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Opinión

La nación y las luces

Es la renuncia voluntaria a una defensa firme y serena de la nación española lo que nos ha llevado a un callejón sin salida

Nos gusta pensar que una sociedad estable puede permitirse sólo una cantidad moderada de ciudadanos supersticiosos, pero probablemente es justo lo contrario: sería una mayoría absoluta de ciudadanos exquisitamente racionales y moderados lo que supondría un peligro para esa estabilidad. Porque si la mayoría fuéramos descreídos, realistas y tendentes al análisis o al reposo contemplativo, entonces no habría fuerza ni ganas suficientes para resistir a los intentos de acabar con ella. Seríamos una sociedad de ilustrados que contemplan con una mezcla de desprecio y satisfacción a la turba cuando al fin llega a su ventana. “Qué bárbaros”, pensaríamos. “Ah, pero al menos los vi venir antes que nadie”.

Nos gusta pensar, y ahí está la clave del asunto. A Homer le gustaba la cerveza, y decía del alcohol que es causa y a la vez solución de todos los problemas de la vida. Con el pensar pasa lo mismo, pero al revés: es solución y a la vez causa de todos nuestros problemas. Nos gusta pensar porque en el pensar se está calentito, y curiosamente no solemos caer en la cuenta de que lo importante en ese sintagma es el verbo que funciona como verbo, y no el verbo que funciona como marcador de inteligencia. Por eso, aunque nos gustaría que fuera de otro modo, la distinción no se da entre las cabezas que embisten y las que piensan, sino entre las que embisten por la bandera nacional y las que embisten por la bandera racional.

Y no quedaba claro si en su reivindicación del Bar Torres era más importante el apellido español o el hecho de que el señor Torres fuera un pequeño propietario"

La semana pasada hubo que elegir entre estar incondicionalmente con Buxadé o estar incondicionalmente con McDonald´s, a cuenta de una entrevista que el dirigente de Vox concedió a Libertad Digital. En ella planteaba una elección a la que al parecer todos tenemos que enfrentarnos -o conscientemente españoles o inconscientemente cosmopaletos-, y manifestaba su pesar por el hecho de que buena parte de las calles de Madrid o Barcelona están ocupadas por multinacionales con puestos de comida rápida. Bajo la superficie de la preferencia personal y de las razones estéticas había un doble fondo: el económico y el político. Y no quedaba claro si en su reivindicación del Bar Torres era más importante el apellido español o el hecho de que el señor Torres fuera un pequeño propietario. Si la clave es lo segundo, entonces habría que reivindicar de la misma manera el restaurante del señor Mansour y la tienda de la señora Zhang. Pero si lo importante es lo primero, entonces la alternativa al logo bárbaro de la multinacional de las hamburguesas debería ser la tasca autóctona, de aquí de toda la vida, y entonces daría lo mismo que la comida fuera mala, la barra grasienta e incluso que tuviera luces de neón en la entrada.

Por lo que se puede intuir en la entrevista, parece que se decantaba por primero. Buxadé, al ser preguntado, distinguió entre un nacionalismo malo, excluyente, y uno bueno. Él se sitúa en el lado bueno, claro, al que prefiere llamar ‘patriotismo’. Hace no mucho tiempo me habría saltado el automático: es la típica distinción hipócrita o acomplejada, todos los nacionalismos son lo mismo, el nacionalismo es la guerra. Pero el nacionalismo no es necesariamente ni la guerra ni el mal, a pesar de lo que muchos hemos dicho durante mucho tiempo. Siempre ha estado de moda entre los sectores más ilustrados de la sociedad decir que todas las supersticiones, todas las metafísicas y todas las ficciones son innecesarias, desagradables o peligrosas. Que llevan a la Santa Inquisición o a Auschwitz. Nos gusta pensar, decíamos, pero solemos parar la máquina antes de reconocer que si la superstición lleva a la Inquisición y a Auschwitz, entonces la racionalidad lleva al Gulag y a la guillotina.

En España son los nacionalismos periféricos los que llevan cuarenta años intentando expulsar a la nación española mediante leyes y pistolas"

El mal no está en la irracionalidad, sin la cual la vida humana no tendría ningún sentido, sino en el intento de llevar como sea la metafísica a lo físico: al papel de una ley o a la nuca de un descreído. El patriotismo es un cauce propicio para el mal, pero el mal puede tener muchos cauces. Tanto la religión como el ateísmo; tanto la superstición como el racionalismo; tanto el fútbol como el libro. Lo que ocurre es que en España son los nacionalismos periféricos los que llevan cuarenta años intentando expulsar a la nación española mediante leyes y pistolas, y esa constante histórica ha hecho que a muchos se nos aparezcan los automatismos en cuanto oímos la palabra ‘nación’. 

Es precisamente este automatismo, esta inercia mental supuestamente desapasionada y esta renuncia voluntaria a una defensa firme y serena de la nación española lo que nos ha llevado a un callejón sin salida. “Lo que importa es la ciudadanía, no la patria ni los sentimientos”, nos decimos mientras miramos con envidia a la Francia republicana; pero los franceses saben bien que no hay ciudadanía sin Estado, que no hay Estado sin nación y que la nación no es un constructo puro de la racionalidad.

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