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Opinión

Los monopolios ya no son lo que eran

Imagen de archivo de Google.

Antes las cosas eran más fáciles, o cuando menos, así creíamos que eran. Hoy, si uno trata de preguntarse cómo de nocivos pueden ser o no ser los monopolios, la respuesta ya no es tan sencilla como décadas atrás. Y todo por culpa del cambio tecnológico. En parte, esta falta de sencillez hace que el análisis que podamos construir sobre conflictos como el del taxi no sea tan fácil como algunos creen.

Para empezar, lo primero que debemos entender es que a excepción de contadas ocasiones, por ejemplo, en los llamados bienes públicos, los monopolios no están justificados. Es posible que haya casos donde la intervención del Estado sea necesaria a través de un monopolio por el carácter estratégico del bien. Pero cualquier desviación no justificada de estas excepciones, son difícilmente defendibles.

Según los manuales de introducción a la economía, un monopolio tradicional, ya sea público o privado, se caracteriza por una serie de elementos. En primer lugar, al acaparar el mercado este puede imponer precios superiores a los que habría en competencia perfecta o, más cercano a la realidad, imperfecta. Esto, evidentemente, supondría el rechazo de todo consumidor, pues reduciría el “bienestar” que el mercado transferiría a estos. En segundo lugar, un monopolio restringe la oferta de bienes o servicios, lo que ayuda a mantener el precio del producto en los niveles que interese la oferente. Esto, en tercer lugar, genera unas transferencias de rentas a su favor, a costa, como se ha dicho, de un menor bienestar para el consumidor. Por último, al no tener que competir, los incentivos para la innovación son menores, lo que genera a medio y largo plazo un menor crecimiento de la productividad y, por ello, económico.

Las grandes empresas de hoy, en particular las tecnológicas, difícilmente son clasificables como los antiguos y tradicionales monopolios de la época industrial

Así pues, identificando estas características podíamos señalar la existencia de un excesivo poder de mercado en favor de determinadas empresas. Pero hoy, y con las nuevas empresas tecnológicas que han sido señaladas como posibles monopolios, encontramos una enorme dificultad para que encajen en lo que señalan estos manuales. Las grandes empresas de hoy, en particular las tecnológicas, difícilmente son clasificables  como los antiguos y tradicionales monopolios de la época industrial de la segunda y tercera revolución tecnológica. De hecho, y esto es lo curioso, en no pocas ocasiones son los propios clientes o supuestos consumidores de estas grandes multinacionales aquellos que se muestran más extrañados e incluso habitualmente beligerantes cuando se señala a algunas de estas tecnológicas como posibles monopolios y por ello objeto de sanción o intervención. Si realmente lo fueran y si por ello fueran nocivas para el bienestar de los consumidores, ¿por qué estos podrían estar a favor de dichas empresas? ¿Por qué van a defender a unas empresas que les pueden estar extrayendo rentas? Dedico el resto del artículo a lanzar algunas ideas.

Pensemos en los Googles, Facebooks o Ubers. No es complicado argumentar, al menos sobre las dos primeras, que estas multinacionales se han convertido en cuasi-monopolios en cada uno de sus respectivos segmentos del mercado. Sin embargo, y alejándose del decálogo de identificación de monopolios, sus productos son casi gratuitos, por lo que difícilmente podemos asumir que extraen rentas de los consumidores. Su oferta es escalable, es decir, está disponible en la cantidad que deseemos. Por último, frente a la idea del monopolio rentista sin incentivos a la innovación, las tecnológicas representan todo lo contrario: son campeonas en desarrollar nuevos productos, servicios y experiencias. Si esto es así, ¿cómo es posible que en algún momento podamos llegar a considerar, siquiera, que pueden ser nocivas por su caracterización como cuasi-monopolios?

Los clientes de Google o Facebook no son los usuarios, sino las empresas que quieran usar sus servicios para mejorar la publicidad de sus productos

Para responder a esta aparente paradoja tenemos que cambiar la perspectiva del análisis en dos sentidos. El primero de ellos es que, aunque así lo creamos, para muchas de estas grandes empresas nosotros no somos sus potenciales clientes. En realidad somos, por decirlo de algún modo, sus yacimientos de la materia prima que luego van a transformar y vender. El cliente potencial de Google no es el usuario de su aplicación de mensajería, ni el de Facebook el usuario de su plataforma ni el de su programa de mensajes instantáneos. Sus clientes son las empresas que quieran usar sus servicios para mejorar la publicidad de su producto. Y ahí es dónde hay que estudiar sus consecuencias como acaparadora de mercado.

En segundo lugar, como muy bien han analizado no pocos investigadores investigadores, no pocas plataformas tecnológicas, y aquí pueden entrar tanto Uber como Deliveroo o Amazon, trasladarían un coste “monopolístico” que trascendería al consumidor y que recaería sobre las relaciones laborales. Se ha demostrado que el aumento del poder de mercado tiene efectos nocivos sobre las relaciones laborales en general y sobre los salarios en particular. Precariedad y bajos salarios son palabras usadas al describir algunas de estas plataformas.

Esto explicaría, por ejemplo, los diferentes eslóganes usados por unos y otros en conflictos como el del taxi o en otros como los surgidos tras las sentencias contra empresas de mensajería o distribución. Los consumidores quieren más y mejor servicio, los trabajadores de la potencial competencia o de las mismas tecnológicas defender su posición de ventaja o sus derechos laborales. La izquierda, desconfiar de multinacionales que según ellos precarizan el empleo. Todo se complica y es que ahora hay muchos intereses y muchos efectos cruzados y confusos. Todo esto dificulta de forma intensa el posible análisis que anteceda a la necesaria, o no, intervención pública. Ya nada es lo que era. Ahora todo es diferente.  

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