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Opinión

No nos representan

Sería un grave error concluir que la representación es un sucedáneo de la genuina democracia. Pero es un error que se repite cíclicamente

No nos representan
Décimo aniversario del 15-M en la Puerta del Sol, a 15 de mayo de 2021, en Madrid, (España). Europa Press

El pasado 15 de mayo se cumplieron diez años de las manifestaciones que dieron lugar al movimiento de los indignados. Siguiendo la pauta de la primavera árabe, las protestas tuvieron mucho de espontáneas, pues fueron convocadas por colectivos desconocidos y coordinadas a través de las redes sociales, al margen de organizaciones sindicales y partidos políticos. Estos fueron los primeros sorprendidos por el éxito de las movilizaciones, que se desarrollaron en buena parte de las ciudades españolas y cuajaron en un amplio movimiento ciudadano que dio expresión al malestar social por los efectos de la crisis financiera y las políticas de austeridad. Las acampadas en el centro de las principales ciudades, realizadas por jóvenes que estaban descubriendo el gusto por la acción colectiva y las asambleas, fueron seguramente las imágenes más llamativas del 15-M. Que tuvo además gran repercusión en los medios internacionales, que llegaron a hablar con el buen ojo que les caracteriza de Spanish Revolution.

Una efeméride así no podía pasar desapercibida. Hemos tenido libros y artículos para dar cuenta de lo que significó aquel movimiento y de sus efectos en la sociedad española. Ha querido la suerte que el décimo aniversario haya coincidido además con la retirada de la política de Pablo Iglesias tras las elecciones madrileñas. No en vano Podemos siempre se ha postulado como heredero de aquel movimiento y adalid de sus reivindicaciones. Si hacemos caso a Iglesias, el 15-M fue la manifestación de una ‘crisis de régimen’ y Podemos su traslación electoral: sin el caldo de cultivo del descontento y los deseos de cambio difícilmente se explicaría la irrupción espectacular de la formación morada en las elecciones europeas de 2014, donde una lista prácticamente desconocida consiguió más de un millón doscientos cincuenta mil votos. También el crecimiento de Ciudadanos en la política nacional data de entonces. Ahora que la ‘nueva política’ anda de capa caída es bueno recordarlo. A la vista está en lo que se quedaron aquellos deseos de regeneración de la vida pública.

El carácter representativo

No es mi intención aquí hacer balance de aquello, sino prestar atención a uno de los lemas célebres del movimiento. Me refiero al ‘no nos representan’, que coreaban sus simpatizantes y en el que venían a resumir las críticas al establishment político. No es una cuestión menor si pensamos que la representación es el puntal sobre el que se sustenta el tipo de régimen político en el que vivimos; por eso cuestionarla equivale a deslegitimarlo. Siendo la nuestra una democracia representativa, es llamativo lo mal que se entiende ese carácter representativo; probablemente no hay otro aspecto del sistema político sobre el que las ideas sean tan confusas. No ayuda el carácter poliédrico del concepto, que destacan los estudiosos del asunto, pero tampoco ciertas ideas erróneas acerca de la democracia, que salen inevitablemente en la discusión sobre la representación.

Si la crítica al sistema político bipartidista fue un leitmotiv central de las movilizaciones, el propio eslogan del ‘no nos representan’ resultaba ambiguo

De ambas cosas, confusión e ideas erróneas, hubo en abundancia en aquellas asambleas y acampadas, achacables en parte al adanismo de un movimiento mayoritariamente juvenil. Si la crítica al sistema político bipartidista fue un leit motiv central de las movilizaciones, el propio eslogan del ‘No nos representan’ resultaba ambiguo, pues admitía más de una interpretación, radical o moderadamente reformista según fuera el caso. Esa ambivalencia jugó a favor de la popularidad del lema, pero no de la claridad de ideas.

Por una parte, podía significar que ‘No nos representan bien’, entendiendo que la denuncia se dirigía contra determinados aspectos del funcionamiento del sistema político como la ley electoral, que favorece a los partidos mayoritarios, la colonización partidista de las instituciones o los escándalos provocados por la corrupción política. De esta forma, venía a exigir reformas para poner remedio a las disfunciones del sistema representativo. No es tarea sencilla si pensamos en las leyes electorales, donde no es fácil conjugar todos los cambios que parecen deseables, pues lo que se gana por un lado puede ir en detrimento de otros aspectos valiosos. Para todo lo cual hace falta más conocimiento experto y menos ingenuidad de la que había en aquellos debates asamblearios.

