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Opinión

La odiosa Katerina y el trío de las togas

Katarina Barley (d.), junto a la ministra de Agricultura germana Julia Klnöcker

Se llama Katerina, tiene nombre de huracán caribeño pero nació en Colonia. De padre escocés, periodista, y madre alemana. Es la ministra de Justicia de Merkel. Intentó la cartera de Exteriores pero no pudo ser. Una lástima. Lo suyo es la diplomacia. Por aquí ha armado un gran revuelo al declarar que será difícil que España logre la extradición del fugitivo Puigdemont. “Así será libre en un país libre”.

Katerina Barlay, 49 años, es de la facción socialdemócrata del nuevo gobierno alemán. Fue secretaria general del SPD, ese partido en decadencia, ocupó la cartera de Familia y finalmente llegó de rebote a la de Justicia. Katerina estudió en París, donde conoció a Antonio, hijo de español y alemana, con quien tuvo dos hijos. Aquello no fue bien y se separaron. Quizás de ahí le viene el desprecio. Pensará, con Chateaubriand que los españoles no son más que “árabes cristianos”.

¿España es Turquía?

Alfonso Dastis, titular de Exteriores, consideró “desafortunadas” las despreciativas palabras de Katerina en un asunto estrictamente jurídico. Merkel hizo salir a su portavoz a pedir disculpas por tanta desconsideración. Katerina aún no lo ha hecho. Ni lo hará. Remitió a un propio para anunciar que había conversado con su homólogo Rafael Catalá. Un vicepresidente de su grupo parlamentario comparó a España con Turquía, como aquí hace Podemos, y se ofreció de mediador entre Madrid y Cataluña.

Pretender alterar las fronteras de un país europeo es, para la ministra germana y los jueces de Holstein, lo mismo que organizar un revuelo ciudadano en un aeropuerto

 

Con ser chusca, la despreciativa impertinencia de Katerina no deja de ser un asunto menor. Los socialistas alemanes, como los de la entera Europa, odian a Rajoy. Poca novedad. Más grave, quizás hasta rozar la frontera de lo estrepitoso, es lo acordado por los tres jueces de Holstein. Su auto no sólo deja en libertad a Puigdemont, le quita treinta años de encima y amaga con eximirle asimismo del delito de malversación. Ese tribunal de tercera regional, llega a identificar el golpe de Estado en Cataluña con una manifestación en el aeropuerto de Frankfort y así lo proclama: “No sólo son hechos comparables sino, en muchos aspectos, idénticos”.

Doblegar al Gobierno

Violar el texto constitucional, dinamitar el Estatut, amordazar a la oposición y pretender alterar las fronteras de un país europeo es, para estos togados, lo mismo que organizar un revuelo ciudadano en un aeroparque. ¿Cuántas cervezas se habían tomado antes de proclamar que no hay delito de rebelión porque la violencia no fue suficiente para “doblegar al Gobierno” y hacerle “capitular”. Resulta imposible imaginar mayor disparate judicial. Un golpe sólo es lo suficientemente violento, y por ende, punible, si consigue triunfar.

En tres días despacharon estos caballeros un caso que al juez Llarena le ha llevado, hasta el momento, más de seis meses. Tres días hubieran bastado de ceñirse al espíritu de una euroorden. No fue así. El tribunal se puso estupendo, entró en análisis y valoraciones innecesarias, se excedió en sus atribuciones, en su responsabilidad y en su cometido. Su auto, amén de prepotente, es inaudito. Su mera obligación era garantizar que dos países socios de la UE colaboren en la persecución de delitos en el marco comunitario.

De un plumazo, estos jueces han machacado no sólo el espíritu de la euroorden, sino que, arrebatados por una supina frivolidad, han demolido el concepto de confianza mutua en el que se basa la propia idea de la UE. Un club que se rige por unos principios muy básicos. La seguridad compartida es uno de ellos. Si falla, esa comunidad de vecinos se convierte en una corrala bullanguera y de aluvión. En un maldito patio gesticulante y gritón.

De un plumazo, estos jueces han machacado el espíritu de la euroorden y demolido el concepto de confianza mutua en el que se basa la propia idea de la UE

La pregunta es: ¿Esa ministra y esos jueces han actuado así porque se trata de España? ¿Acaso no somos la cuarta economía de la UE? Por esta línea, embarrancamos en la zona más pantanosa. El crédito de nuestra diplomacia continental es raquítico. Hasta Puigdemont se ha convertido, a ojos de la opinión pública alemana, en una especie de héroe prometeico al que un gobierno de tintes autoritarios pretende rebanarle el flequillo y enviarle a prisión.

La propaganda secesionista en Europa está resultando activa y eficaz. Cierto que a Rajoy le respaldan Merkel, y los presidentes de la Eurocámara y de la Comisión. Y que ningún gobierno europeo ha apoyado a la ‘república’ catalana. Pero la mancha secesionista sigue viva. Y se expande.

Hasta la infausta Katerina ha asumido a pies juntillas el verso del pueblo oprimido con su lacito amarillo y su canesú con kartofen. La ministra de Justicia es de las que cree firmemente en aquello de lo que menos sabe. Por no mencionar al trío de las togas, que han pulverizado nuestra fe en Europa. Ganas dan de decir aquello de Mauriac: “Me gusta tanto Alemania, que prefiero tener dos”. Ya sabemos en cuál de ellas se instalaría nuestra Katerina.

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