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Opinión

Embriaguez de populismo

Santiago Abascal, durante un mitin de Vox.

“La realidad es que en cada elección el voto populista aumenta inexorablemente (...) El populismo no es una subida de fiebre irracional, sino la expresión política de un proceso económico, social y cultural de fondo”

(Christophe Guilluy, ‘No society. La fin de la classe moyenne occidental’, Flammarion, París, 2018, p. 41 y 176) 

En las recientes elecciones andaluzas, el 27 por ciento votó a formaciones marcadamente populistas (Adelante Andalucía y Podemos). Pero no fueron las únicas expresiones del fenómeno: los demás partidos políticos hicieron también una campaña de claros tintes populistas (andaluces, en el caso del PSOE; españoles, frente al independentismo catalán, por lo que afecta al PP y C’s). Todo apunta a que el voto populista en su conjunto crecerá en las próximas elecciones. Pero ahí no termina el populismo. Partidos nacionalistas o ultranacionalistas lo practican también sin ambages.

El largo proceso electoral ya iniciado sigue, aparentemente, centrado en la lucha de bloques o de frentes (derecha/izquierda, con sus respectivos extremos). Sin embargo, los movimientos tectónicos de fondo van por otros derroteros. En efecto, la eclosión en 2014-2015 de la fuerza política Podemos (y de sus confluencias) fue fruto, sin duda, de factores endógenos, pero también de los duros efectos que la crisis financiera internacional produjo sobre una economía tan vulnerable como la española. A partir de 2008, aunque ya hay precedentes claros de deslocalización y de desertización del tejido industrial muy anteriores, comienza a tomar cuerpo de forma creciente  la destrucción (al parecer, ya imparable) de la clase media.

En nuestro caso, el populismo de izquierda/extrema izquierda parece que está menguando, y surge con fuerza el populismo del polo contrario. ¿Qué ha pasado para que esto suceda? Las explicaciones ideológicas no parecen muy convincentes (¿por qué emergen “de la nada” expresiones tan radicalizadas como Vox?), tampoco lo aclara todo (aunque sí parte) la larga tensión independentista catalana y el odio-supremacía que destila (por mucho que ahora se maquille, por razones obvias del guión) hacia todo lo que huela a español. Hay mar de fondo.

En nuestro caso, el populismo de izquierda parece que está menguando, y surge con fuerza el populismo del polo contrario. ¿Qué ha pasado para que esto suceda?

En las democracias europeas se pueden encontrar, tal vez, algunas claves que ayuden a explicar esa explosión de populismo que invade la política española. Una interpretación muy sugerente (aunque no exenta de carga polémica y centrada en buena medida en el caso francés) nos la da el reciente libro del ensayista y geógrafo citado al inicio de este artículo. Según este autor, la globalización y el neoliberalismo han terminado por producir una honda fractura social (en la que la desigualdad, no solo económica, es su manifestación más evidente). El populismo arraiga allí donde la sociedad o su anterior armonía se destruye, pues es resultado fundamentalmente de una expresión “periférica” alejada de donde reside realmente el poder (“en los de arriba”). ¿Pero quiénes son ahora “los de arriba”?

En verdad, no son solo los ricos (1 por ciento), sino que vienen a ser un 25 por ciento de la población, porcentaje que representa a las clases dominantes y superiores (empresarios, medios de comunicación, profesionales, académicos), capas localizadas principalmente en ámbitos territoriales que se bunkerizan (mediante un previo proceso de gentrificación) en “ciudadelas” de entornos metropolitanos, en las que se concentran la riqueza y el desarrollo económico, pero especialmente retienen los resortes del poder frente a la desertización del resto del espacio geográfico (ciudades interiores y medio rural, así como el destierro hacia la periferia metropolitana de personas antes procedentes de las clases medias), lugares donde residen los de abajo. Aquella nueva clase social (los de arriba), rediseñada y reforzada con la globalización, se ha inclinado descaradamente –a ojos de este ensayista- por la secesión y por la creación de una fractura social de amplio calado. A ella no le interesa un ápice lo que pasa abajo. Lo desprecia. A los que están arriba los ruidos de abajo no les llegan a su espacio insonorizado, dado su virtual aislamiento físico y social.  Solo les dan lecciones de cómo deben comportarse. En efecto, los problemas que afectan a los de abajo les interesan poco o nada, pues se trata de clases populares (o antes medias) empobrecidas o precarizadas, donde “conviven” (por llamarle de algún modo) con una creciente inmigración de variada procedencia y culturas muy distintas.

