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Opinión

Lo mejor de Barcelona es cuando algunos se van

Juan Carlos Girauta en el Congreso.

Juan Carlos Girauta ha levantado olas de polémica con su Tuiter “Lo mejor de Barcelona es cuando te vas”. En una teocracia como la catalana, blasfemar se paga con la lapidación.

Barcelona está sobrevalorada como paradigma de libertades. Recuerden los despistados que, en Barcelona, precisamente, fue donde se produjo el último auto de fe con quema de libros un nueve de octubre de 1861, con la asistencia de un sacerdote que actuaba en nombre del señor obispo, un notario, un funcionario de Aduanas, tres mozos de escuadra y un delegado del señor Lachâtre, librero que tuvo la osadía de importar de Francia unos manuscritos que trataban de espiritismo. No pudo hacer nada ante la arbitrariedad de la bien pensante iglesia. Algo parecido le gustaría hacer, imaginamos, al flamante arzobispo de Tarragona con los escritos anti separatistas.

Y es que dividir Cataluña entre Tabarnia y Tractoria es falaz, como casi todo en esta tierra. Fue en los cenáculos y tertulias barcelonesas del XIX donde se calafateó el nacionalismo más racista. No fue en Olot, en Collsacabra o en Vimbodí, no fue en la tiniebla del rera país carlistón y terrateniente. Fue en Barcelona, señores, ahí se incubó el huevo de la serpiente, en lugares concurridos por intelectuales como la peña Gran del Ateneu o en la del Continental, donde se paseaba Peius Gener, sablista, racista y mentiroso compulsivo; fue en la rebotiga de Pitarra, en los epigramas de Llanes, en las tesis de Roure, de Almirall, en aquella Renaixença que inventó un pasado que Cataluña jamás tuvo. Ahí se alumbró el fet diferencial. De aquellos piélagos partirá Josep Pla en un viaje sin retorno, deslumbrado por Cambó, para regresar, acabada la guerra, como uno de los vencedores, aunque fuese uno de los vencidos.

Barcelona ha sido siempre la hija descocada del menestral, que leía La Veu de Catalunya después de comer mientras hacía la digestión, en el sublime momento, según Sagarra, en que las dulces ideas de la patria y el orden acarician el vientre de la gente acomodada. Es la Barcelona de La Puntual del señor Esteve, del “no te metas en política”, la de aquella burguesía que se escondía temblando tras los visillos el 18 de julio para, finalizada la guerra, pasarse la dictadura lamiéndole las botas a Franco mientras por detrás le decían de todo.

Barcelona no es una isla en Cataluña. De ahí que Girauta haya dicho lo que ha dicho y de ahí que los ayatolás se hayan apresurado a decretar su muerte civil

De esa Barcelona lo mejor, ciertamente, es cuando poner pie en el estribo del ferrocarril sabiendo que te diriges a tierras donde lo importante no es de donde eres sino lo que haces. Es la fuga de una Barcelona que consiente complacientemente que criminales convictos se paseen por mítines públicos, que vota a los que no saben defender sus intereses, la de la clase empresarial que optó por la subvención pujolista antes que por el riesgo, la que se deja arrebatar cámaras de comercio, colegios profesionales, escuelas, medios de comunicación e incluso calles, ocupadas por el crimen de la más baja estofa. La Barcelona que ha tenido unos patricios que solo saben vender y revender una y mil veces los mismos solares, refugiándose en sus clubs, ajenos a lo que pase en la calle siempre que no les salpique. Porque Barcelona no es una isla en Cataluña. De ahí que Girauta haya dicho lo que ha dicho y de ahí que los ayatolás se hayan apresurado a decretar su muerte civil, no sea que alguien medite las palabras de uno de los políticos intelectualmente más potentes de España.

A Girauta le duele tremendamente Barcelona, como a cualquier persona con el mínimo de decencia exigible para horrorizarse ante los despropósitos de Colau y su corte de los milagros. Le duele el tiro en la pierna a Federico, le duele el asesinato de Lluch, le duele Hipercor, le duele el Descensus Avernii de una capital que, pudiendo ser importante, no quiere. Le sucede a Girauta lo mismo que a Félix de Azúa con su artículo del Titanic. Duramente anatematizado en su momento, con el paso de los años, ha pasado a ocupar un lugar de privilegio entre las personas con visión profética acerca de lo que les sucede a las sociedades ombliguistas, pancistas, cebonas y aculadas.

Solo un pero: lo mejor de Barcelona es cuando algunos se van, como Pisarello. He ahí mi única discrepancia con alguien que, desde su experiencia personal, prefiere decir lo que nadie desea escuchar, aunque suponga perder votos. Girauta sabe que, en política, todo lo que no sea lealtad a la inteligencia, se queda en tristísimos secretarios de organización. De ahí que yo hubiese deseado que no se fuese jamás. Ni Jordi Cañas, ni Boadella, ni Azúa, ni Arcadi, ni Lluís Pasqual. Pero, aclaro, no es que se vayan, es que esta Cataluña separatista, podemita, agraz y tremendamente peligrosa y vulgar los ha expulsado. Son cosas muy distintas.

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