Opinión

Nunca me lo pude imaginar

Puigdemont en una rueda de prensa en el Parlamento Europeo
Puigdemont en una rueda de prensa en el Parlamento Europeo EP

Vivimos tiempos turbulentos, de asombros y perplejidades. Hoy, quienes “tenemos una edad”, como decimos en Andalucía, no acabamos de entender lo que sucede. Porque estamos comprobando cómo lo impensable invade nuestras vidas, y lo inverosímil se convierte en cotidiano. Voy a referir sólo tres casos.

.-El 25 de diciembre de 1991, a las siete menos cuarto de la tarde, desde mi despacho de embajador en Moscú fui testigo de uno de los momentos estelares de la Historia: Mijaíl Gorbachov, con voz opaca y un rictus de amargura en el pliegue de la boca –un gesto muy suyo-, anunciaba el final de la URSS. El proyecto comunista, que nació para cambiar el mundo, había durado apenas setenta y cinco años. Dos días antes, mi amigo Alexander Yakovlev, número tres en la Nomenklatura soviética, me recibió en el Kremlin, mientras vaciaba los cajones de la mesa, pocas horas antes de dejar el que había sido su despacho. Con un semblante de ceniza y una sombra de tristeza en sus ojos cansados, hizo esta tremenda afirmación:

“El comunismo ha fracasado. Hace setenta y cinco años, quisimos crear un mundo nuevo de igualdad, de progreso y de trabajo, y sólo hemos sabido dar vida a la civilización del privilegio, el estancamiento y la pereza”

Le faltó añadir: “y del genocidio estaliniano”. Pero él, herido en combate –cojeaba visiblemente-, no podía criticar a quien había vencido a Hitler en la llamada “Gran Guerra Patriótica”.

Lo escuché en silencio y le hice entrega de la felicitación de Navidad, motivo de mi visita en aquella gélida mañana. Pero estaba muy de acuerdo con su desgarradora confesión: el sistema implantado por Lenin y dirigido por Stalin, quizá la mayor experiencia criminal de la Historia, se había derrumbado. Ignoraba yo entonces que, treinta años más tarde, íbamos a tener varios ministros comunistas en nuestro “Gobierno de progreso”, algo hasta ahora inconcebible en un país miembro de la OTAN y de la Unión Europea. Nunca lo pude imaginar.

.-El señor Aragonès García es hombre de roqueña y sólida moral. Cuando considera que tiene algo que decir –o reclamar-, gusta de situarse sobre el entarimado del hermoso Palacio de la Generalidad, tras el atril de los anuncios oficiales, con un aire presuntuoso de superioridad. Actitud que, si analizas el sombrío panorama en que se encuentra, mueve a compasión e incluso a la piedad. Su partido cuenta con 33 escaños en un Parlamento de 135; es decir: nada. En los últimos comicios autonómicos obtuvo solamente el once por ciento de los votos del Censo electoral de Cataluña; es decir: nada. Y tras las elecciones generales del pasado julio, apenas sobreviven unos cuantos diputados de los que tenía en el Congreso; es decir, nada. Lo cual no le impide adoptar un aire casi majestuoso cuando se encarama a la vera del atril para impartir doctrina. Hace unas semanas, le aconsejé (no me ha hecho caso) destituir a los expertos –he leído que dispone de 49 asesores y 866 funcionarios- que le recomiendan seguir el modelo canadiense. Olvidando que, como consecuencia de la “Ley de Claridad”, cuya aplicación sugieren estos técnicos ignaros, los separatistas del PQ, que llegaron a tener ochenta escaños en la Asamblea Nacional, han logrado sólo tres en las últimas elecciones celebradas en Quebec. Lo he dicho muchas veces, y hoy lo vuelvo a repetir; pero no se acaban de enterar.

A pesar de su indigencia en votos, este prófugo de la justicia, aupado sobre el pedestal de siete escuetos escaños, se enseña con una sonrisilla de arrogancia, seguro de su fuerza, convencido de que puede hacer pasar a la Moncloa por el aro

En cuanto al partido que dirige el “hombre del maletero” desde Waterloo, tampoco ha salido muy airoso tras la última consulta. Y según recientes encuestas catalanas, la recauchutada formación que ahora mangonea se fractura y pierde fuelle. No importa. A pesar de su indigencia en votos, presentes y futuros, este prófugo de la justicia, aupado sobre el pedestal de los escuetos siete escaños que le dieron las postalelecciones veraniegas, se enseña con una sonrisilla de arrogancia, seguro de su fuerza, convencido de que puede hacer pasar a la Moncloa por el aro. Y eso, bajo la mirada atenta del “verificador” que, al parecer, ya tiene apalabrado.

Esto del “verificador” viene de lejos. En mi libro Las mentiras del separatismo, me permití dar un buen consejo a don Raúl Romeva, entonces responsable de las relaciones exteriores de la Generalidad. No se caliente demasiado la cabeza, le dije, buscando un “mediador”. Existen agencias especializadas que, por una razonable cantidad de billetes de cincuenta –tampoco demasiados- se encargarán de enviarle una prestigiosa “figura internacional”, sin tener que andar por ahí repescando políticos cesantes, obispos poco rezadores o futbolistas retirados. Confíe en los profesionales, como solución segura, discreta y más barata. Eso le sugerí; pero tampoco me hizo caso. Según leo, se han inclinado por personas que se prestan complacientes a este enjuague, cuyos gastos –viajes, sueldos, estancias, dietas- alguien (supongo que Madrid) tendrá que ir pagando durante los próximos cuatro años. Y, probablemente, con el añadido de un discreto pellizquito adicional. Porque de algo estoy seguro: tratándose de los herederos del antiguo CDC, me malicio quién se llevará el tres por ciento de las cantidades facturadas.

.-Militantes del Partido Comunista, delincuentes indultados, filoetarras y futuros amnistiados, todos ellos integrantes del “Gobierno de progreso” que tenemos, se disponen a erigir el nuevo “Muro” –el de Berlín cayó hace más de treinta años- frente a la amenaza de “los otros”. La tropa peleadora ha sido alineada en orden de combate, con instrucciones escritas sobre cómo cerrar filas. En cuanto a los separatistas catalanes, que habían entrado claramente en pérdida de velocidad, han cobrado nuevo brío tras la claudicación ante el huido de Bruselas. Sus animosos portavoces se encargan de imponer en el Congreso, a quienes decidieron entre aplausos “hacer de necesidad virtud”, las onerosas condiciones del infame compromiso estipulado. Y lo harán bajo la mirada atenta de un “verificador internacional”, dispuesto a comprobar si las exigencias del separatismo han sido respetadas. De su opinión, o su capricho, dependerá el futuro del Gobierno de España. Nunca lo pude imaginar.

Tras el vergonzoso pacto ya citado, que abrió la puerta a la amnistía, ya sabemos por quién doblan las campanas. Lo hacen por la Transición, que suscitó la admiración del mundo entero; por la concordia política y social, sin muros ni trincheras, que izquierdas y derechas decidieron respetar; por el proyecto realista, integrador y generoso que instauró la Carta Magna; por la intocable y sacrosanta integridad territorial de España, que nuestra Ley de Leyes proclama, en su artículo segundo, con rotunda claridad: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Lo hacen, en fin, por la igualdad entre españoles, ahora confrontados por el Muro en construcción, que separará los buenos de los malos. Nunca lo pude imaginar.