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Opinión

Nosotros y el virus

Ciudadanos con mascarillas.

Estamos viviendo momentos durísimos para todos, y para muchos, una pesadilla que nunca pudieron imaginar. Desconcierto y pesimismo apenas dejan espacio para otras reflexiones, y para redondearlo no faltan comentaristas que despliegan sus más agoreras capacidades sin renunciar a poner a parir al Gobierno y su gestión y sin dejar espacio para el menor rayo de esperanza. Algunos, abiertamente, hablan de la obligada búsqueda de responsabilidades penales, si bien añadiendo que serán de dudosa utilidad, habida cuenta del irreversible naufragio del Estado.

Por supuesto que, para escribir en esa clave, mejor no hacer nada, pues ya bastante tienen los eventuales lectores. El drama del coronavirus, el modo de enfrentarse a la pandemia, las medidas que se han ordenado, encabezadas por la declaración del estado de alarma, las reacciones de los profesionales de la salud y las de la ciudadanía, merecen análisis, pero dejando la querencia por lo apocalíptico.

Como si el sistema jurídico fuera el inmenso y permanente árbitro de nuestra vida civil y política, que muestra tarjetas amarillas o rojas con la rapidez con que funciona un semáforo

Se acusa al Gobierno de falta de reflejos en la reacción, acaso por miedo a las medidas impopulares, y, en esa línea se señala, como máxima muestra, la imprudencia de permitir la manifestación del 8-M, cuyo efecto nocivo no es posible mensurar más allá de puntuales casos de contagio. Extraer la consecuencia de una responsabilidad jurídica por la lentitud en tomar medidas similares a las que ya había adoptado Italia, es descabellado, pero es una muestra nada novedosa de la tendencia hispana a exigir respuestas legales, como si el sistema jurídico fuera el inmenso y permanente árbitro de nuestra vida civil y política, que muestra tarjetas amarillas o rojas con la rapidez con que funciona un semáforo. La construcción de una imputación jurídica con arreglo a derecho es más complicada que la atribución de responsabilidad política, y no porque esta última sea fácil y clara, que no lo es, sino porque no está sometida a las precisas reglas del Estado de Derecho.

Si de Estado de Derecho hablamos, no podemos olvidar la indescriptible conducta de la Generalitat de Cataluña, que, incluso en momentos de tanta gravedad, no pierde comba en su discurso secesionista, cuestionando que sus competencias se restrinjan con la “excusa” de la declaración del Estado de alarma. Lo que diga la L.O. de 1 de junio de 1981 sobre los estados de alarma, excepción y sitio no tiene interés, dado que se trata de “derecho extranjero”. Grotesco, si no fuera patética tanta inmoralidad política.

El siguiente capítulo de las acusaciones va dirigido a todos aquellos que han venido comportándose sin la prudencia necesaria para evitar transmisiones de la enfermedad. De China llegaron noticias que daban cuenta de las draconianas medidas impuestas a la población, y, se dice, que gracias a eso están cerca de contener la epidemia, no lo sabemos, y ojalá sea así, pero lo que no merece tanto aplauso es la represión, que en aquel régimen puede desatarse por mucho menos que una epidemia. Lo de importar ejemplos de mano dura, por lo tanto, dejémoslo correr.

Nuestro sistema penal, sin perjuicio de que se puedan decretar sanciones administrativas, no tiene tantas previsiones como el italiano

Llegados al capítulo de las amenazas es lógico que haya que recurrir a ellas si se trata de imponer coactivamente normas de conducta personal, que a muchas personas se las puede dictar su propia conciencia cívica, sin necesidad de conminaciones sancionadoras, mientras que otras han de ser “contra motivadas” mediante el anuncio de consecuencias punitivas. Nuestro sistema penal, sin perjuicio de que se puedan decretar prohibiciones y sanciones administrativas, no tiene tantas previsiones como el italiano, en el que el incumplimiento de órdenes de la autoridad en materia de seguridad o higiene puede directamente constituir delito (art.650 de su CP) castigado con arresto hasta 3 meses y multa, y si se trata de un contagio provocado imprudente o conscientemente por quien se sabe portador del virus, las penas son mucho más severas. El Código español admite las lesiones y la muerte por transmisión consciente o imprudente de una enfermedad contagiosa -se dieron casos en los peores momentos del VIH– pero no para los simples incumplimientos de órdenes de la autoridad en prevención del contagio, y tampoco creo que sea necesaria la intervención del derecho penal, tanto por desproporcionada como por lenta.

