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Opinión

A propósito de los másteres regalados

Enrique Álvarez Conde,director del Instituto de Derecho Público.

Dirijo la Cátedra Monarquía parlamentaria en la Universidad Rey Juan Carlos, y como la gran mayoría de los que impartimos docencia en esa universidad, actuamos con corrección, y enseñamos porque tenemos vocación universitaria, que es mucho más que dar clases, calificar y otorgar algo así como una capacitación laboral.

Esta semana, al iniciar la segunda parte del Seminario sobre la “Monarquía parlamentaria y Estado democrático en España, Europa y América”, manifesté a los alumnos, que fueron más de cien, que lo que había sucedido con el Instituto que dirigía el catedrático Álvarez Conde era un hecho grave, y que para el espíritu universitario era más que eso: la venta de títulos y la falsificación de trabajos académicos era la destrucción de los principios originarios de la universidad, como creación singular de Europa.

Pedí al alumnado presente que se comprometiesen a actuar con espíritu universitario, es decir, críticamente, contra tales prácticas corruptas. Les manifesté, además, que yo confiaba en las autoridades de la Universidad para restaurar su crédito y devolver así la confianza en la institución.

Pensé trasladar la Cátedra a otra universidad, pero finalmente decidí ponerla al servicio de la dura tarea de restaurar el prestigio académico y moral de la URJC

También me referí a mi reunión con el Rector, en unos días que pensé trasladar la Cátedra a otra universidad -la Cátedra se financia exclusivamente con dinero privado-, y después de esa reunión -les dije a los alumnos-, estaba dispuesto a que el prestigio que la Cátedra ha adquirido en los tres años de funcionamiento, se pondría al servicio de la dura tarea de restaurar el prestigio académico y moral de la URJC.

Las palabras que dirigí al alumnado sobre esa deplorable situación duraron cuatro minutos, justo después de presentar a la catedrática de Filosofía moral, Amelia Valcárcel, y su ponencia, titulada “He visto caer cinco sólidas monarquías”. Antes de comenzar su exposición -que gustó muchísimo a los alumnos-, la profesora Valcárcel, en un acto de comprometida simpatía con mis palabras, volcó toda su autoridad ética al decir a los estudiantes que para devolver el necesario prestigio a la universidad no vale decir “yo no he sido”, sino reconocer que “está mal, pero no volverá a ocurrir”; y después afirmó: “Está mal pero esto es un aldabonazo en esta Universidad y ha de serlo en todas porque quizá, no quiero pensar mal, pero las malas prácticas no va a ser tan curioso que sólo estén en un único lugar”.

Amelia Valcárcel opinó lo anterior un día antes de que los medios informativos extendiesen malévolas sospechas sobre la tesis doctoral del presidente del Gobierno, añadiendo más malestar e incertidumbre al producido con los casos de Cifuentes, Casado y Montón.

Distanciándome de los casos concretos de esas personalidades políticas -y de la preocupada atención que tenemos que prestar a sus circunstancias, cuando están sucediendo cosas realmente importantes a las que no se dedica la necesaria atención informativa-, una parte de la intervención de Amelia Valcárcel nos ayuda a entender lo que está pasando.

Amelia Valcárcel señaló una característica del actual panorama de nuestra representación política: hay importantes grupos sociales que no quieren participar personalmente en los partidos y en las instituciones parlamentarias. La causa de esa actitud tiene varias explicaciones. Valcárcel, en su reciente libro Ensayos sobre el bien y el mal, detecta que las personas ricas e influyentes buscan “ante todo discreción, una cualidad que antes tenían primordialmente las mujeres y que entonces se llamaba recato”.

Ya sabemos porque no hay en la política grandes empresarios, dirigentes de los trabajadores, escritores famosos, científicos admirados o profesores venerados

Ciertamente, la desagradable vida pública, en España y en la mayoría de las democracias liberales del mundo, ahuyenta de la política a los que pueden perder su prestigio y el aprecio por sí mismo. Entrar en la lucha política lleva casi siempre a la “obscenidad”, término al que Amelia Valcárcel dedica un fascinante capítulo de su libro: “Etimológicamente obsceno es lo que se encuentra fuera de la escena, lo que no debe ser público”, precisa al comienzo de su ensayo.

En la escena política de hoy hay muchas ausencias. Y es lógico, ya que es un riesgo actuar en una escena que exige trasparencia absoluta, en la que se puede exigir que el político se desnude completamente, apareciendo obscenamente, aunque no quiso llegar a ese límite de la publicidad.

¿Por qué no hay en las cámaras parlamentarias grandes empresarios, dirigentes de los trabajadores, escritores famosos, científicos admirados, profesores venerados, en suma, mujeres y hombres que son líderes sociales y morales? La pregunta la he contestado antes, según creo. Y entonces, ¿no se ha transformado la política en un oficio sólo atractivo y posible para jóvenes que no tienen pasado, y a los que un título universitario les confiere, ilusamente, la respetabilidad de los líderes del pasado? Añádase dinero, el diablo corruptor de nuestros días, y tendremos la respuesta completa a nuestro estupor.

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