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Opinión

Las costureras de Pronovias fabrican mascarillas

Una de las costureras de Pronovias, entregada a la costura de mascarillas.

Cuántas desgracias evitarán con hilos y agujas las costureras de Pronovias, que han decidido volcarse en la confección de mascarillas. El velo goyesco convertido en antifaz contra la peste, retazos de vuelos para espantar el contagio, pedacitos del vestido de una novia, ésta o aquella, a la que le ha sido concedida la última oportunidad para escapar de la vicaría. Hay doble justicia en el gesto de las modistas.

El vestido de novia tiene un halo electromagnético, por no decir que electrocuta. Es una bomba a punto de estallar. En él se proyecta la psicosis de una cintura demasiado gruesa, el pecho escaso y, a veces, las pocas ganas. Tiene algo de belleza y mortaja. Su vida es corta y su purgatorio eterno. El vestido de novia amarillea, como las hojas de Miguel Hernández. Es una faja áspera, un alambre de espino que agarrota los músculos camino hacia el altar.

Diestras en la empresa de vestir lo incierto, las costureras envolverán la vida de muchos con las mascarillas que ahora fabrican. Encuentro belleza y contradicción en su afán. Hace décadas, en plena posguerra, cientos de mujeres levantaron a sus familias cosiendo. Hoy, en pleno siglo XXI, continúan, encorvadas sobre la máquina, cosiendo como la Elisa del cuento Christian Andersen, aquella mujer que tejía camisas de ortigas para evitar que sus once hermanos acabaran convertidos en cisnes.

Cosen como la Elisa de Christian Andersen. Tejen camisas de ortigas para que sus hermanos no acaben convertidos en cisnes

Las costureras, las de Pronovias o las cientos de tejedoras que en toda España confeccionan mascarillas, mueven los hilos de las vidas ajenas. Son Las Hilanderas de Velázquez, sueltas en la jungla de este mundo que, dependiendo del día, parece que se acaba. Mi amiga Concha ha confeccionado mascarillas para todos los ancianos de su edificio. Y como ella, un ejército de costureras resucita el mito de Aracné, aquella joven y virtuosa tejedora a la que Atenea castigó convirtiéndola en araña.

Colgarán los vestidos en las perchas, listos para bodas que no habrán de celebrarse. Empujadas por la arena del reloj, las costureras seguirán a lo suyo, enhebrando el hilo del que tiraremos para salir de una vez por todas de este encierro que suma ya trece días. Acumulamos costurones y cicatrices, pero al menos tendremos con qué taparnos la boca.

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