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Opinión

El pececito y las pirañas

Un centenar de personas gritan pidiendo justicia al paso del furgón policial que traslada a Ana Julia Quezada.

El niño Gabriel Cruz ha sido el protagonista inocente de doce días de pasión (los que se tardó en hallar su cadáver) y de unas largas e intensas jornadas, que no han hecho más que comenzar, de exaltación de la coprofagia. Se llama así al hábito de alimentarse de cadáveres, y eso es propio de animales como las hienas, los buitres, cierto tipo de gusanos y algunos medios de comunicación.

Gabriel no es el primer crío encantador que desaparece de repente y que luego regresa a la superficie (o no) en forma de tragedia. El primer drama mediático que vivimos en los tiempos recientes fue el de las niñas de Alcàsser. Luego se han producido ocho o diez más, quizá me quedo corto. Y el comportamiento de los medios coprófagos se ha asemejado, en este último caso como en casi todos los anteriores, al de los buitres leonados: al principio se posaron cerca pero no intervinieron. Saben que eso desprestigia, que huele mal, que hay una vieja monserga por ahí que se habla de ética profesional, decencia, todo eso. Si se puede evitar el espectáculo de meter todos a la vez la cabeza en los intestinos del cadáver, se evita.

Pero bastó el primer picotazo (¿quién lo dio? Eso es lo de menos) para que se desatase la guerra de audiencias; es decir, la guerra total, que entre los coprófagos no tiene reglas ni límites ni escrúpulos de ninguna clase. Todo vale. Y todos se lanzaron, privados y públicos. Todos sabían que el único objetivo era el mismo de siempre: vencer a los demás. No importa cómo. Si para conseguir dos centésimas suplementarias de share hay que manipular entrevistas, fingir lágrimas o provocar el vómito del espectador, se hace sin el menor dolor de corazón. Ni propósito de la enmienda, desde luego.

Coprofagia: dícese del hábito de alimentarse de cadáveres, y eso es propio de animales como hienas, buitres, cierto tipo de gusanos y algunos medios de comunicación

El caso de Gabriel ha añadido, sin embargo, un elemento nuevo a este ya conocido espectáculo de la putrefacción televisiva: la carga simbólica. Seguramente sin pretenderlo, la madre del niño, Patricia, enarboló un símbolo muy poderoso (la bufanda azul) y provocó la multiplicación extraordinaria de otro, muy hermoso y conmovedor: el pez, los miles de pececitos de todas las especies y colores y tamaños, que simbolizaban a la vez a Gabriel, al amor de los suyos y sobre todo al amor furioso, apasionado, exigente y competitivo que el niño ausente iba despertando en una gran parte de la sociedad (es el célebre “y lo digo delante de toaspaña”) a una velocidad de vértigo. Lo del pececito fue un impresionante acierto de comunicación. Los publicistas lo saben muy bien.

Pero los coprófagos lo saben aún mejor. Los profesionales de la carroña informativa tienen muy claro que la emoción popular no es nunca inocente ni espontánea. Necesita un punto de partida auténtico, eso es verdad (el pez, la bufanda, la foto del niño), pero todo lo demás se crea, se manipula, se centuplica a base de horas y horas de programación, a base de dedicarle a la desaparición de Gabriel más de la mitad de un telediario, algo que solo se hizo con la boda de Felipe de Borbón y que quizá volviese a hacerse si el gordinflas de Corea del Norte bombardea Nueva York con armas atómicas. La gente ve que la emoción sincera que cada uno siente ocupa mucho, muchísimo tiempo en la televisión, y se le dedican tonos dramáticos y gemebundos, y tertulianos, y conexiones en directo por todas partes, y de inmediato se sienten electrizados… y acompañados: su emoción se centuplica, se retroalimenta con el efecto que se supone que produce su emoción (pero no es verdad, eso está manipulado) y así hemos vuelto a ver cómo junto al dulce pececito de colores aparecía otra especie: la piraña.

La piraña puede ser una señora de Burgos que, interrogada por los reporteros, dice, con esa sonrisa de medio lado que suelen poner las pirañas: “Sí, vivía aquí al lado. Las demás del bloque no, pero yo la tenía calada, vaya que sí. Esos humos que se daba, esos aros de las orejas, esos pantalones ajustados, el tono que ponía para contestar cuando le dabas los buenos días: mala gente, era mala gente. Bastaba pegar un poco la oreja a la pared cuando estaba en casa para darse cuenta de que era una asesina en potencia”.

