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Opinión

Los premiados

Los premiados

Salgo muy poco de casa, incluso ahora que ya medio se puede, pero hace unos días me enfundé la mascarilla y me fui a la puerta de mi hospital para estar con los sanitarios. No éramos demasiados: apenas unos cientos de personas, no creo que llegásemos al medio millar. En cualquier caso, nuestra reunión estaba muy lejos de los ¡cientos de millones! de fogueteiros (palabra portuguesa; búsquenla, no lo voy a hacer yo todo) que reúne la renovada Guardia de Franco cada vez que les da por bajar a la calle a lucir los loewes, siempre “según datos de los organizadores” y de sus juventudes tuiterianas, como las llama mi admirado Vicente Fernández de Bobadilla.

No se trataba esencialmente de aplaudir, aunque aplaudimos. Tampoco se pretendía celebrar nada, aunque ganas no nos faltaban. Lo que los sanitarios querían, y nosotros con ellos, era decir dos cosas. Primera, que esto que nos ha pasado habría sido seguramente más leve con más recursos, más personal, más organización, menos titubeos, menos ingenuidad a la hora de comprar cosas a gente muy poco recomendable y más claridad de juicio. Y segunda, y más importante: uno de los mayores tesoros que tiene nuestra nación, si no el mayor, es su sanidad pública. Hay que defenderla con uñas y dientes, porque esto que nos ha pasado nos puede volver a pasar y a ver qué haríamos con un sistema sanitario como el que pretenden nuestros codiciosos trumpitos: todavía me acuerdo de Esperanza Aguirre inaugurando hospitales de quita y pon, como decorados de zarzuela que se montaban y se desmontaban en un santiamén.

Si nuestra sanidad pública se privatiza, se vende, se malbarata o se pervierte para que se forren los de siempre, como pretenden –taimada, calladamente– los trumpitos, la próxima vez es como mínimo posible que nos caiga una catástrofe aún más terrorífica. En Estados Unidos se acercan, día tras día, a la cifra de muertos que sufrió el país en la primera guerra mundial, que se dice pronto: 116.000. Ese Trump, que últimamente enarbola mucho la Biblia pero no la abre, debería decir lo que dijo Cristo en el evangelio de Mateo: “Aprended de mí”. Aunque sea para aprender lo que no hay que hacer.

Pero aquella tarde, ante la entrada del hospital, no podíamos siquiera imaginar lo que sucedió en la mañana del miércoles. El jurado del premio Princesa de Asturias de la Concordia, que preside el médico Luis Fernández Vega, ha concedido el galardón, por unanimidad, a los sanitarios que se han batido el cobre (y lo siguen haciendo) en primera línea contra la pandemia. A todos ellos.

Falta absoluta de material

Este premio se lo han llevado en los últimos 34 años, entre muchos más, Stephen Hawking, Adolfo Suárez, Gesto por la Paz, Unicef, Médicos del Mundo, Mstislav Rostropovich, Daniel Barenboim, Cáritas, la ONCE o los trabajadores de la central nuclear de Fukushima, en una lista tan gloriosa como larga. Pero estoy convencido de que jamás se ha dado a nadie con el aplauso tan inmensamente mayoritario de la ciudadanía española. Nunca. El premio conlleva una dotación económica de 50.000 euros, así que tocarán a poco porque son una verdadera legión de héroes –no se me ocurre otra palabra más precisa– que llevan peleando desde hace meses para salvarnos la vida a los demás. Contra viento y marea. Con escasez o absoluta falta del material indispensable. Fabricándose ellos mismos mascarillas o trajes “de astronauta” con bolsas de basura. Doblando turnos. Yendo a echar una mano después de la jubilación. Pasándolo fatal, porque hubo semanas, como las de mediados de abril, en que la gente se les moría a chorros entre las manos. Llorando por los rincones. Eso lo he visto yo.

Y esto sobre todo: jugándose la vida, porque a fecha de hoy pasan de 51.000 los sanitarios que pillaron el putovirus mientras trataban de salvar a los que llegaban al hospital con él pegado a las manos, a la ropa, al miedo.

