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Opinión

La invisibilidad del buen regulador

Un Boeing 737 Max de Ethiopian Airlines

Gobernar es un trabajo complicado. Construir burocracias capaces de regular industrias, vigilar que los alimentos no estén contaminados, certificar la seguridad de barcos o establecer normas de privacidad en internet es difícil; y contratar a gente capaz de hacer estas cosas bien es caro y requiere cierto esfuerzo.

Cuando estas agencias funcionan bien, su trabajo es esencialmente invisible; no tenemos desastres de aviación, los aeropuertos no sufren retrasos, y las aerolíneas compiten por dar buen servicio. Lo único que vemos directamente es un montón de funcionarios que parecen no estar haciendo nada y un montón de empresas reguladas quejándose que les hacen llenar montones de formularios y gastar demasiado dinero.

Los políticos a veces no se dan cuenta de esta dualidad, pero sí escuchan las quejas de los regulados con cierta simpatía. Es fácil odiar a los funcionarios estos días, y en tiempos de austeridad presupuestaria es sencillo culparles de nuestros males.  Sin embargo, cuando los políticos recurren a intentar “simplificar” la burocracia, estas medidas a menudo tienen costes considerables que sólo se hacen aparentes años más tarde.

En el caso más reciente, en Estados Unidos, ese coste fue de más de 300 muertos. Estados Unidos inventó la aviación comercial. Aunque el país no acoge ninguna de las aerolíneas más antiguas, fue en Estados Unidos donde el transporte aéreo pasó de ser una curiosidad para ricos a un negocio viable.

La historia del 737 MAX 8 es un recordatorio de que antes de eliminar cualquier regulación, por pequeña que sea, debemos evaluar con mucha calma sus posibles consecuencias

Como casi todo en este país, el embrión de la industria es el producto de una serie de intervenciones afortunadas del gobierno federal. Durante la primera guerra mundial, el gobierno hizo una inversión considerable en el desarrollo de aviones de combate que pudieran competir con los cazas alemanes. Como es típico en todo esfuerzo bélico estadounidense, acabaron fabricando una cantidad cómicamente excesiva de aparatos, y acabada la guerra no sabían qué hacer con ellos. Lo arreglaron dándole un puñado de aviones a correos, para ver si montaban un servicio de air mail para llevar cartas de punta a punta del país, y malvendiendo el resto al público, dejando el país lleno de pilotos privados con ganas de encontrarles un uso medio decente.

No pasó mucho tiempo antes de que el Congreso se diera cuenta que podían aprovechar todos esos pilotos ociosos para expandir la red postal. En 1925 aprobaron una ley que permitía que correos contratara operadores privados para dar servicio a ciudades fuera de sus rutas principales. Los pilotos privados entraron en tromba en el sector, ofreciendo servicio de viajeros para sacar el máximo partido posible a sus aparatos.

Durante los primeros años de servicio, los aviones eran pequeños, caros y poco fiables, y no podían llevar demasiados viajeros. El precio de los billetes no cubría su coste; las cartas, con tarifas reguladas y garantizadas, subvencionaban al pasaje. No sería hasta los años treinta (con el Boeing 247 y los DC-3) cuando los avances tecnológicos harían rentable el transporte de viajeros sin subvención. Estados Unidos contaba ya entonces con una robusta red de aerolíneas dando servicio a todos los rincones del país, y varias agencias federales con experiencia y capacidad para vigilar el sector. La Civil Aeronautics Authority, primero, y su sucesora, la Federal Aviation Administration (FAA), se convirtieron en las reguladoras de facto de la aviación mundial. Los americanos tenían la mayor red comercial del mundo, más experiencia que nadie manejando aviones. El resto de los países decidieron seguir sus estándares de seguridad porque confiaban en ellos.

Esta aseveración dejó de ser cierta el 13 de marzo del 2019, el día que la FAA decidió que los Boeing 737 MAX 8 siguieran volando tras dos accidentes mortales en apenas unos meses. Los reguladores europeos y chinos habían analizado los datos disponibles de ambos siniestros, evaluado lo que sabían sobre cómo operaban los MAX 8, y llegado a la conclusión que el avión posiblemente tenía errores de diseño. La FAA, inexplicablemente, insistía en que el avión era seguro, a pesar de que los medios iban llenos de noticias sobre cómo los pilotos llevaban meses advirtiendo a la agencia sobre los defectos del 737. No fue hasta que el presidente Trump exigió a la agencia que dejara en tierra estos aparatos que la FAA reaccionó.

Con la desaparición de Douglas como fabricante, la FAA pasó a ser poco menos que una oficina al servicio de Boeing, que podría decirse que se controlaba sí misma

¿Por qué la FAA insistió tanto tiempo que el MAX 8 era seguro? En gran parte, porque la agencia como regulador independiente hacía tiempo que había dejado de existir. Durante años, el Congreso recortó el presupuesto de la FAA una y otra vez, exigiendo que colaboraran más estrechamente con aerolíneas y fabricantes para hacer los procesos de homologación de aviones y sistemas de seguridad más rápidos y eficientes. La FAA empezó a tener menos ingenieros en plantilla y cada vez peor pagados, y permitió que la industria completara la mayoría de las inspecciones y validaciones por sí sola, con la agencia supervisando los resultados.

 A efectos prácticos, esto hizo que los reguladores progresivamente tuvieran menos gente capaz de entender lo que regulaban, y los regulados más flexibilidad para regularse a sí mismos. Con la desaparición de Douglas como fabricante, la FAA pasó a ser poco menos que una oficina al servicio de Boeing. Aunque el 737 MAX 8 era un rediseño radical en muchos aspectos, pero la compañía no tuvo problema alguno convenciendo a sus reguladores que todo iba a ir bien, porque eran ellos los que decidían cómo validar el diseño.

La historia de un regulador progresivamente olvidándose sobre cómo hacer su trabajo y pasando a hacer lo que dice la industria no es nueva. Es más, en Estados Unidos es tristemente común. En años recientes hemos visto escándalos similares en las agencias que regulan la seguridad alimentaria, minería, medicamentos, ferrocarriles, o productos financieros. En todos los casos el patrón es similar: el congreso exige recortes y “flexibilidad”, la agencia recibe cada vez menos recursos y el presidente (casi siempre republicano) de turno nombra a algún ex-lobista de la industria para dirigirla. Al cabo de una década, lo que fue un regulador legendario por su dureza, capaz de marcar estándares en todo el mundo, tiene dos ingenieros a punto de jubilarse, todos los inspectores se han ido al sector privado y la vigilancia que hacen es poco menos que simbólica.

Durante años, una de las cosas que definían la administración pública en Estados Unidos era la profesionalidad y competencia de sus reguladores, y cómo eran capaces de aislarse de influencia política y actuar bajo criterios puramente técnicos. Uno de los efectos colaterales del fervor anti-estatal de los republicanos en tiempos recientes (y es reciente: Reagan era liberal, pero nunca se le hubiera pasado por la cabeza desmontar la FAA), ha sido el desmantelamiento de la capacidad técnica de muchas de estas agencias, y en el caso de la aviación, el fin de la hegemonía regulatoria americana en amplios sectores de la economía mundial.

La excesiva regulación es un problema en muchos sectores de la economía, ciertamente, y es muy posible que haya sitio donde los funcionarios sobran. La historia del 737 MAX 8, sin embargo, y el colapso del sistema regulatorio para aviación civil en Estados Unidos, son un recordatorio que antes de eliminar cualquier regulación, por pequeña que sea, debemos evaluar con mucha calma sus posibles consecuencias. 

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