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Opinión

La peste

Varios trabajadores sanitarios se preparan para recoger a pacientes con síntomas de posible coronavirus en Génova (Italia)

La segunda gran novela de Albert Camus -la primera fue El extranjero- se publicó hace ahora setenta y tres años. Yo la leí siendo muy joven y me causó, como el resto de la obra del malogrado escritor francés, una imborrable impresión. La impotencia del hombre ante su destino mortal es una constante en los libros de Camus, tanto en su teatro como en sus ensayos o en sus relatos de ficción y su evocación suena con fuerza en estos días impregnados de incertidumbre y teñidos de pánico. La pandemia que el mundo afronta desde hace unas semanas y que se prolongará seguramente durante algunos meses lleva inevitablemente hacia el recuerdo de las páginas desgarradas de la narración de la epidemia que sufre Orán, una ciudad sometida al aislamiento, a la angustia y a la desesperación.

El momento en que el protagonista descubre una rata muerta en el rellano de su escalera equivale a la detección del primer infectado por el Covid-19 en la ciudad china de Wuhan. Al igual que en la actual crisis sanitaria, en la novela la reacción inicial de las autoridades es el ocultamiento con el pretexto de evitar que se desate el caos, pero con la motivación real de librarse del problema en la vana esperanza de que sea una falsa alarma. Cuando los cadáveres de roedores en las calles se multiplican y empiezan los casos de infección entre la población, es imposible ignorar la terrible realidad y Orán se cierra al exterior y se queda sola con su tragedia.

La globalización hace del conjunto del planeta un potencial y enorme Orán camusiano porque hemos construido una civilización en la que la libre circulación de personas, mercancías, información y capitales es la base de nuestra vida. Todos los días centenares de millones de individuos, miles de millones de toneladas de bienes de todo tipo, un volumen incalculable de Gigabits y billones de dólares se trasladan de un país a otro, de un continente a otro, saltando por encima de ríos, cordilleras y océanos en un flujo frenético que transporta todo lo imaginable, también virus mortales por desgracia. Este fenómeno, que multiplica a la vez la riqueza y las amenazas, es prácticamente imparable y su desaparición nos llevaría siglos atrás y nos condenaría a la pobreza y a la barbarie. Esta mundialización posee tal inercia que ha sido imposible aislar el foco de la infección porque cuando éste ha sido localizado e identificado el patógeno ya había volado a distintos puntos de la tierra y su extensión era ya incontenible. Ahora sólo nos queda resistir el miedo, tomar las debidas precauciones y ayudar a las personas que en nuestro entorno vecinal, social o familiar sean sujetos de riesgo en la medida que las restricciones a la movilidad impuestas por las autoridades les creen problemas de abastecimiento o de soledad.

Las sociedades occidentales prósperas no están psicológica y anímicamente preparadas para el sufrimiento, la escasez o la abnegación. Yo nací en 1945 y no he conocido en España desde entonces ni una guerra ni una revolución ni una catástrofe natural de grandes dimensiones que me haya exigido a mí o a mis amigos y allegados un esfuerzo realmente intenso para sobrellevar hambre, destrucción, desamparo o cierre del horizonte vital. Esta crisis sanitaria y sus devastadores efectos económicos constituyen la primera ocasión a lo largo de mi ya dilatada existencia que experimento un verdadero temor a perder muchas cosas que siempre hemos dado por seguras.

No hay vacunas

Hace ya semanas que la gente contempla acongojada como sus ahorros se pueden volatilizar, sus mayores morir aniquilados por una patología para la que no hay vacuna ni tratamiento, su puesto de trabajo desaparecer o su empresa verse abocada a la insolvencia. Hemos vivido en un clima de hedonismo egoísta, de relativismo moral y de endeblez intelectual que nos ha debilitado y carecemos de la fortaleza de carácter y de convicciones necesaria para afrontar lo que se nos viene encima. Cuando los afectados por la pandemia habían empezado a copar los servicios hospitalarios en algunas ciudades españolas, el Gobierno se mantenía impávido, los partidos políticos seguían celebrando actos multitudinarios y los movimientos feministas llenado irresponsablemente calles y plazas de multitudes alborozadamente airadas mientras un letal microorganismo procedente de lejanas tierras asiáticas se propagaba insidioso entre creativas pancartas y fervorosos eslóganes.

Es pronto para saber cuánto durará este azote y cuál será el grado de desolación que nos ofrezca el paisaje tras la batalla, pero sin duda los que lo habiten en las democracias avanzadas no serán los mismos que lo vieron aproximarse incrédulos. Habrán conocido por fin el color y el sonido del apocalipsis al igual que sus bisabuelos y abuelos lo padecieron en la primera mitad del siglo pasado y emergerán de sus escombros, como ellos entones, más lúcidos, más vigorosos, más sabios y más generosos, aunque, eso sí, habiendo pagado, como ellos pagaron, un precio tan considerable como sus errores.

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