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Opinión

Navidades negras

Navidad en la Puerta del Sol de Madrid.

La pandemia trae la tristeza y el dolor y la desazón y todas esas variantes del desmoronamiento del ser humano que tantas veces castigó a la sociedad pero que para nosotros son algo nuevo, insólito, que sólo conocíamos de oídas y lecturas. Desde la guerra civil no se había conocido cosa igual. Aquella fue la última y mi generación sufrió las consecuencias y de ellas saco poca cosa que fuera saludable. La única que hubiera podido sobrevivir para épocas de desolación la arrasaron los númenes de la posmodernidad con su cinismo y sus maneras de arrebatadores mamarrachos. Esa fue el humor negro.

Fuimos un país pobre en todo salvo en derrotas. Cuando lo cubría la grisura de aquella posguerra larga e infructuosa sólo le daba visos de riqueza el humor negro, una especie de vacuna inocua, que no curaba nada pero que permitía el esbozo de una sonrisa no exenta de sarcasmo. Lo hemos perdido. El humor negro es lo más políticamente incorrecto para los tiempos que corren, hasta tal punto que me temo que los extremos de Podemos y Vox coincidirían en prohibirlos en aras de la aparente seriedad de las mentiras redondas o cuadradas, útiles para lanzar.

La Navidad es una invención comercial, como tantas otras, construida a partir de creencias religiosas atávicas. Ya no se ponen belenes; es raro pero lógico. ¿Alguien se imagina una tienda sosteniéndose en base a vender figuritas? ¿O a los niños de las PlayStation buscando musgo -que está prohibido- y papel de plata para conformar evocaciones de tierras y lagos, allá donde hubo desiertos? ¿O esa horterada del “caganer” identitario? ¡Fuera belenes, tan alejados del mercado!. ¡A comer y a beber! Eso se hizo siempre.

Mejor o peor, pero era un día para llenarse, que tenía rituales que hoy a un chaval le parecerían medievales. El gallo que se compraba días antes y se mantenía atado de patas bajo la mesa de la cocina, rodeado de maíz para que se atiborrara. De vísperas se le cortaba el cuello, escena que en una sociedad donde la sangre había corrido a raudales no se permitía contemplar a los niños; imposible preguntar por qué: entonces no se hacían preguntas si no querías respuestas en forma de trompadas. El fiambre colgado en el desván donde el frío hacía de bodega.

La Navidad era frío, todo estaba frío… hasta los sentimientos que a duras penas se calientan con la voracidad y el chispazo de vino en un vaso de agua, para que no cogiéramos costumbres de mayores, casi todos contumaces borrachos de festividad; si lo hacían “de a diario” pasaban a la categoría común de alcoholizados. La tarde de Nochebuena llegaban las pandillas del aguinaldo. Los había uniformados con especial preferencia por los Basureros, con los que se era especialmente benévolo -nadie que viera entonces un camión de la basura dejaba de apurar el paso, incluso de correr, con tal de evitar el pestazo que ellos acarreaban-. Los niños cantaban villancicos horribles y manidos a petición de las madres; sin villancico no había aguinaldo. Este hábito pedigüeño se perdió cuando los mozos pedían y no cantaban y las madres los echaban con cajas destempladas. Una cosa era ser mendigo por necesidad y otra por Nochebuena.

No recuerdo Nochebuena ni Navidad que terminara bien. Siempre ocurría algo que enfurruñaba el ambiente y que me fue fabricando la idea de que la Familia, con mayúsculas, es una institución que nos castiga con sus cariños

Los mendigos, más que una desgracia y casi una profesión, no eran muy visibles en aquellas fechas; bastante tenían con lograr plato y cama. Cada quién conocía de vista a auténticas tribus que entonces no se llamaban urbanas. El frío, más que la lluvia y la nieve, eran el enemigo principal de aquellas fechas; la pobreza se subsanaba en todo lo demás de formas para nosotros ignotas. Sopa de pescado, pollo y merluza en salsa, turrones que alguien regalaba, mazapanes y polvorones de La Estepa. Siempre lo mismo, pero una vez al año. Antes de nada, una advocación sobre la bendición de Dios a todos los alimentos y un recordatorio a los que no podrían celebrar aquella noche, pobres o enfermos, lo que dejaba en el aire una especie de premonición que intimidaba.

No recuerdo Nochebuena ni Navidad que terminara bien. Siempre ocurría algo que enfurruñaba el ambiente y que me fue fabricando la idea de que la Familia, con mayúsculas, es una institución que nos castiga con sus cariños, una fuente de virus que se desbordan con la vianda y el alcohol por más que, como ellos, desaparezcan o vuelvan a ocultarse tras la digestión. No obstante, siempre se acababa con cánticos a petición de la chiquillería y cada adulto sacaba de su coleto, muy cargado de grados, aquello que no entonaría sobrio. Como no había televisiones se volvía a la charla y a las discusiones poniendo en sordina los bostezos de la gente menuda. Se cerraba la sesión con una admonición hoy impronunciable: ¡que el año que viene estemos como éste!

La literatura tiene una gama muy amplia de relatos navideños, desde los más inocuos a los brutales. En cine, un clásico empalagoso que dirigió Michael Curtiz con Bing Crosby y Danny Kaye, que reconozco no soy capaz de aguantar impasible, con sus musicales y sus bailables. Siempre he situado una obra de teatro como espejo de las veladas navideñas y no porque esté dedicada a la Navidad sino a lo que más se le parece: un convite de familias. Se trata de 'La boda de los pequeño-burgueses', de Bertolt Brecht. Un soberbio retrato en vivo de lo que tienen de humor sarcástico, que va parejo al negro, todas las fiestas tan consagradas como obligadas. 

Los desvergonzados jueces de la corrección política, que también lo es social y de boquilla, estarían denunciando y procurando echar de su oficio a Chumi Chúmez, y Rafael Azcona no podría escribir 'Plácido' para que Berlanga la rodara. Estos nuevos inquisidores están convencidos, o nos lo hacen creer, de que después de este desastre todo será diferente, es decir, mejor. Tertulianos ególatras, se olvidan que ese animoso discurso fue el que alimentó a los que sufrieron la Primera Gran Guerra; cuando terminara, todo sería diferente. Y fue peor. Volvió a suceder en la Segunda, y aun así llegó lo impensable.

Nuestras Navidades son negras. Las víctimas de las guerras no triunfan cuando ganan sus jefes, por más que sueñen con ello mientras las sufren. Han de esperar durante la frenética batalla, sin recursos y exhaustos, al tiempo que les recitan por qué las próximas Navidades van a ser mejores que nunca. El tiempo y el éxito lo administran quienes mandan, no los que estamos sumidos en la obligación de obedecer.       

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