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Opinión

Mejor sin patriotas

Mejor sin patriotas

En las épocas más oscuras aparecen los de las antorchas. Los que hablan en nombre de una patria en la que hace rato ya no viven y que, aún así, les da de comer. Los valientes a plazos, con copa de coñac en la mano. Hay oscuridades universales, cíclicas, y justo por ese motivo perfectas para revelar algunas estampas. La Europa de entreguerras y la actual se tocan en el sumidero de aquello que hace aguas, de aquello que deja de funcionar.

En el número siete de la Rue des Grands Augustins, en París, un edificio de tres plantas se alza enhiesto. En su parte más alta puede verse la buhardilla en la que Pablo Picasso pintó en la primavera de 1937 el Guernica, aquel lienzo que retrató el ataque aéreo de la Legión Cóndor contra la localidad del País Vasco que dio nombre al cuadro. El  lunes 26 de abril de 1937, a las tres y media de la tarde, cuarenta toneladas de explosivos cayeron en un bombardeo de alfombra sobre la ciudad vizcaína. A las siete, Guernica estaba totalmente destruida.

Exactamente cinco días después, el 1 de mayo de 1937, en el París que según Hemingway era entonces una fiesta, Pablo Picasso ensayaba a lápiz sobre papel azul el primero de los 45 estudios y bocetos que tomarían forma final en la pintura encargada por el gobierno de Negrín para presidir el pabellón de España en la Exposición Universal. Doscientos mil francos pagó la República al malagueño por aquel cuadro. Doscientos mil.

A Francia la gobernaba el Frente Popular, pero algo ya apuntaba maneras de lo que sería la ocupación nazi ante la que muchos hicieron la vista gorda, incluido el propio Picasso

Quien examina la fachada del edificio del número siete de la Rue des Grands Augustins, puede leer una placa conmemorativa. La inscripción hace saber al visitante que fue ahí donde Picasso acometió el que hoy es considerado como el gran lienzo del siglo XX, el mismo lugar donde Balzac ambientó una de las narraciones cortas de Le Chef-d´oeuvre inconnu, una obra -por cierto- para la que Ambroise Vollard había encargado a Pablo Picasso algunas ilustraciones diez años antes. El pintor, que había fijado su residencia en París desde 1904, llevaba más de treinta años fuera de España.

Estos asuntos vienen al presente jalonados por Sabotaje (Alfuaguara), una novela de Arturo Pérez-Reverte en la que su díscolo espía Lorenzo Falcó debe destruir el lienzo de Picasso y cuya trama sirve al escritor para retratar el París de entreguerras, aquel lugar al que iban a parar, como cantos rodados, los primeros refugiados y exiliados de las purgas estalinistas y los fascismos que recorrían Europa como una peste. París, aquel lugar en el algunos intelectuales pontificaban en las terrazas de Montparnasse  sobre la guerra de España, la misma que hoy, aún sin enterrar los huesos de Cervantes, busca qué hacer con los de Franco.

Puigdemont promete, desde Waterloo, y Sánchez deja enfriar los huesos de Franco. Alguien siempre se lucra en nombre de nombre de otros

Primavera de 1937. Entonces los vascos urdían planes de nacionalismo entre San Sebastián y Hendaya, al mismo tiempo que los catalanes se cobraban su propia carnicería y los Nacionales y Republicanos se desangran en una contienda que apenas cumplía el primero de sus tres años. Envuelto en la nube de humo del cigarro que apretaba entre los labios, Picasso acometía el paredón de tela y pintura de una guerra cuyo fuego él nunca llegó a ver. A Francia la gobernaba el Frente Popular, pero algo ya apuntaba maneras de lo que sería la República de Vichy y la ocupación nazi ante la que muchos hicieron la vista gorda, incluido el propio Picasso.

“Picasso no pintó el Guernica por patriotismo, sino por muchísimo dinero”, dice Pérez-Reverte ante un grupo de periodistas que recorren con él los escenarios de la novela. Un gusto amargo crece en quien observa el portal del número siete de la Rue des Grands Augustins, un sabor acre que revive el pasado como una advertencia o un plagio. “Entre el París del año 37 y la Europa del 2018 he querido establecer algunos vínculos. Entonces, como ahora, pensamos que estábamos a salvo. Nos equivocábamos. Siempre pasa. La ola parda siempre llega”, dice el novelista. A lo lejos, en los periódicos cuyos titulares cambian como los vuelos en las pantallas de los aeropuertos, Puigdemont promete, desde Waterloo, más y mejor patria para los catalanes al tiempo que Pedro Sánchez deja enfriar los huesos de una paz que hoy, probablemente, pocos seamos capaces de entender. Alguien siempre se lucra en nombre de otros. 

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