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Opinión

Negacionismo e histeria: dos caras del mismo síndrome

El presidente de EEUU, Donald Trump, a su llegada al hospital militar Walter Reed en Bethesda, Maryland.

“He vivido cuatro pandemias, pero en las tres primeras apenas me enteré de que estaban ocurriendo”, comentó un conocido virólogo británico. Por su parte, el periodista inglés Harvey Morris, que vivió siendo niño la gripe asiática de 1957 señaló: “Las escuelas permanecieron abiertas pero, como la mitad del profesorado había caído enfermo, nuestro horario de clases se desbarató. Acudíamos a aulas mixtas, leyendo libros en espera de síntomas”. Los relatos de aquella epidemia, más mortífera que la actual, destilan cierta preocupación pero nunca pánico, alarma o histeria.

Las pandemias del siglo XX causaron muchas muertes pero nunca generaron terror, alboroto, intensa polémica, confusión, sensación de Apocalipsis, negación, hartazgo, aprovechamiento político o caza de brujas. Las autoridades tomaron medidas para contener la enfermedad pero no enclaustraron a la gente, ni suspendieron la educación, ni cerraron la actividad económica. En menos de medio siglo, hemos pasado de un enfoque sosegado y prudente ante el riesgo a una actitud manifiestamente histriónica.

Otra novedad es la aparición de grupos que consideran lo opuesto: que el peligro no existe. Paradójicamente, tanto la exageración del riesgo como su negación son consecuencia de los mismos procesos psicosociales.

Errores de bulto al evaluar los riesgos

Sostiene Daniel Kahneman, el único psicólogo ganador del Premio Nobel de Economía, que la mente humana está mal preparada para evaluar los riesgos moderados: tiende exagerarlos hasta el límite… o a despreciarlos completamente. Raramente acierta en el justo término. Y estos sesgos mentales se ven reforzados por unos procesos sociales en cascada que conducen a magnitudes desproporcionadas cuando la gente se informa por la televisión.

¿Qué grado de riesgo implica la covid-19? Oficialmente ha causado algo más de un millón de muertes pero, dado que algunos países subestiman las cifras, aceptaremos como punto de partida el doble: dos millones. A primera vista resulta escalofriante, pero obtener conclusiones de esta cifra es caer en la “falacia del numerador”: con una población mundial de 7.800 millones, esto implica una muerte cada 3.900 personas.

El problema ofrece ya otro cariz, pero aún no permite valorar el riesgo. Determinar si es leve, moderado o grave requiere compararlo con la mortalidad que generaron otras pandemias del pasado y también con la que causan hoy otras enfermedades. Cada año mueren 10 millones de cáncer y 18 millones de enfermedades cardiovasculares. Y la gripe estacional (influenza) mata entre 290.000 y 650.000.

Causa de muerte

Fallecimientos anuales

Enfermedades cardiovasculares

18 millones

Cáncer

10 millones

Covid-19

¿2 millones?

Gripe estacional (influenza)

290.000 a 650.000

La covid-19 se muestra ya más peligroso que la gripe estacional, al menos para ciertos colectivos, pero no se acerca al riesgo del cáncer o el infarto. Aun así, suscita muchísimo más pavor que enfermedades más letales, precisamente por el peculiar proceso por el que los individuos evalúan los riesgos.

Valorar rigurosamente cada riesgo constituye una tarea muy ardua que requiere tiempo y esfuerzo para buscar, procesar y comparar fríamente todos los datos relevantes. Por ello, la mayoría de las personas recurre a las llamadas reglas heurísticas, procedimientos prácticos de carácter intuitivo, atajos mentales capaces de alcanzar rápidamente una conclusión con muy poca información. Son reglas que quedaron impresas en nuestro cerebro en un pasado remoto cuando la humanidad habitaba entornos muy peligrosos. El procedimiento primaba la rapidez y la supervivencia, no la exactitud de las conclusiones: era mejor equivocarse casi siempre y huir ante peligros inexistentes que acertar casi siempre pero fallar una vez, permaneciendo desprevenido ante un peligro real.

Sin embargo, una vez la humanidad deja de habitar entornos tan peligrosos, las reglas heurísticas conducen a importantes errores de apreciación con muy poca ganancia para la supervivencia. En concreto, los individuos a) tienden a valorar el riesgo de muerte según el número de casos que les resulta fácil recordar, b) adaptan su evaluación a la opinión que escuchan de familiares, amigos, vecinos y c) se muestran más dispuestos a manifestar públicamente su criterio cuando coincide con la opinión mayoritaria.