“Huir como de la peste” es una antigua frase del español coloquial que todos saben lo que significa y su carga de “lógica”, y está en la propia naturaleza humana

Otro capítulo han sido las severas críticas dirigidas a los que, ante noticias de difusión del virus en su propia ciudad, incluso antes de que se barajara el posible aislamiento de ciudades, corrieron a otro lugar, segunda residencia o lo que fuera, provocando, entre otras reacciones, la indignación de los moradores de esos otros sitios que veían una posible importación de contagios, como ha sucedido en Italia, donde muchos habitantes del norte han marchado al, por ahora, más tranquilo sur. Desde el punto de vista jurídico no hay nada que objetar, y, en mi opinión, tampoco en el plano moral. “Huir como de la peste” es una antigua frase del español coloquial que todos saben lo que significa y su carga de “lógica”, y está en la naturaleza humana, al punto de que esa era la razón que busca Boccaccio en el Decamerón para construir el escenario, que inicia con la noticia de la peste negra que azota a Florencia en 1348, como causa de la huida de diez jóvenes que se reúnen en una villa en la que se dan a la distracción de relatar cuentos.

El más que ejemplar comportamiento del personal sanitario español solo merece gratitud emocionada, por su profesionalidad, su entrega y su humanidad, que recuerda a los personajes de “La peste”, la novela de Camus ( 1947) que describe la profundidad humana de la solidaridad de un grupo de médicos que luchan durante la plaga que castiga a la ciudad de Oran dejando lo mejor de ellos en el esfuerzo. Nada puede añadirse a los agradecimientos, pero si que propician un deseo sincero, que a buen seguro comparte la totalidad de la ciudadanía española, a saber, que se dignifiquen de una vez por todas las retribuciones de los profesionales de la sanidad pública. Los gobernantes deberían dar gracias de que no se difundan listas comparadas de retribuciones, para que el público pueda saber cuánto cobra ese doctor o doctora, con todo el personal, que en cualquier momento pone toda su mucha ciencia en salvar la vida a alguien.

Acabo de mencionar la ciencia, y sería injusto no reconocer que también en ese dominio se están dejando la piel muchos sabios, jóvenes o viejos, y, en un ambiente de desolación y pesimismo como el que nos inunda, justo es agradecer su seguro esfuerzo, nadando contra las angosturas presupuestarias con las que ha de desarrollarse la investigación en España, sin necesidad de que, en estos momentos, nos pongamos a debatir sobre las razones de que en un país de visible derroches en el sector público no se cuide aquello en lo que nos va el progreso y, como es de ver, la salud. Confiar en ellos no es un optimismo bondadoso, es expresión sincera de confianza en que darán con remedios para estos males.

Reclusión y libertad

Queda una última dimensión de este drama, y es el “arresto” obligado de la población, de momento por quince días. He oído reacciones de resignación, pero también de desesperación ante la perspectiva de tan “duro encierro”, a pesar de que sea compatible con acudir a la compra y a algunos trabajos. Por supuesto que no se puede comparar, ni de lejos, con una pena de cárcel, pero bueno es que la sociedad española retenga en su memoria lo que significa el tiempo sin libertad, especialmente cuando reclama penas duras, o no le concede más importancia que la que merece una noticia de prensa, el que a dos conocidos actores, por ejemplo, les soliciten unas desmesuradas penas de 32 y 27 años de prisión por delitos fiscales, que son penas superiores a las que recibirían por matar al ministro de Hacienda y al de Economía, y lo digo como uno de los muchos ejemplos posibles. De cómo se puede llegar a penas tan tremendas, no voy a hablar: es posible pero no debería de serlo.

He visto por la televisión, con algo de envidia, escenas de vecinos de ciudades italianas, confinados en sus casas, cantando desde sus balcones y terrazas, canciones y también su himno nacional. Cada cual le puede dar el valor que quiera, pero es indudablemente una muestra de solidez ciudadana.

Como la tenemos los españoles, y lo demostraremos.

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