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Opinión

Una mañana de nieve

Sanitarios del Gregorio Marañón durante la nevada

Es médico por vocación, por manera de ver la vida, porque su padre lo fue. Es médico porque le gusta ayudar, le gusta decir “es benigno” o “tranquilo, no es nada grave”, las palabras más bonitas en cualquier idioma. Es médico porque le preocupa la gente, porque siempre se ha negado a aceptar que esto sea un valle de lágrimas. Ahora está apoyado en la rugosa pared de urgencias, en la calle, con un frío que pela y un sol tímido que, al final, ha acabado por imponerse a la tormenta de nieve. Una compañera le ha prestado un plumón. Ahora no se resfríe usted, doctor, le ha dicho riendo. Los dos llevan, como el resto de sus compañeros, varias guardias seguidas. Es lo que hay. Sin manera de que sus relevos llegasen algo había que hacer.

Café, muchos ánimos y p’alante, que decía su padre, un padre al que perdió en abril por el maldito virus. Jubilado, se presentó en ese mismo hospital para ayudar en lo que fuera. Un padre del que no se pudo despedir. El médico enciende un cigarrillo. Sí, sí, ya sabe que el tabaco es malo, pero volvió al vicio después de aquellos meses sin dormir, lejos de los suyos, destrozado por dentro y por fuera. Es la vida la que te acaba matando, le dijo a su mujer cuando comprobó que había vuelto a la hebra. La verdad es que fuma poquísimo, solo cuando, como hoy, ha atravesado el largo pasillo de atender horas y horas a enfermos que buscan en su mirada un “Todo irá bien”. Claro que no todo va siempre bien, porque la vida es muy cabrona y el diagnóstico que nos espera a todos es el de fallecido. Solo diferirán las causas y su obligación es que ese papel llegue lo más tarde posible y sin sufrimiento.

A su lado, un bombero le pide fuego. Se ha estado liando un pitillo muy delgadito, casi como una aguja. Con dos caladas que le dé, lo tendrá acabado. El médico le ofrece un cigarrillo de los suyos, de marca, pero el bombero, un joven moreno por el deporte, le dice que no. Con lo que gano no puedo permitirme lujos y mejor que no me acostumbre, responde con cara jovial, lo más jovial que puede tener alguien que se ha pasado todo el día y la noche anterior yendo de aquí para allá, evacuando a personas mayores, intentando sacar de sus casas a gente a la que se les ha desplomado la azotea por el peso de la nieve, llevando a pie en parihuelas a enfermos hasta el centro médico más cercano, distribuyendo bolsas de comida entre los más necesitados.

Él no se hizo bombero por vocación. Sencillamente, estaba en el paro y tenía que ganarse la vida. Su licenciatura en Bellas Artes no daba para llenar el plato, tiene mujer y un chaval en camino. Los dos, médico y bombero, dan caladas a la vez y se miran. No se conocen ni saben cuales son sus nombres, pero sienten que algo les une. A ellos se incorpora una policía nacional. Se quita la gorra, estira cuello y brazos y el médico percibe como crujen todos los huesos de aquella mujer. No fuma, pero ha salido a tomarse un café caliente. A respirar. A darse un minuto. Mucha patrulla seguida. Y a pata, como los de infantería, que los coches se quedaban atascados. No se ha quitado el frío y ni apartar la nieve a golpe de pala y músculos ha conseguido hacerla entrar en calor. Con cierta retranca comenta que fumar es malo para la salud, a lo que el médico responde que es mucho peor el café que se va a tomar. ¿Por la cafeína?, dice ella. No, porque es horroroso, parece hecho con caldo de calcetines, responde él. Los tres estallan en una carcajada liberadora, limpia, tan blanca como la nieve que les rodea. La policía no debe tener ni treinta años y sus profundas ojeras no la hacen menos guapa. Su belleza va más allá de lo físico. Es una belleza que va por dentro, como la procesión.

Ella también los mira y saben que pertenecen a un gremio especial, da igual el uniforme o la tarea a la que se dediquen. Es esa cofradía de personas que viven para los demás, que están siempre ahí cuando los necesitas. Aunque les de rabia estar mal pagados, siguen haciendo su trabajo. Lo decía el otro día mi querido amigo Ferrán Garrido. “Los periodistas somos los que vamos hacia ese sitio del que todo el mundo huye”. Es aplicable a esas tres personas que se miran con la satisfacción del deber cumplido en esta mañana de nieve.

Mientras tanto, Sánchez aparece en televisión en su coche oficial, le abren la puerta y se dirige a presidir algo relacionado con el temporal. Las tres personas de la puerta de urgencias no lo saben ni, probablemente, les importe. Pero a nosotros sí nos importa, y mucho, que estén siempre ahí, sabiendo que contamos con ellos. Son héroes ínfimamente retribuidos. Ángeles con batas médicas, con uniformes, con casco o con estetoscopio. A ellos, sanitarios, bomberos, cuerpos de seguridad, fuerzas armadas, todo el agradecimiento de este periodista,

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