Una cascada arrolladora

Estas tres reglas desencadenan lo que en Availability Cascades and Risk Regulation (1999) Timur Kuran y Cass Sunstein denominaron cascadas de información y cascadas de reputación, unos poderosos procesos interactivos, acumulativos, que se refuerzan mutuamente, generando un efecto “bola de nieve”, capaz de conducir la percepción colectiva de un riesgo hacia el extremo, hasta el paroxismo. O de rebajarla al mínimo, al desprecio total del peligro.

Como los sujetos asignan inicialmente el riesgo según los casos que recuerdan, la televisión desempeña un papel crucial: la gente sobreestima el de las muertes que son noticia e infravalora el resto. Es típico que, en circunstancias normales, el público piense que accidentes y enfermedades implican peligros equivalentes cuando las enfermedades son responsables de más del 96% de las muertes. Naturalmente los accidentes ocupan mucho más espacio en las noticias… o lo ocupaban hasta que llegó la covid-19 para acaparar todas las portadas y crear la sensación de que constituye, con diferencia, el principal peligro. Y si se contagia alguien tan conocido como Donald Trump, la percepción de riesgo aumenta notablemente.

La televisión fija un anclaje desde el que se ponen en marcha las cascadas de información. Quienes perciben enorme peligro lo expresan en su entorno, convenciendo a algunos que, al carecer de criterio propio, asumen que los que hablan tienen mejor información que ellos: “Si lo dicen con tanta seguridad… razón tendrán”. Los nuevos convencidos narran a su vez esa preocupación a otros, difundiéndose paulatinamente el temor. Cuanto más se habla de ello… más miedo. Y cuanto más miedo… más se habla. Finalmente, el pánico impide razonar con nitidez.

Muchas personas sensatas, que creen justificada la precaución, pero de ningún modo el pánico ni la histeria, tenderán a callar, a ocultar su verdadero criterio por temor a ser vejadas y vilipendiadas

Pero también se pone en marcha una cascada de reputación. Los seres humanos buscan la aprobación del grupo. Expresarán públicamente su opinión si coindice con la mayoritaria pero tenderán a callar, incluso a decir lo contrario, cuando es opuesta. Esta asimetría refuerza la cascada de información pues las opiniones contrarias a la corriente raramente se expresen. Una vez establecida la creencia mayoritaria de que la covid-19 es la antesala del Apocalipsis, la mayoría se expresará en ese sentido, aunque no todos lo piensen. Muchas personas sensatas, que creen justificada la precaución, pero de ningún modo el pánico ni la histeria, tenderán a callar, a ocultar su verdadero criterio por temor a ser vejadas y vilipendiadas por una turbamulta tan ignorante como vocinglera.

Lo que llaman negacionismo es también resultado de cascadas que actúan en sentido inverso. Suele darse en ciertos grupos que comparten una fuerte desconfianza en las autoridades. La cascada se origina por la enorme disonancia entre lo que ven en televisión y lo que observan en su entorno cercano. Como la inmensa mayoría de los contagiados por covid-19 cursan de forma asintomática, muchos no identifican ningún caso de enfermedad en su entorno, algo que induce a pensar que las autoridades y los medios mienten. Y dentro de esos grupos, a veces conectados por foros, la reputación se gana siendo escéptico, nunca crédulo. Así, las cascadas acaban conduciendo a la percepción de un riesgo prácticamente nulo, cuando en realidad no es así.

El cobarde muere muchas veces

Afrontar con rigor la covid-19 implica asignar su verdadero riesgo: ni exagerarlo ni despreciarlo. Asumir, como personas maduras, que las pandemias causan contagios y muertes: caso contrario no serían tales. Distinguir las medidas eficaces de aquellas que sólo pretenden mejorar la imagen de los gobernantes. Entender que las acciones más eficientes, las que salvan más vidas sin deteriorar aspectos sociales que a la larga perjudicarán a la salud, son aquellas que toman responsable y voluntariamente los ciudadanos: guardar la distancia, mantener la higiene y, sobre todo, proteger a los familiares vulnerables. Se trata de preservar el curso de la vida normal tomando precauciones razonables para que la enfermedad no colapse el sistema sanitario.

Quizá podríamos aprender algo del temple con el que nuestros abuelos se sobrepusieron a las pandemias del pasado. O de la naturalidad con la que asumían una máxima ya olvidada: “El valiente solo muere una vez; el cobarde fallece muchas veces antes de su verdadera muerte”.

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