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Opinión

Pedro I el Indultador

A nada se comprometen a cambio de la medida de gracia. No es de extrañar que la mayoría de los españoles la rechacen

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

En 1978 los constituyentes optaron por una singular redacción del Título VIII de la Constitución, configurando un Estado de las Autonomías que era una auténtica estructura disipativa de final abierto. Casi todos pensamos ingenuamente que se había encontrado una solución para encajar definitivamente a los nacionalistas en el proyecto España. Nada más lejos de la realidad. Siguiendo lo enunciado por Prigogine para todas las estructuras disipativas, nuestro Estado Autonómico se mueve permanentemente hacia posiciones de no equilibrio, convirtiendo en un espejismo la ilusión de integrar al nacionalismo en una causa común. Y, en definitiva, lejos de ser la solución prevista, la apuesta consagrada en el indefinido modelo autonómico ha constituido el origen de múltiples problemas.

En realidad, todo viene funcionando de acuerdo a la teoría de las dos orillas atribuida a Jaime Mayor Oreja, entre nacionalistas y unionistas existe un espacio virtual. Cada vez que nosotros adelantamos nuestra posición para reducir la distancia que nos separa, los nacionalistas retroceden la suya para mantenerla. Pero eso sí, tras los movimientos de unos y otros, la posición resultante es cada vez más próxima a la concepción nacionalista.

Las sucesivas cesiones no han calmado el ansia nacionalista. Al contrario, han provocado que, alejándose de su orilla inicial, sigan aumentando sus quejas y sus reivindicaciones

Para que suceda lo expuesto, ha sido necesaria la concurrencia de dos factores adicionales. Primero, un sistema electoral que concede una sobrerepresentación parlamentaria a los nacionalistas, pues la conjunción de los criterios de proporcionalidad y territorialidad les otorga en el Congreso un número de escaños muy superior al que corresponde a la proporción de los votos que obtienen en España. Segundo, la ceguera egoísta de los dos partidos tradicionales que para alcanzar el Gobierno no han dudado en ceder al chantaje nacionalista, y cuando están en la oposición no han hecho nada para impedir lo anterior. Así, salvo en las legislaturas en las que hubo mayoría absoluta, hemos sufrido que, cesión a cesión, el nacionalismo fuera vaciando de competencias al Estado en el permanente no equilibrio pronosticado por Prigogine. Pero, lejos de cumplirse el optimismo de 1.978, las sucesivas cesiones no han calmado el ansia nacionalista. Al contrario, han provocado que, alejándose de su orilla inicial, sigan aumentando sus quejas y sus reivindicaciones.

Pagar un precio

Y en estas apareció Sánchez, dispuesto a ir mucho más lejos que nadie en la claudicación al nacionalismo y a superar los límites no vulnerados hasta entonces. De entrada, se convirtió en el primer presidente del Gobierno español que lo es gracias a los votos de los que se consideran no españoles y aspiran a que sus territorios se independicen de España. Monumental contradicción política y ética. Desde entonces, viene pagando el precio que le exigen los que le hicieron presidente. Entre otros, la inaudita constitución de una comisión bilateral entre el Gobierno de España y el de Cataluña para el pretendido arreglo del problema catalán, hito sin parangón en nuestra democracia pues, hasta ahora, entre Gobierno central u autonómicos solo han existido las comisiones bilaterales de carácter técnico para organizar el traspaso de las funciones traspasadas.

Sin embargo, hace pocos días nos han anunciado su propósito de conceder el indulto a unos delincuentes que: 1) No reconocen la legitimidad del tribunal que les juzgó; 2) Descalifican permanentemente nuestro orden institucional: 3) insultan gravemente a nuestras autoridades; 4) Niegan haber delinquido; 5) Anuncian su intención de reiterar la conducta por la que han sido condenados; y 6) No se comprometen a nada a cambio. En estas condiciones, no puede sorprender que una inmensa mayoría de españoles estén en contra del anunciado indulto.

Cuestión diferente sería si el indulto fuera parte de un pacto global en el que los indultados y sus huestes reconocieran a favor del Estado lo que ahora no reconocen y se avinieran a jugar el partido dentro del orden constitucional. En ese caso podría apreciarse la utilidad del indulto para los intereses generales. Pero en las condiciones previstas, el indulto solo pretende lograr que el favor de los independentistas siga arropando a un Pedro Sánchez que vuelve a anteponer sus intereses particulares a los de la nación

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