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Opinión

El Estado y el pescador de caña

El Estado y el pescador de caña

Esta es la historia de un pescador de caña convertido en víctima del Estado, eso que en términos militares se denomina eufemísticamente “daños colaterales” y que no tiene expresión para la clase de tropa a menos de llamarlo “error casual”, “incompetencia policial” o “prepotencia judicial”. Lo del nombre es lo de menos, una prueba más de que las palabras no sirven más que para enmascarar la realidad, y en verdad que el asunto mide la sociedad en la que vivimos. El individuo está indefenso ante la prepotencia de los poderes de la Justicia, de la Policía y de las Mafias.

Es como un guion de película que no rodará nadie porque apenas si ha tenido eco en los medios de comunicación. Demasiado sencillo para un público ansioso de historias rocambolescas; y además se trata de un individuo sin partido, ni sociedad, ni grupo de presión que le rescate. Un autónomo que es esa nueva clase donde cabe todo y de donde surge cada vez con mayor abundancia el proletariado del siglo XXI.

Un autónomo, Tomás Martínez, cuarentón, casado, dos hijas, tendría que habérselo pensado muy bien antes de irse a pescar el domingo 10 de febrero de 2010. La noche cerrada en la playa malagueña de Cabopino y con mal cielo es el mejor momento para poner sus dos cañas en la arena y esperar que piquen. Cayeron dos besuguitos tan pequeños que los volvió a echar al mar. Luego le vino “la del pulpo”, que es como dicen ahora cuando estás metido en un gran lío. Aparentemente no había nadie en la playa, sólo él sentado en la silla plegable esperando la fortuna.

‘¿El pescador es tuyo?’, dice un capo. ‘No, mío no’, responde el otro. ‘Pues si no es tuyo ni es mío, entonces no es de nadie’

Y llegó, vaya si llegó. Aparecieron a su espalda unos magrebíes -según la dictadura de lo políticamente correcto se debe escribir “narcos” y así apareció en las escasas noticias-. “Se me acercó un magrebí por detrás y me dijo en correcto español tú, tranquilo”. Él siguió a lo suyo un tanto mosqueado mientras desembarcaban de una lancha 40 fardos de hachís. No era cuestión de irse, no le hubieran dejado. Debía quedarse allí con sus dos cañas plantadas, esperando.

Empezó la tangana a tiro limpio. Un grupo de la Guardia Civil que vigilaba la operación actuó, no se sabe muy bien, porque no nos lo explican, si disfrazados con uniformes de la Benemérita o por órdenes superiores. Al mismo tiempo apareció otro piquete de la Policía Nacional disparando, que sospechaba de un apaño entre guardias y narcos. No me cuesta imaginar el pasmo de Tomás Martínez en el medio de la trifulca y siendo civil, no uniformado. Unos querían apoderarse de los fardos -más de 300 kilos- y otros detener a los narcos. Cayeron doce, aunque para ser exactos habría que decir trece. El número maligno era él. Tanto los de la Guardia Civil como los policías armados le habían estado observando desde antes del desembarco, con sus dos cañas y sus dos besuguillos echados al mar. Un guardia civil, digno representante del cuerpo, precisó que Tomás Martínez era “el pescador” y otro dándole una patada en el suelo ordenó: “¡Espósalo y p'adentro!”.

“No me cuente usted historias”

Ocho meses después fue destituido el Jefe Antidroga de la Guardia Civil de Málaga. No sabemos si le dijeron “Esposarlo y p´adentro”, tampoco si le juzgaron por colusión con el narcotráfico: de esas cosas los civiles nos conformamos con unas siglas. Para entonces, el pescador Tomás Martínez ya estaba en la cárcel de Alhaurín de la Torre limpiando letrinas y con una petición fiscal de siete años de cárcel y 13 millones de multas. El juez de Málaga que vio su caso se limitó a interrumpirle la narración de sus cuitas de pescador de caña y pasar página: “No me cuente usted historias”.

Al benemérito juez, que de seguro le gustará que le cuenten historias en la televisión y que no sean reales, lo de Tomás Martínez no le ocuparía ni un minuto. Ni una duda, ni una inquietud, al fin y a la postre, dirá, llevo tantos asuntos que no me voy a ocupar de uno en particular. Si un cirujano hace un destrozo en un paciente puede ser degradado por “malas prácticas”, pero no creo que se pueda hacer algo semejante con un juez. Seguro que está escrito y sobre el papel no cabe la más mínima duda, pero la realidad es que un tipo común lo primero que tendría que hacer es buscar abogado -¿quién asumiría ese marrón si piensa seguir ejerciendo?-, luego pagar una nada banal “provisión de fondos” y luego tiempo, mucho tiempo, algo así como ocho años, que son los de este caso.

Si un cirujano hace un destrozo en un paciente puede ser degradado por malas prácticas, pero no creo que se pueda hacer algo semejante con un juez

Situémonos en el pescador de caña. En la cárcel y sin grupo que le defienda. No hay narco, por baja que sea su condición, que no cuente con la ayuda exterior de sus jefes que así garantizan su complicidad y su silencio. Nada más ridículo en una cárcel del siglo XXI que un tipo acusado de narcotraficante que no tiene clan mafioso que le respalde. Además de buscar abogado -un autónomo común no conoce más abogados que los inaccesibles que salen en la tele-, pagar la provisión de fondos, familiarizarse con la condena social que le puede separar de su familia y de los suyos. Lo peor es otra cosa que ningún juez venal ha hecho nunca: vivir el día a día del preso común. Empezar limpiando váteres, luego no perderse las comidas, el hacinamiento y al tiempo no poder hablar con nadie porque todos te son ajenos.

Tomás Martínez pasó un año de cárcel que equivale a 365 días de 24 horas que se viven en la soledad gregaria del mundo carcelario. Así fue hasta que la maquinaria indolente cuando no corrupta del Estado resolvió absolverle de la pena de seis años y dejarle en libertad.

Pero lo bueno viene ahora. Tomás Martínez no debe la libertad que le robaron ni a la Guardia Civil, ni a la Policía Nacional, ni menos aún a los tribunales que imparten justicia, sino a los “narcos”. La habilidad de su abogada resucitó unas páginas del sumario donde los dos jefes narcos que se disputaban la operación de la playa marbellí de Cabopino se decían por un teléfono intervenido: “¿El pescador es tuyo?” “No, mío no”, responde el otro. “Pues si no es tuyo ni es mío, entonces no es de nadie”.

En una sociedad como la nuestra no ser de nadie tiene riesgos. Tomás Martínez hubiera merecido titulares. Nos retrata.

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