De aquel magma reivindicativo salían sobre todo propuestas para alterar sustancialmente la representación política

Pero también cabe una interpretación más inquietante, según la cual suponía una impugnación del sistema representativo según lo conocemos. De aquel magma reivindicativo salían sobre todo propuestas para alterar sustancialmente la representación política, ya fuera redescubriendo el mandato imperativo o la revocación de representantes, o restarle centralidad en favor de mecanismos como el referéndum o la iniciativa legislativa popular. Todo lo cual constituye un excelente ejemplo de lo que años antes el gran politólogo Giovanni Sartori había llamado ‘directismo’, la pretensión de relegar la representación política en nombre de la ‘auténtica democracia’.  

Signos preocupantes había para quien quisiera verlos. Cuando los activistas cantaban aquello de que socialistas y populares eran la misma cosa (ya saben), se referían a que componían una elite corrupta, ajena al sentir popular, que se había apropiado de las instituciones en provecho propio o al servicio de los intereses de la oligarquía financiera o las grandes corporaciones. El discurso populista sobre la casta y la gente, que después explotaría Podemos, estaba prefigurado ahí. No menos ilustrativo fue el eslogan ‘¡democracia real ya!’, que daría nombre a una de las plataformas más activas del 15-M, con el que se daba a entender que la democracia española era mera fachada, como después han repetido populistas y nacionalistas. De aquellos polvos estos lodos que salpican al ‘régimen del 78’. Iniciativas posteriores como ‘Rodea el Congreso’ (en la convocatoria inicial era ocuparlo), al año siguiente, no mejoran en absoluto la impresión; al menos ahora que sabemos que son cosas que hacen los trumpistas.

Mandato imperativo

El ‘No nos representan’ cobra así un cariz populista cuando se utiliza para oponer el pueblo a las instituciones representativas. Detrás de lo cual pueden adivinarse una falsa idea de la representación política y otra que, no siendo falsa, puede ser engañosa. Según la primera, la representación tendría que ser una reproducción a escala y el representante un perfecto reflejo de lo representado. Aquí prima la homogeneidad o la identificación en la relación (tienen que ser como nosotros o de los nuestros). De acuerdo con la segunda, el representante ha de velar por los intereses del representado, por lo que el eslogan rezaría: ‘No se preocupan de nosotros’; de ahí las propuestas para dar instrucciones al representante como si fuera un encargado. No es por casualidad que ninguna democracia moderna contemple el mandato imperativo. Como explicó Burke, el representante no es ni puede ser un embajador de sus electores que se reúne con otros embajadores, lo que desvirtuaría el sentido de una asamblea deliberativa como el Parlamento.

No falta el demagogo o el déspota que dice representar la voluntad popular porque es uno de ellos y encarna sus aspiraciones, o sabe mejor que el pueblo lo que le conviene

Las acepciones señaladas se refuerzan mutuamente (sólo uno como nosotros mirará por nuestros intereses) y no es un detalle menor que en ninguna de ellas figure la voluntad del representado en la relación de representación. Es un riesgo del que deberíamos estar suficientemente advertidos, pues no falta el demagogo o el déspota que dice representar la voluntad popular porque es uno de ellos y encarna sus aspiraciones, o sabe mejor que el pueblo lo que le conviene, con independencia del pronunciamiento de los supuestos representados. Raro es el que no alega esas cosas. Por eso importa que los representados elijan al representante y puedan pedirle cuentas. De eso se trata en nuestras democracias, donde el representante es designado a través de un procedimiento electoral abierto, en el que el voto de cada ciudadano cuenta por igual y se discute con libertad acerca de los distintos candidatos. Que las elecciones se repitan periódicamente permite que el representante rinda cuentas de su actuación ante los representados; someterse a su voto es un mecanismo necesario, aunque imperfecto, para que tenga en cuenta sus intereses. Por ello mucho cuidado con atacar la representación electoral, no sea que abra paso a algo peor. No sería la primera vez.  

Sin duda, la representación tiene algo de paradójico, pues equivale a traer o hacer presente de algún modo lo que de hecho está ausente. En las sociedades modernas los ciudadanos no pueden estar presentes en las asambleas donde se hacen las leyes o se delibera sobre los asuntos públicos, pero sí a través de representantes escogidos por ellos en elecciones. Sería un grave error concluir de ahí que la representación es un sucedáneo de la genuina democracia. Pero es un error que se repite cíclicamente, a cada generación, así que la democracia representativa anda siempre necesitada de defensa.   

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