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Opinión

Neil Young no es forever young

Algunas de las decisiones más lesivas para vidas y haciendas durante la pandemia han venido de gobiernos y no pocos “expertos". No de cantantes, no de podcasters

Neil Young, cabeza de lista de Mad Cool.

El pulso de estos día entre Neil Young y Spotify a cuenta de la supuesta publicidad antivacunas que alberga la plataforma -en realidad, las grabaciones de Joe Rogan, una de las mayores estrellas mediáticas surgidas del universo podcaster, si no la mayor- permite algunas reflexiones; no necesariamente sobre el covid, aunque también. Mientras escribo estas líneas se ha unido a la controversia Joni Mitchell, lo que no modifica la sustancia de mis argumentos.

Por un lado, y lo hemos expresado varias veces en esta misma casa, el covid pone fin al ciclo histórico de los baby boomers. Pone fin ideológico y cultural, constata el fin político y marca incluso la extinción física de no pocos de ellos y de sus referentes. Ya no son muertes prematuras, hermosos cadáveres: es el paso natural del tiempo más la enfermedad. La centralidad de lo sanitario y asistencial, como antes la de las pensiones o la propiedad de la vivienda, subraya además el hecho de que los protagonistas de la primera cultura juvenil auténticamente global, y auténticamente decisiva en términos económicos y políticos, se ha convertido hoy en la mayor causa de desequilibrios generacionales, casi siempre en detrimento de los más jóvenes. La distancia entre las preferencias de mayores y jóvenes en cuanto a gestión del riesgo social, redistribución (pensiones vs. trabajo) y valores es una fuente permanente de fricciones en las sociedades desarrolladas.

Hace acaso 20 años que el rock-pop blanco no es la música popular culturalmente dominante o generatriz

Como es obvio, la manifestaciones culturales responden a este cambio de estructura, por expresarlo en términos de marxismo vulgar: hace acaso 20 años que el rock-pop blanco no es la música popular culturalmente dominante o generatriz -por más que se siga manifestando y por más que, gracias a las long tails e internet, todos hallemos un acomodo más o menos amplio para nuestros gustos y hobbies particulares. Hoy en día uno puede encontrar sin dificultad comunidades donde practicar el tiro con armas de fuego históricas o incluso donde vestirse a la manera romana, asumir un nomen y practicar el latín clásico; pero se trata de curiosidades para excéntricos o marginales, no de fuerzas creativas en la historia. Es imaginable que algo parecido suceda con el rock clásico en un futuro no tan distante.

Así las cosas, es dudoso que Neil Young le pueda echar un pulso a Joe Rogan o a cualquier estrella mediática emergente, y lo mismo vale para Joni Mitchell e incluso otros más populares. Hace unos años, cuando Kanye West publicó una colaboración con Rihanna y Paul McCartney, se difundieron desternillantes comentarios de fans de los primeros, que se preguntaban quién era aquel advenedizo con aspecto de señora mayor que pretendía, a sus años, subirse al carro de la popularidad de las estrellas. También hay rumores de fiestas selectas donde el ex-Beatle no es admitido.

Al margen de las anécdotas, cabría también preguntarse si no hay solo un olvido de los viejos dioses, sino una modificación del papel central de la música y sus intérpretes en el cambio social que operó la generación baby boomer, y una segregación y atomización de referencias. Esta es al cabo otra lectura del asunto: ya no se trataría, no solo, del peso relativo de personajes como Young y Rogan, sino de la convivencia entre contenidos de índole distinta en una plataforma como Spotify, donde la música ya no es la sola protagonista.

La lista de opiniones atrabiliarias sobre política, drogas y sexo, cantadas o expresadas en entrevistas e intervenciones públicas, es inagotable

Hay otras lecturas que merecen un momento de atención. Young sufrió la polio de niño, hay que recordarlo, y no está para mandangas con las vacunas. Pero los artistas como él, y él mismo, a menudo han opinado con frivolidad sobre todo tipo de temas. Hoy sus mismos compañeros de generación Clapton o Morrison se manifiestan contra las vacunas; pero la lista de opiniones atrabiliarias sobre política, drogas y sexo, cantadas o expresadas en entrevistas e intervenciones públicas, es inagotable. ¿Hay que aplicarles el mismo régimen que a los podcasts de Rogan?

Finalmente, convendría no perder de vista que algunas de las decisiones y comportamientos más lesivos para vidas y haciendas durante la pandemia han venido de gobiernos y no pocos “expertos”. No de cantantes, no de podcasters. Y que en cualquier caso la responsabilidad relativa de cada uno no puede ser la misma. Interesa deslindar cuánto hay de sacrificio del chivo expiatorio en algunas operaciones de supuesta higiene opinativa -en España viene rápido a la mente el caso de Bosé, juguete roto de la propaganda de izquierdas. Y conviene en todo caso aplicar, por lo menos, la misma vigilancia al poder que a sus críticos, por estrafalarios que nos resulten. Porque en Spotify uno puede cancelar su suscripción cuando quiera; pero con los gobiernos y sus entes “civiles” y medios de comunicación concertados la cosa ya es más complicada.

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