Si para conseguir dos centésimas suplementarias de share hay que manipular entrevistas, fingir lágrimas o provocar el vómito del espectador, se hace sin el menor dolor de corazón

Esa es la subespecie piranha vecindonis, indispensable en cualquier reportaje dramático, como bien saben todos los carroñeros: para que te hablen del sospechoso, sobre todo si tu jefe te ha encargado que te hablen mal, pregunta a las vecinas; eso no falla. Hay otras. La piraña enloquecida que se arroja sobre la detenida para sacarle los ojos allí mismo, en un descuido de la Guardia Civil. La piraña que se planta delante de la cámara (el de la cámara lo sabe, por descontado) y grita “¡asesina!” con una voz que para sí quisiera la niña de El Exorcista. Las bandadas, enjambres, cardúmenes, hordas enteras de pirañas (pez que ataca casi siempre en grupo, como sabemos bien) que se desafían entre sí por la mayor dentellada en Twitter, por la más cruel barbaridad ante la primera cámara que pillen, ante el primer micrófono. Las pirañas que disfrutan nadando en el líquido espeso y ocre del odio colectivo, de la competición por la crueldad mayor, por el salivazo más envenenado, por el insulto más soez, por salir en la tele aunque solo sea un segundo, haciendo el bestia. No hace falta que el juez dicte sentencia. No es necesario esperar a que la ley diga nada, a que haya por lo menos confesión: las pirañas ya han declarado quién es culpable, y cuánto, y se lanzan a despedazarlo igual que en la Edad Media. Puta, negra. Que pongan la pena de muerte. Que la decapiten aquí mismo.

Y todo esto, toda esta podredumbre humana, todo este asco, se convierte en información para los carroñeros, los coprófagos, los que están dispuestos a cualquier cosa (que quede esto claro: a cualquier cosa) por sacar dos gotas más de audiencia que la cadena de al lado. Todo esto lo cuecen y desmenuzan en la tele una rubia maleducada, un tipo con voz y trazas de enterrador, un torero y algunos más, que lo mismo opinan de la muerte de Gabriel que de la de Stephen Hawking, con el mismo desenfado y la misma falta de vergüenza. Pero en realidad lo hacen todos, en todas partes. En algún pueblo remoto de la República Dominicana están estupefactos al ver cómo procesiones enteras de periodistas españoles, con su cámara y su micrófono y su tonito ensayado, hacen cola delante de la casa de la madre o del hermano de la tal Ana Julia. Van pasando uno detrás de otro a preguntar lo mismo, a escuchar las mismas simplezas, a tratar de provocar las mismas respuestas. Quizá les pongan un roncito como reconocimiento al esfuerzo.

Ojalá que la madre de Gabriel no se convierta en otra más de la lista de ‘padres de víctimas’ que probaron un día el sabor salado de la fama y ya no pueden vivir sin ella

La madre de Gabriel, Patricia, habla bien, no se asusta ante las multitudes, no se pone nerviosa. Domina la escena, cosa rara. Es la primera vez en su vida que se encuentra en el centro de semejante remolino y cabe desearle que sea la última. Ojalá no se convierta en otra más de la lista de “padres de víctimas” que probaron un día el sabor salado de la fama y ya no quieren o no pueden vivir sin ella: van por ahí, como quien dice, de drama en drama, de entierro en entierro, buscando a quién abrazar, a qué cámara hacer declaraciones, a quién vender su monserguita judicial, su pretexto para estar allí.

Dentro de algunos días, cuando ya haya enseñado los dientes la última piraña y cuando el primo de un amigo del sacristán de la catedral de Almería haya ofrecido al mundo sus indispensables opiniones sobre cualquier cosa que le pregunten, los índices de audiencia bajarán y el caso del adorable Pececito pasará a la historia… hasta la próxima vez. Costará trabajo, porque el personaje de la Bruja, la Asesina, en este caso es tan perfecto que parece uno de los malos de Shakespeare o Victor Hugo o de Dumas, y los carroñeros saben bien el juego que da un malo como Dios manda. Pero también pasará.

Compadezcámonos, mientras tanto, del pobre Caput Montis o Puigdemont: dos semanas lleva el hombre sin que nadie le haga ni repajolero caso por culpa de todo este asunto. Ni a él ni a los suyos, con lo que se esfuerzan por llamar la atención. Qué injusta es la vida, ¿verdad?

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