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Opinión

Elogio de la moderación

Oriol Junqueras junto a Gabriel Rufián
Oriol Junqueras junto a Gabriel Rufián

Las elecciones generales del pasado domingo abren serios interrogantes sobre el futuro político que se nos avecina. A la vista de la composición del Congreso surgido del 28 de abril, muchos dudamos de la conveniencia de repetir las elecciones. El pacto súbito alcanzado por Sánchez e Iglesias a las pocas horas de conocerse los resultados las hace inexplicables. El nuevo Parlamento complicará la estabilidad del gobierno, ahonda la fragmentación política con la entrada de nuevas formaciones, que llegan ahora a diecinueve, y presenta un escenario político mucho más polarizado que el anterior.

Si Sánchez perseguía reforzar la mayoría socialista, ha perdido tres escaños y más de setecientos mil votos. Al ‘socio preferente’ tampoco le ha ido mejor. Si en abril una mayoría de izquierda sumaba 165 votos, ahora se queda en 155, o 158 con los de Errejón. Con el hundimiento de Ciudadanos se desvanece la posibilidad de un acuerdo de centro-izquierda, que hubiera tenido una cómoda mayoría de 180 diputados en abril. La investidura pasa ahora por el apoyo de UP, PNV, una retahíla de grupos pequeños y la abstención de los secesionistas catalanes. Poca estabilidad puede salir de ahí y menos aún un gobierno fuerte, como prometía la campaña.

No es lo único que va a peor. Teníamos populismo de izquierda, ahora también de derechas, con Vox convertido en tercera fuerza política y 52 escaños. Otro éxito que apuntar a la repetición de las elecciones. Fuerzas antisistema como las CUP consiguen representación, sube Bildu y, en general, los partidos nacionalistas y hasta localistas crecen en votos. 

Confusión y mala prensa

Como vemos, la virtud de la moderación no cotiza precisamente al alza en las actuales circunstancias de la política española, y basta mirar más allá de nuestras fronteras para ver que tampoco somos una excepción en Europa. De ahí que sea oportuno un alegato en su defensa, pues la moderación no goza de buena prensa y suscita no poca confusión. "Hay mucha ignorancia acerca de lo que significa ser moderado", señalaba ya hace tiempo David Brooks. Para unos no deja de ser una forma de tibieza o de blandura que trasluce falta de principios o convicciones firmes, cuando no propensión al chalaneo, ausencia de atrevimiento o simple pusilanimidad. Para otros se confunde con la política de la contemporización y el apaciguamiento, a la búsqueda de un punto medio siempre dependiente de las posturas más claras de otros.

Tales reproches no son de ahora. "La moderación será estigmatizada como la virtud de los cobardes y el compromiso como la prudencia de los traidores", escribía en su tiempo Edmund Burke, uno de los grandes defensores de la moderación como guía de conducta en política. Pero hay más. En tiempos de retórica inflamada, guerras culturales, virtue signalling y estigmatización del adversario, la moderación sólo puede ser vista con recelo, pues va a contracorriente. ¿Qué hay de bueno en moderarse cuando se lucha por una buena causa o por una sociedad más justa? Seguramente muchos suscribirían hoy las palabras de aquel candidato presidencial americano, Barry Goldwater, cuando afirmaba que el extremismo no es malo si es en pro de una causa justa, ni la moderación una virtud cuando se trata de buscar la justicia.

Hay quien piensa que ser moderado es cuestión de temperamento, por eso sería bueno empezar por considerarla como una virtud en la vida personal. Como disposición de carácter consiste en saber ponerse límites a uno mismo y por eso está asociada desde antiguo con la sobriedad, la templanza y el dominio de sí. Para los clásicos ese autodominio tenía que ver en primer lugar con los apetitos y pasiones, que debían quedar bajo el gobierno de la razón, pero podía extenderse a otra clase de deseos, como la persecución de riquezas y otros bienes. Y también a la expresión pública de deseos y sentimientos, de ahí que la moderación se manifieste igualmente en el porte mesurado, contenido, de quien sabe guardar las formas.

Podría decirse que la moderación lleva las marcas de la concepción clásica de la virtud, pues la mesura implica encontrar el justo medio entre el exceso y el defecto, un punto de equilibrio que nunca podrá ser fijado mecánicamente, sino que cambia con las circunstancias y las personas, por ello requiere del buen juicio. El sentido de los límites va aquí ligado a la búsqueda de ese punto de equilibrio entre tendencias contrarias. Esa suerte de equilibrio dinámico, en el que fuerzas opuestas se contrapesan mutuamente, es la pista para entender el sentido político que adquiere la moderación con los modernos, por lo menos desde Montesquieu. En el mismo sentido hay que señalar otra cosa importante sobre ella: hablamos mucho de la tolerancia como la virtud del pluralismo, pero no menos necesaria es la moderación en una sociedad pluralista como la nuestra.

El moderado sabe que no hay una solución final a esos conflictos y tensiones, pues son inherentes al pluralismo; pensar lo contrario es un peligroso espejismo en el que incurren las peores doctrinas políticas

Es fácil ver que allí donde las personas persiguen fines en conflicto, la convivencia exige limitar nuestras demandas para acomodar las de otros, buscando un punto de equilibrio entre intereses e ideales contrapuestos. Como la mesura en la expresión, moderar razonablemente nuestras aspiraciones y deseos es una señal de respeto a los demás, pues admitimos que los suyos también cuentan. Por ello la moderación entraña una disposición al compromiso, es decir, a llegar a pactos y acuerdos a través de renuncias y cesiones mutuas. Detrás de lo cual no hay tibieza o falta de convicción, sino amplitud de miras por parte de quien es capaz de tomar distancia con respecto a sus propios fines y contemplarlos con perspectiva, considerando tanto los intereses de otros como el marco político que permite la convivencia en libertad y con ello la expresión del pluralismo.

Hay otro sentido de pluralismo que convendría reseñar aquí, al que los filósofos se refieren como ‘pluralismo de valores’, según el cual no sólo hay que reconocer la variedad de fines e ideales que persiguen las personas, sino que el conflicto entre ellos es un aspecto irreductible de la experiencia humana. Y por ello me refiero no sólo al hecho de que los fines de unos pueden chocar con los de otros, sino a un conflicto más radical. Si las cosas buenas o valiosas no forman un conjunto armónico, sino que la realización o excelencia de unas es incompatible con otras, entonces no hay vida humana o sociedad que pueda abarcarlos o realizarlos conjuntamente. Tal conflicto no se daría sólo entre personas o grupos, sino en cada uno de nosotros. Es tanto como reconocer que en la vida personal como en la política hay múltiples bienes, cuyas exigencias en conflicto hay que saber conjugar y contrapesar en situaciones cambiantes.

La política de la moderación no sería otra cosa. El moderado sabe que no hay una solución final a esos conflictos y tensiones, pues son inherentes al pluralismo; pensar lo contrario es un peligroso espejismo en el que incurren las peores doctrinas políticas. Por ello contempla con prevención el celo ideológico o el sectarismo de partido por su rigidez y estrechez de miras. Como dice Isaiah Berlin, la política es el arte de buscar equilibrios contingentes y revisables entre intereses e ideales en conflicto, con objeto de evitar las alternativas insoportables de los extremistas. Pero si queremos mantener ese juego dinámico entre intereses e ideales contrapuestos, es necesario someter el ejercicio del poder político a límites y contrapesos. Los checks and balances del constitucionalismo son, en ese sentido, el legado más perdurable del espíritu de la moderación.

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