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Opinión

Sánchez y el sueño

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, este domingo.

Las siestas deben ser, digan lo que digan, de pijama y orinal. Lo otro son cabezadas, dejarse caer un ratico, cerrar los ojos cinco minutos o cualquier denominación que les acomode. Pero la siesta española, que cautivó a Churchill cuando la conoció de jovenzuelo en La Habana, amerita cama, pijama y tiempo. Que España sea identificada por los maledicentes como un país que sestea es completamente falso. Eso de que solo los países protestantes, nórdicos y comedores de jamón dulce son los únicos que saben trabajar no es cierto. En los países meridionales, donde existe una climatología que invita a la sociabilidad, es más difícil rendir culto al trabajo que en Reikiavik donde, por cierto, se come bastante peor que aquí. Pero se trabaja igualmente.

Por eso no seré yo quien discuta el mérito de la siesta dominical, sin más apremios que los domésticos. Con el rumor de la televisión de fondo, preferentemente el de una cadena que emita una de esas películas alemanas portentosamente iguales en factura, intérpretes, argumento y paisaje. Y ahí estaba servidor, pegadito a las sábanas cuando, siendo ya hora de despertarse, he escuchado que Pedro Sánchez iba a intervenir en directo. He abierto el párpado izquierdo – el derecho se negaba coherentemente a hacerlo – y he mantenido la atención un poco. Escucha a este individuo, me he dicho, porque escribes de política y te interesa saber qué dice. Juro que lo he intentado. Me he incorporado, he encendido la lamparita de la mesilla de noche, he intentado calibrar el tono de voz y la gestualidad del presidente. Imposible. El sueño venía en oleadas potentes, avasalladoras. Sánchez seguía empeñado en hablar y no decir nada, que es su especialidad. Me parecía escuchar, no al responsable del gobierno, sino a uno de esos médicos bávaros que intentan seducir a una jovencita casadera, bávara también, en medio de pastos verdísimos, casitas de postal y montañas repletas de vaquiñas apacibles. Eso me hacía cerrar los ojos pero, en un esfuerzo de voluntad, los abría de nuevo. Escúchalo, igual acaba diciendo algo.

La voz de la imagen pétrea, carente de empatía, de aquel ego desproporcionado que no duda en atribuirse todo mérito, acabó imponiéndose. Los dirigentes totalitarios suelen producir, una vez abstraído el oyente de su monstruosidad moral, unas irremediables ganas de escapar a través del consuelo que brinda Morfeo de sus garras hiperbólicas, de su verborrea vacía, de su carencia total de decencia. Así que, a pesar de luchar como un demonio, he perdido. No he aguantado ni diez minutos. Si no es porque mi señora me despertó, todavía estaría roncando plácidamente en mi edredón durmiendo, ya que no el sueño de los justos, si el de los hastiados. Me dicen que ha hablado tres cuartos de hora. Ni lo puedo confirmar ni sé que ha dicho y, lo peor de todo, a estas alturas poco me importa porque conozco el guion de antemano. Todo va bien, el gobierno está a lo que ha de estar, la vacuna llegará pronto y los españoles no sabemos la suerte que tenemos de que Su Pedridad esté al frente de la nación.

Es el efecto que produce Sánchez, dormir a la gente. El problema es grave, porque cuando habla da sueño, ciertamente, pero todo lo que hace provoca pesadillas. Y ahí estamos, en esa cinta de Möbius de los gobernantes que cumple a la perfección la definición dada por los matemáticos Listing y Möbius: tiene una sola cara, un solo borde y no es orientable. Empieza y termina en sí misma.

El despertar parece cada día más lejano, pero dormir se me antoja tan apetecible como peligroso.

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