Opinión

Me aburre el beso

Tengo la sensación de que, en este caso, no se juzga el gesto en sí, sino a la persona que lo dio por ser quien es y por las fobias que despierta

  • El beso del presunto delito -

Me aburre el beso. Sí. Lo confieso, lo reconozco. El de Rubiales a Jenni. Me aburre ese beso supinamente, hasta la saciedad. Me aburre también la hipocresía que rodea el beso. Aún a riesgo de que se me eche el feminismo encima, no puedo ocultar que me aburre enormemente. Y tengo la sensación de que no soy la única, de que les aburre incluso a protagonistas y colaterales del caso y hasta a los periodistas que se dividen entre los que abren su informativo con el susodicho asunto y los que casi lo cierran con él.

Me aburre el juicio y también el juez del juicio, predicador de una chulería de la que acusa a los testigos. Me aburre todo de esta historia que, cuando tuvo lugar, pasó absolutamente desapercibida a ojos del país -que no del extranjero cuya prensa reaccionó antes que la española- y que fue engordando con las horas como ovillo de lana cuando se forma.

Me encontraba de vacaciones en un hotel del sur y a la hora indicada, al borde de una piscina, en bikini, sentada en una hamaca seguí en el teléfono, junto a mis dos sobrinos, cada minuto del encuentro bajo el resguardo de una toalla que hacía de parapeto de los rayos del sol. Nada entonces, salvo el calor pegajoso, me chirrió

No digo con todo esto que aquel beso no fuera repugnante, asqueroso, que jamás debió haberse producido. Que no fue ni “espontáneo, ni mutuo, ni eufórico”, como aseguró en un principio Rubiales. Coincido con Hermoso cuando declaró el lunes que sintió que “estaba fuera de contexto totalmente. Sabía que me estaba besando mi jefe y esto no debe ocurrir en ningún ámbito social ni laboral”. Por supuesto que estoy plenamente de acuerdo con ella. Considero, además, que nuestra mirada -la de mujeres y hombres- ha estado durante muchos años, siglos incluso, equivocada y manchada. De hecho, debo admitir que aquel día de agosto -como tantas y tantas personas y sin ser, en absoluto, una fanática del fútbol- yo también vi aquella final del Mundial. Era un hito, algo histórico que un equipo femenino español llegara tan lejos. No me lo quería perder. Lo recuerdo bien. Me encontraba de vacaciones en un hotel del sur y a la hora indicada, al borde de una piscina, en bikini, sentada en una hamaca seguí en el teléfono, junto a mis dos sobrinos, cada minuto del encuentro bajo el resguardo de una toalla que hacía de parapeto de los rayos del sol. Nada entonces, salvo el calor pegajoso, me chirrió. Y no debí ser una excepción porque el revuelo no llegó hasta días más tarde. El propio psicólogo de la selección femenina durante aquel triunfo, Javier López Vallejo, admitió esta semana en la sala que, cuando se produjo, se le dio una “relevancia anecdótica al beso”. Y ese es el problema más grave de todo esto: que, en el momento, fueron muy pocos los que le dieron importancia.

Políticos contra Rubiales

Nuestra percepción ha estado muy mal educada. Demasiado mal y ya es tiempo de empezar a llamar a las cosas por su nombre, a observarlas como realmente son, a condenar los machismos como vienen. Confieso, sin embargo, que este beso en concreto me aburre fundamentalmente por todos los intereses que se han creado a su alrededor. Tengo la sensación de que, en este caso, no se juzga el gesto en sí, sino a la persona que lo dio por ser quien es y por las fobias que despierta. Me enrabieta, además, que algunas de esas periodistas a las que ahora se les llena la boca recalcando insistentemente que “no fue consentido”, llegaron a comentarlo de forma jocosa cuando tuvo lugar. Que es fácil convertirse en abanderada de la polémica cuando ya está creada. Me aburre el beso porque las coacciones, los cambios de versiones, las mentiras -las forzadas y las interesadas-, las chulerías, los cargos y poderes, las presiones, las bromas iniciales… lo han contaminado tanto, que han conseguido resquebrajar su relevancia. Ha sido tal la campaña de determinados medios y políticos contra Rubiales, que han logrado incluso que parte de la población esté de su lado. Cuando todo lo que rodea un mensaje es más importante que el propio mensaje, su contenido se pierde y ya no es el beso lo que se juzga, sino otras muchas cosas.

Aquel beso fue inexcusable y fue ensordecedor el ruido que provocó y que sigue provocando. Tan estruendoso que hay otros besos, tan graves o más, que han quedado silenciados y contra los que nadie grita al mismo volumen. Pongamos de ejemplo lo que, a principios de enero, denunciaron las mujeres de varios futbolistas del Mallorca durante la semifinal de la Supercopa en Yeda, Arabia Saudí. Acoso, tocamientos y agresiones por parte de espectadores locales. Poco espacio y tiempo ocuparon sus denuncias y sus miedos en la prensa española.  ¿Fueron acaso de menor envergadura que el ya famoso beso de Rubiales a Jenni o es que en esa ocasión interesaba más, quizá, que pasaran desapercibidos?.

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