Un médico castellano, tímido, callado, siempre sonriente, y que hace cosa de un mes nos hizo saber, como la cosa más natural del mundo, que había pillado el bicho (en el hospital, naturalmente)

Así que estamos de celebración. Han premiado a mi cuñada Mónica, enfermera en el hospital de León y esposa de mi hermano pequeño Álvaro. Esta moza menudita lleva dejándose la piel como una fiera con los enfermos desde el primer día; nos mantiene al tanto (ahora la familia se ve por Skype o cosa que lo valga) de lo que hay que hacer y de lo que no, de las precauciones que hay que tomar y de las mentiras que cuentan los inventores profesionales de patrañas y los que quieren que estemos cabreados. Y lo más difícil que hace nuestra Moni: sonreír, aguantar el tipo, el estrés y las ganas de vocear que sin la menor duda le dan, porque sabe que el estado de ánimo es fundamental tanto para los enfermos como para quienes temen llegar a estarlo. Y hay que ver qué bien se le da y cómo se traga lo que le pasa, la procesión que sin duda va por dentro.

Han premiado a mi hermano Alfonso (vamos a llamarle así), que no es de mi familia de sangre pero me da igual porque es mi hermano del alma: un médico castellano, tímido, callado, siempre sonriente, que nunca da un ruido ni una voz, y que hace cosa de un mes nos hizo saber, como la cosa más natural del mundo, que había pillado el bicho (en el hospital, naturalmente) y que estaba, como dicen en mi tierra, “entrejodido”, pero que no nos preocupásemos porque otros estaban peor. Tardó un poco y lo pasó mal, pero salió con bien del lance y no va a haber piscina lo bastante grande para que quepa el champán que pensamos derramar en cuanto podamos celebrarlo con él. No le va a quedar hueso sano con tanto abrazo fratenal como le espera.

Trajes de astronauta

Han premiado a mi hermana Anita, médico también, vasca ella, que nos ha hecho reír veinte veces con los selfis que nos hacía llegar desde el hospital en que trabaja (casi podría decirse que vive allí): ella y sus compañeros haciendo el indio con las mascarillas y los “trajes de astronauta” y con la voluntad indomable de vencer a la plaga, que es lo que están terminando de conseguir. Han premiado a mi hermano Ramón, de Sevilla, y a Ferran, de Tarragona, y a tantos y tantos más… No sé, ¡nunca había conocido, así, de golpe, a tantos destinatarios de un premio como este, en cuya primera edición (la de 1981) participé yo mismo, escondido en el coro! Es como si hubiese caído la lotería en el barrio, o en la familia, o en el taller…

Y lo más importante de todo. A los señores del Congreso de los Diputados que, miércoles tras miércoles, siguen montando allí su numerito para la televisión, su personal Venganza de Don Mendo sin maldita la gracia y sin la más mínima utilidad, con sus grititos y sus insultos y sus putaditas y sus chalaneos y sus patéticas bravuconadas de papel pintado, un mensaje muy claro: no sois importantes. No servís para nada ni servís a nadie. Sobráis. Estáis de más en esta celebración, como lo habéis estado en esta tragedia que ya parece terminar. Vivís en un mundo aparte que solo os importa a vosotros, entretenidos con vuestros cálculos y vuestros sondeos y vuestros aspavientos y vuestras estrategias de pacotilla.

Han padecido vuestra incuria, vuestras mentiras, vuestra inaudita falta de respeto y de empatía, vuestra despreocupación por cualquier cosa que no fueseis vosotros mismos

Lo que deberíais hacer ahora (pero no lo haréis, seguro), por primera vez en vuestra repajolera vida, es callaros. Porque los importantes, mil veces más importantes que vosotros, panda de gandules, son los premiados: Mónica, Alfonso, Ferran, Ana, Ramón y los miles y miles de profesionales de la sanidad pública que sí nos han sido útiles a todos, que sí nos han ayudado, que sí se han preocupado por lo que nos pasaba en vez de tratar de envenenarnos la sangre; que han padecido vuestra incuria, vuestras mentiras, vuestra inaudita falta de respeto y de empatía, vuestra despreocupación por cualquier cosa que no fueseis vosotros mismos, vuestra vergonzosa mala fe.

Hoy estamos todos (bueno, casi todos) felices y exultantes porque se ha reconocido pública y sonoramente el heroísmo de los buenos, de los muy buenos, de los mejores. A vosotros, amargados encizañadores, hoy no os mira nadie. Nuestra alegría es mil veces más fuerte y numerosa que vuestro veneno. Así que quitaos de ahí, coño, que estáis estorbando.

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