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Opinión

Política contra la lógica

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias.

El venerable presidente Tarradellas, al que una guerra civil, una larga dictadura y un interminable exilio transformaron de joven revolucionario en un sabio anciano, solía decir que en política se puede hacer todo salvo el ridículo. Tenía razón, pero olvidaba que hay otro límite igualmente infranqueable para el gobierno de la res pública, y no es ni la moral ni el sentido común ni la realidad económica ni siquiera la naturaleza humana, porque la URSS, sin ir más lejos, duró siete décadas. En efecto, se puede ejercer el poder de forma corrupta, insensata, ruinosa y aberrante y los que lo sufren aguantarlo durante muchos años por temor, cobardía, indolencia u obnubilación, pero lo que es imposible no sólo en política, sino en la vida en general, es actuar contra la lógica. La desnuda y aséptica inevitabilidad de sus reglas no admite escapatoria. Esa es la razón por la que Pedro Sánchez ha fracasado en su investidura.

No hay manera de gobernar una nación con aquellos cuyo propósito explícito, contumaz y demostrado, es destruirla. Esa contradicción es insalvable

El intento del apolíneo líder del PSOE era imposible de materializar por un motivo evidente: no hay manera de gobernar una nación con aquellos cuyo propósito explícito, contumaz y demostrado, es destruirla. Esa contradicción es insalvable y no hay habilidad, engaño o estratagema capaz de orillarla. Jordi Pujol, el mayor ladrón de España -con permiso del duque de Lerma-, acuñó un término muy revelador de su taimado carácter, el “gradualismo”, estrategia astuciosa que consiste en perseguir un objetivo perverso, en su caso la liquidación de España, mediante una serie paciente y prolongada de pequeños pasos, procurando que cada uno de ellos  aparezca como asumible o incluso inocuo, hasta que su conjunto tenga un efecto devastador cuando la víctima ya ha entregado tanto que su debilidad no le permita reaccionar.

Primero se consigue el 15% del IRPF, después el 30, más adelante el 50 y así sucesivamente. Un día se transfieren las prisiones, otro el tráfico en las carreteras, otro las infraestructuras administrativas y logísticas de la Justicia, otro las políticas activas del INEM, otro el IVA minorista, hasta que el Estado desaparece de Cataluña teniendo en cuenta, obviamente, que la educación, la sanidad, la televisión pública y la capacidad de regar la sociedad con subvenciones estaban en manos nacionalistas desde la misma Transición. El tremendo fallo de los golpistas, que demuestra que el fanatismo va indefectiblemente ligado a la estupidez, fue precipitarse, interrumpir brusca y traumáticamente el lento y continuo vaciado de todo lo relacionado con lo común español para sustituirlo por lo particular catalán, lanzándose al asalto final sin advertir que el cuerpo a rematar, aunque casi exánime, guardaba aún suficiente energía para que el Rey con su fuerza simbólica y su palabra alertase a la ciudadanía y el juez Marchena con su toga los metiese entre rejas. Debido a su ansia incontrolada de culminar con un arreón definitivo la faena larga y sutil del pujolismo, no hay hoy un solo español que no sepa que existe un enemigo interior de índole mortal y que Pedro Sánchez ha jugado con la idea de entregarle nuestro viejo solar para que lo despedace.

El artefacto que Sánchez ha querido infructuosamente poner en pie habría sido algo peor que monstruoso; habría sido la conversión de la Moncloa en un manicomio

En cuanto a Podemos, ese fósil ideológico viviente que no cree ni en la economía de mercado, ni en la unidad nacional ni en la democracia representativa ni en los valores de la sociedad abierta, la posibilidad de darle entrada en el gobierno de un Estado Miembro de la Unión Europea y de la OTAN no es que sea por supuesto un disparate político, sino que cruza también la línea roja que separa la cordura de la insania. No cuesta demasiado imaginar lo que sería afrontar la sentencia previsiblemente condenatoria a los reos de la rebelión del 1-O con Irene Montero, Pablo Echenique y algún otro ejemplar de su especie sentados en el Consejo de Ministros.

Sánchez se metió a partir de la moción de censura faústica, apoyada por todo íncubo y súcubo que corretea por el Congreso, en un callejón sin salida del que sólo escapará yendo a unas nuevas elecciones o retirándose a la esfera privada para macerar su penitencia por haber estado dispuesto a traicionar a su país. Se ha hablado mucho del Gobierno Frankenstein, pero el artefacto que el doctor ficticio ha querido infructuosamente poner en pie habría sido algo peor que monstruoso, habría sido la conversión de la Moncloa en un manicomio.

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