidades en la suerte de sus semejantes-, pueden tener algo de razón cuando afirman que no todas las necesidades de la sociedad pueden ser satisfechas sólo por el mercado, y todavía lo dudo. El problema es que el sistema de bienestar que proporciona el Estado es presa permanente de la inercia que históricamente afecta a todas las burocracias, que desconoce los problemas genuinos de la gente y que, a la hora de impulsar las soluciones, ya sean presididas por la mejor de las intenciones, a menudo promueve una serie de incentivos perversos que anulan por completo la innata capacidad de progreso y de generación de riqueza de las personas si, en lugar de depender del Gobierno, son puestas a prueba para que den lo mejor de sí mismas.

Es insólito en estos tiempos escuchar a un sacerdote vestido como tal, con su clériman y su crucifijo, hacer una apología desacomplejada de las bondades de la globalización, de la división del trabajo

El lunes de la pasada semana conocí a una persona absolutamente singular. Es el sacerdote Robert Sirico, un americano hijo de inmigrantes italianos y actual presidente del Instituto Acton, una organización señera que se dedica al estudio de la religión, de la libertad y de la economía, preocupaciones que así juntas, como en un cóctel, me parecen demasiado alejadas de mi párroco y del Papa Francisco. El padre Sirico presentaba en Madrid su libro ‘En defensa del libre mercado’, editado por LID, que precisamente es una defensa rotunda de la compatibilidad entre la fe católica y la fe en el mercado que tanto me inspiran. Fue una sesión entrañable porque es insólito en los tiempos que corren escuchar a un sacerdote vestido como tal, con su clériman y su crucifijo pertinente, hacer una apología tan desacomplejada de las bondades de la globalización, de la división del trabajo y de las restricciones siempre convenientes a la acción de gobierno.

Fueron una delicia sus citas de San Juan Pablo II, que junto a Benedicto XVI, ha sido el Papa que mejor ha entendido de lejos las bondades del sistema capitalista -no en vano vivió la mayor parte de su vida bajo un régimen comunista y fue una pieza capital para la caída del Muro de Berlín y la desaparición del imperio soviético-. Entre ellas, aquella en la que señala que el tipo de capitalismo oportuno es aquel que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, así como de la libre creatividad humana en el sector de la economía. Según Sirico, este elogio de la libertad humana, fundamentada en una tradición ética y religiosa, especialmente en el razonamiento de la ley natural, y circunscrita por la ley, es lo mejor que hemos podido escuchar y obtener hasta la fecha. Y este debe ser el argumento moral en favor de una economía libre, no atada por los vestigios del socialismo anacrónico desgraciadamente redivivo en España por mor del Gobierno fantasma del señor Sánchez.

Una economía libre y en competencia abre un gran campo para la prosperidad general, dando trabajo a las personas, ofreciendo bienes y servicios a precios más bajos y fomentando un remanente de riqueza

Las instituciones deben ser construidas para asegurar que las personas tengan medios suficientes para llevar una vida digna. ¿Pero cómo se hace eso? ¿A través de una economía dominada por la esfera política, o por medio de otra en la que los mercados operan relativamente en libertad? ¿De qué parte está usted? El sacerdote Chirico, y yo mismo, lo tiene bastante claro. Una economía libre y en competencia abre un gran campo para la prosperidad general, dando trabajo a las personas, ofreciendo bienes y servicios a precios más bajos y fomentando un remanente de riqueza capaz de asistir a quienes no pueden sobrevivir por sus propios medios, que son bastante menos que los que engordan la nómina creciente de los subsidios públicos a menudo injustificados. En una economía libre de la manipulación política, incluso quienes sólo buscan riqueza exclusivamente saben que solo podrán obtenerla produciendo bienes y servicios que los demás valoren de verdad, satisfaciendo las necesidades de la gente al menor precio y con la mayor calidad posible, dice Chirico con razón.  

Los párrocos son todos bondadosos y están imbuidos de un interés claramente humanitario, pero la mayoría identifica equivocadamente este sentimiento generoso con el socialismo, cuyas consecuencias, cuando se pone en práctica, son siempre nefastas porque sus principios son aviesos, por la desconfianza que este modelo de pensamiento alberga sobre la naturaleza humana. Pero si digo la mayoría es porque hay otros sacerdotes como el padre Chirico, con numerosos seguidores, que están graníticamente convencidos de que se puede ser católico, liberal y estar netamente en favor de la economía de mercado. O sea que puede usted dormir tranquilo. No hace falta que se confiese por este pecado, que en cualquier caso sería venial.

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