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Opinión

A veces una estufa es solamente una estufa

Embalaje de las primeras vacunas a su llegada a Guadalajara.

“Tonto es el que hace tonterías”. Esta enseñanza que Forrest Gump atribuía a su madre se me antoja una de las ideas más sólidas posibles desde las que encarar el nuevo año. Vuelvo al principio. Año uno tras la pandemia que nos volvió profundamente estúpidos.

Dicen que el hábito no hace al monje, yo respondo: depende de cuánto tiempo lo lleve puesto. La madre de Forrest tiene razón, en realidad somos aquello que dedicamos tiempo a ser. Uno no nace destinado a ser tonto, frágil o embustero: adquiere esa condición a través de sus actos. El 2020 nos ha inundado de miedo y superstición. De discursos cursis, incendiarios y mala literatura vendida como razonamiento. Es el año en que despreciamos los actos y aceptamos la validez de las palabras como conjuros capaces de alterar la realidad física. Pusimos en pausa nuestro cerebro y nuestra voluntad. Mientras que la ciencia y la tecnología han validado, a una velocidad nunca vista antes, la teoría de los actos de la madre de Forrest -una postura que nos entrega control y autonomía sobre el modo en que queremos ser y actuar en el mundo-, nosotros parecíamos preferir el inútil refugio de la magia. Y ahora, como entonces, las palabras vuelven a ser muy peligrosas.

Podría ser una estadista

En Conversación con la estufa, Hermann Hesse habla de una cualidad que solo el ser humano posee en “elevada perfección”: el sentido de lo poco práctico. Franklin, la estufa italiana que tiene nombre americano, explica que son los pueblos cobardes los que componen canciones al valor y los que carecen de amor lo ensalzan en sus obras de teatro. Dice ser una estufa que “calienta poco y solo accidentalmente”, pero que también podría ser un estadista. Y es que, siendo un producto del ser humano, “¿cómo podría ser una estufa solamente una estufa?

En un tiempo en el que las identidades ponen y quitan gobernantes, pero son tan frágiles que tiemblan ante la mera posibilidad de la semejanza con otro ser humano, ¿cómo podrían las palabras ser solo palabras si bajo su inocente apariencia ocultan la capacidad de ponernos en conflicto con nosotros mismos? Nada más terrible que descubrir, quizás por travesura del humor, que has confundido a los tuyos con los otros y te estás burlando de ti mismo. Por eso sufrimos al leerlas y pedimos que las retiren, no solo de nuestra vista, sino de la de cualquiera. Nunca se sabe quién podría reconocernos en ellas. Las palabras, espejos deformes en el que solo se reflejan los otros.

Entre las pruebas condenatorias que se presentaban en los juicios por brujería se encontraba la sobrenatural ligereza de las desdichadas: una verdadera bruja pesa menos de lo que corresponde a su complexión

La historia de las brujas es un ejemplo de lo que Wisława Szymborska denomina en Prosas reunidas astucia de la bondad. Cuenta que, en el pueblo de Oudewater, había una báscula que servía para pesar los productos en los días de mercado. Entre las pruebas condenatorias que se presentaban en los juicios por brujería se encontraba la sobrenatural ligereza de las desdichadas: una verdadera bruja pesa menos de lo que corresponde a su complexión. Los habitantes de Oudewater convirtieron su báscula en el oráculo brujil definitivo. Practicando un ritual muy serio pesaban sospechosos que acudían desde todos los lugares y después emitían el correspondiente certificado. En todos los casos el peso resultó apropiado, nunca hubo una condena de muerte y los enjuiciados volvían a sus tareas y recuperaban su vida.

“Cuantas más brujas se quemaban, más general era la creencia de que existían”.

Y ahí, atrapada, encontramos una paradoja atemporal: todo peligro inexistente requiere de un adversario que lo combata con pasión. Su lucha será la prueba de existencia. Cuantas más palabras se silencian por ser peligrosas, más se demuestra su peligrosidad.

Si debemos combatir un mundo que otorga a las palabras el poder exclusivo de los actos y al que escuchar el discurso ajeno le produce un sufrimiento insoportable o le “obliga” a comportarse como un demente, es que andamos escasos del tipo de inteligencia que se asegura de tener neveras si va a comprar congelados. El mismo que posee Forrest que, al centrarse en aprender lo que ignora, demuestra que jamás será tonto el que hace cosas inteligentes.

Addenda: mientras escribía esta columna se produjo el asalto al Capitolio. Desde ese momento he estado reconsiderando lo que había escrito. Me he preguntado si a la vista de las consecuencias -no ya en Cataluña o en el Reino Unido, sino en un sitio tan impensable como los Estados Unidos- no es razonable el miedo a las palabras y el deseo de una mayor censura. Pero eso deberá ser objeto de una reflexión más larga. Por ahora solo tengo tres certezas. La primera es que ningún régimen autoritario ha convivido jamás con libertad de expresión. La segunda es que aunque la libertad tolera la mentira, sin libertad no hay posibilidad de verdad. Y la última es que esa censura protectora que parecemos desear no aplicaría a los que sí deberían medir sus palabras: aquellos que enardecen y exaltan los peores instintos de los pueblos que lideran. Ninguno de ellos soportaría su propia hemeroteca.

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