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Opinión

¿Por cuánto vendemos nuestra privacidad?

Usuario con un ordenador portátil

En una era de cambio tecnológico como la actual no son escasas las voces de alarma sobre la exposición de la privacidad que supone el uso y abuso de los dispositivos conectados a la red. Recientes noticias, como que la nueva Ley Orgánica de Protección de Datos (LOPD) permitiría a los partidos políticos enviar propaganda electoral a través de dispositivos electrónicos, aunque en principio no “perfilarnos”, ha puesto en alarma a los ciudadanos recelosos de que su intimidad y privacidad (política) quede expuesta. La sensación, para muchos, es que esta y otras posibilidades, al abrigo de este cambio tecnológico, serían ejemplos de un amplio abanico de escenarios para los cuales, algunos, harían palidecer al mismísimo Orwell.

Sin embargo, debemos entender que el gran leviatán tecnológico, sobre el que muchos advierten, ya está entre nosotros y no necesariamente vinculado a entes públicos. Nuestra intimidad genera valor desde hace mucho tiempo, siendo objeto de un interés lucrativo al que muchos parecen no prestarle suficiente atención. En el instante en el que aceptamos los términos de acceso a una web, del uso de una aplicación o cuando activamos una tarjeta de fidelización, estamos permitiendo a otros conocer nuestras costumbres, nuestros gustos e incluso parte de nuestras intimidades. Y todo parece que lo hacemos sin preocupación. Por el contrario, cuando sabemos de modo cierto que alguien puede hacer uso de esta información, como es el caso del ejemplo mencionado, sí se genera un claro rechazo. Parece que nuestra preocupación, y el valor que damos, por nuestra privacidad está condicionada a la situación y a si percibimos o no el riesgo que supone quedar expuestos. Dada esta aparente asimetría, ¿podemos saber si realmente valoramos suficientemente nuestra privacidad o, como parece, solo le damos el valor que merece cuando esta se pueda ver amenazada conscientemente?

Un argumento economicista de base diría que valoramos nuestra privacidad en los términos acordados por las transacciones en las que son objeto. Por ejemplo, la empresa que busca nuestra fidelidad (y nuestra información) la conseguirá por unos pocos euros de descuento en la siguiente compra. La aplicación de mensajería valorará nuestra información en la disposición gratuita de la misma. En general, el precio al que “vendemos voluntariamente” nuestra información es relativamente bajo según la visión economicista de la operación. Sin embargo, no parece que esto sea tan obvio.

En general, el precio al que ‘vendemos’ voluntariamente nuestra información es relativamente bajo, según la visión economicista de la operación

Para comenzar, no se debe perder de vista una cuestión relevante. Hablar de voluntariedad en la cesión de datos es aventurarse mucho. No toda la información obtenida a través de las redes sociales, webs, registros, tarjetas de fidelización o de los aparatos conectados puede considerarse como cedida “voluntariamente”.

Para relativizar esa “voluntariedad” debemos comprender qué son las llamadas economías de redes y su conjunción con ciertos factores psicológicos. Las externalidades generadas por las economías de red son lo suficientemente potentes como para “obligar” a un grupo no pequeño de individuos a desarrollar un comportamiento. La economía de red implica que cuantos más usuarios se congreguen a los lados de las diversas aplicaciones, webs o plataformas, mayor beneficio (no económico) se obtiene por participar. La probabilidad de encontrar lo que se busca aumenta, así como la de conocer a perfiles afines. El premio, o remuneración por sensaciones, a la pertenencia al “grupo” llegaría en modo de experiencias aleatorias (como el “me gusta” de Facebook), lo que podría crear cierta adicción como ya han encontrado algunos trabajos. Este deseo de pertenencia, y la adicción que puede conllevar, genera así economías de aglomeración. Por ejemplo, algunos experimentos asimilan la gratificación de un me gusta o un “retweet” a la sensación de obtener un premio en una máquina tragaperras. Es por ello por lo que acudimos a las redes sociales o a aplicaciones de mensajerías instantáneas cada dos minutos a la búsqueda de esa gratificación.

La privacidad como mercancía

Ese poder de convocatoria, que es mayor cuantos más nos congreguemos alrededor de estas plataformas, tiene importantes consecuencias económicas. La más relevante es la capacidad de algunas plataformas o aplicaciones de generar barreras de entrada, creando poder de mercado. Este poder de mercado, en consecuencia, implica la capacidad de “imponer” condiciones de acceso o uso: o estás dentro “aceptando” o estás fuera. Por lo tanto, el argumento de que se valora poco la privacidad, pues aceptamos libremente la cesión de datos privados a la hora de acceder a estos medios de comunicación, es muy relativa.

Pero este no es el único razonamiento que trata de derribar la idea de que la privacidad se valora escasamente. No pocos economistas, psicólogos o filósofos consideran que el valor que los consumidores en particular y de los ciudadanos en general dan a la privacidad depende del contexto. Es muy complejo advertir cuánto vale para cualquiera de nosotros la violación de nuestra intimidad salvo que se puedan fijar otros factores que definan el contexto en la cual dicha violación se ha realizado. En este caso, las preferencias de los individuos están condicionadas a ciertos factores, muchos no observables, que son por ello muy difíciles de definir, lo que impide conocer exactamente si, en realidad, cuando aceptamos la cesión de datos son realmente unas determinadas preferencias las que están siendo reveladas.

Por ejemplo, en un experimento, Alessandro Acquisti, Leslie K. John, y George Loewenstein tratan de analizar si realmente es posible obtener una medición del valor que los individuos tienen sobre su privacidad. Lo que encuentran es que este valor no solo depende de su dotación inicial de privacidad -si parten de una elevada privacidad o si, por el contrario, no disponen de inicio de ella-, sino además de las alternativas que se les ofrecen. Concretamente, encuentran que aquellos que consideran que sus datos están poco protegidos tienen una menor probabilidad de pagar por obtener una mayor protección. Por el contrario, cuando la información se cree bien protegida, en este caso son más tendentes a pedir más dinero a cambio de debilitar el sistema de protección de sus datos. También, se podría explicar por qué al conocerse la posibilidad de acceso de entes ajenos a nuestra información, como pueden ser los partidos, la reacción será mayor que cuando la propia empresa que aprovecha esta información lo lleve haciendo desde el principio.

¿Realmente valoramos nuestra privacidad o, como parece, solo lo hacemos cuando intuimos que esta puede verse amenazada?

Esta relatividad derivada del contexto hace que sea muy complejo valorar económicamente la privacidad, o al menos, de conocer el precio al que los consumidores estarían dispuestos a ceder su información o al pago que harían porque esta no se conociera. La falta de “mercados” donde la privacidad de la información fuera la mercancía impide “monetizar” estas decisiones, y por ello ponerles precio. 

Esto implica que los consumidores tendrán dificultad en poder valorar adecuadamente su privacidad. Sus preferencias reveladas no están basadas más que en el simple contexto en el que su conocimiento sobre la salvaguarda de su privacidad esté fijado. Por lo tanto, es complicado afirmar que el simple hecho de aceptar el uso de una tarjeta de puntos, el de una aplicación de correos electrónicos o el dar nuestra cuenta de Facebook para acceder a una nueva aplicación, esté revelando la falta de valor que los consumidores demuestran por su privacidad.

Toda esta reflexión no solo es interesante para tratar de comprender la asimetría del comportamiento. También para debates futuros sobre el derecho de acceso de entes públicos o privados a nuestra privacidad o, quién sabe, para exigir a las grandes plataformas el pago monetario por el uso de nuestros datos.

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