'Cordones sanitarios' y desconfianza

La fractura, sin embargo, no procede tanto de las diferencias económicas como de la destrucción de los valores comunes sobre los que se asentaban las sociedades occidentales. La nueva estructuración social se sustenta especialmente en el nivel de integración social y cultural; inexistente en la parte alta y promovida con dificultades en el nivel bajo. Así, los de arriba ridiculizan la percepción del mundo de los de abajo (tachándola a veces, según los cánones dominantes, de racista, xenófoba, machista o fascista), que muchas veces se manifiesta a través de los que Guilluy denomina como “antifascismo de opereta” (algo que rearma a los de abajo; y ese rearme se expresa a través del voto de castigo, que incluso se transforma en orgullo de pertenencia). Pero, los sesudos y sofisticados mensajes de los de arriba no llegan ni permean la concepción de los de abajo. Estos no leen las columnas de opinión de los diarios digitales o de papel ni menos aún escuchan las voces políticas o de “los expertos”: pues ambos mundos están incomunicados (las redes sociales son un buen testimonio de ello). 

Aunque el problema es más complejo: el mundo de los de abajo es muy variopinto. Y, algunas capas medias, a pesar de su inevitable descenso a los infiernos, se convierten -como bien ha expuesto Esteban Hernández- “en resistentes a las necesarias transformaciones” o “de defensa de lo adquirido” (El tiempo pervertido, 2018, p. 144). Cabe preguntarse: ¿Por cuánto tiempo? La tendencia del poder dominante tiende a no dar visibilidad a  los de abajo -que gusten menos o más- su número es creciente en todas las sociedades occidentales. Los “cordones sanitarios” retroalimentan su causa y, sobre todo, su rencor y desconfianza. La conclusión del autor francés es muy clara: “Dos mundos cada vez más herméticos social y culturalmente han emergido. Y así no se hace sociedad”. Margaret Thatcher renace de sus cenizas: “There is no ‘society’”. Palabras proféticas.  Particularmente relevantes son, en lo que afecta a la destrucción del capital social y político, las páginas dedicadas por el autor al fenómeno independentista catalán, que encuadra como una reacción de las regiones ricas a la crisis económica y al hundimiento de las clases medias en España.

'Los de abajo' no leen las columnas de opinión ni escuchan a los 'expertos'. Son mundos incomunicados; las redes sociales son un buen testimonio de ello

Detrás del fenómeno populista también se encuentra, por tanto, el fenómeno geográfico y demográfico (“el miedo de convertirse en minoritario”). Se palpa “el riesgo de una paranoia colectiva que caracteriza a los países occidentales”, una tendencia al debate histérico y a la correlativa parálisis de los poderes públicos. El ensayista galo concluye reivindicando la existencia de un soft power de las clases populares que presionará cada vez más a los de arriba (pues los de abajo serán cada vez más numerosos, incorporando gradualmente en el escalón inferior más temprano que tarde a la práctica totalidad de los pensionistas y a buena parte de los funcionarios). Aunque ese soft power a veces se endurece en sus manifestaciones (“chalecos amarillos”). Este ataque hacia los protegidos (el desmantelamiento “discreto” del Estado providencia) por parte de los de arriba lo tilda de suicida; pues las clases dominantes no tendrán otra opción que volver a reintegrarse en la sociedad o estarán llamadas a desaparecer. Negro e incierto futuro.  Caldo de cultivo del populismo. 

Las lecciones que se pueden extraer de tal diagnóstico aplicables a la situación española actual, se pueden resumir en seis puntos: 1) Las expresiones populistas en su conjunto crecerán en presencia y votos; 2) El populismo ha venido para quedarse; 3) Al igual que en Francia y en otros países, el populismo tiene expresiones geográficas (localización) muy evidentes; 4) Las fuerzas políticas no populistas también han terminado comprando mercancía electoral populista, incluso por quien ejerce la acción de Gobierno, a través, por ejemplo, del indecente manoseo de instrumentos normativos (decretos-leyes) propios del populismo (cuando no del autoritarismo) más rancio; 5) Los partidos (o líderes) populistas no crean el fenómeno (aunque lo pueden multiplicar), sino que los síntomas ya existían y ellos recogen hábilmente sus frutos; y 6) Como han expuesto C. Mudde y C. Rovira Kaltwasser, “el populismo es la (mala) conciencia de la democracia liberal”, que ofrece una respuesta democrática iliberal al propio sistema en el cual actúa: “El populismo siempre propone soluciones simples a problemas complejos, y el antipopulismo hace lo mismo” (Populismo, 2019, pp. 186-188). Y ahí reside el error. Lo cierto es que, por si alguien aún no lo se lo creía, el populismo ya está con nosotros. Estamos, en efecto, en plena borrachera de populismo. Y que tendrá, a no dudarlo, larga y dura resaca. Cabe, en fin, recordar que “quien siembra vientos, recoge tempestades”.   

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