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Opinión

La masa y la impunidad, recordando a Concepción Arenal

Disturbios en Cataluña.

Las protestas y actuaciones en el espacio público sean violentas o solo “pacíficamente coactivas”, como es habitual en Barcelona y en otros lugares, se producen y repiten sin que, por lo normal, nadie responda de los daños causados. Puede leerse que los comerciantes de un populoso barrio barcelonés claman por las pérdidas que les acarrea el que cada día, al caer la tarde, y desde hace tres meses, se corte el tráfico por un grupo de patriotas que expresan así su sentimiento independentista. Conozco a gente que lo aprueba (por supuesto no son vecinos de la zona) y también a gente que está harta y dice que podrían buscar otra forma de protesta, como, por ejemplo, decía uno, quemarse a lo bonzo y así seguro que no duraba tanto.

Volviendo al tema, se ha instalado la convicción de que la actuación en grandes grupos garantiza la impunidad, y eso, por desgracia, es bastante cierto, y en el paquete van desde los linchamientos a problemas menores que comparten la misma regla: acción de muchos es igual a acción de nadie. El tema va mucho más allá del conflicto que puede producirse en esta o aquella ciudad y por éste o aquel motivo, pues conduce a la admisión de la impotencia del derecho a partir de ciertas magnitudes humanas.

Hubo un tiempo en que el protagonismo de “la masa” como “fenómeno nuevo”, preocupaba a una buena parte de la intelectualidad europea, también en España. Por estas fechas se cumple el segundo centenario del nacimiento de Concepción Arenal. Doña Concha –así se referían todos a ella, con todo respeto, incluyendo a los presos– publicó en 1896 un libro titulado El delito colectivo, en el que era apreciable la influencia de otra obra que fue best seller en la Europa de la época: La muchedumbre delincuente, de Escipión Sighele, traducido al español nada menos que por Dorado Montero. 

Aquellos primeros estudiosos del tema discrepaban en las causas y en las respuestas, pero coincidían en que el delito colectivo o de masas no era la actuación conjunta de un grupo de individuos que delinquían a la vez, sino que era otra la valoración: el hecho colectivo no pertenecía a nadie, era de todos, y no entenderlo así era el primer error metodológico, pues como decía el gran sociólogo y criminólogo Gabriel Tarde, la fe común es, gracias al contagio múltiple, la energía vital con la que se alimenta ese ser animado que se denomina masa. Las discrepancias entre aquellos pensadores se producían en torno a otro aspecto de la cuestión, a saber: la razón profunda por la que la personalidad individual se diluía en la masa.

Coetáneamente, en la ciencia penal de los comienzos del siglo XX, era frecuente referirse al problema de la imputación de responsabilidad penal en los delitos que se producían como consecuencia de la actuación de grandes grupos descontrolados, en los que ni hay jerarquía ni otra realidad que una actuación de una masa de sujetos impulsados por el mismo tumulto en el que intervienen, y se incluía en las obras generales de derecho penal a la “muchedumbre delincuente” como una específica “forma de participación en el delito”. El problema, como es lógico, era dar respuesta a la necesidad de responder ante los sucesos protagonizados por la masa. La idea de partida era clara: si el delincuente aislado es menos peligroso que el delincuente que cuenta con cómplices, necesariamente, en esa escala progresiva, lo más peligroso será la masa delincuente.

Doña Concha pronosticaba la progresiva desaparición de delitos colectivos a la vez que fuese aumentando la justicia social

Las ideas de doña Concha sobre el modo de abordar la cuestión cuadraban con su modo de pensar, tan inteligente como prudente. Decía que los delincuentes colectivos pueden convertir en causa una idea razonable o absurda: en este último caso, sus defensores indican la falta de razón, si no por el número, por la calidad. Que personas inteligentes quieran realizar por medio de la fuerza una idea esencialmente absurda “será raro, aunque sea posible, pero, según ella, los comportamientos masivos se reducen según aumenta la formación de las personas. Una idea que no lleve en sí ni justicia ni bondad será debilitada por el tiempo y el saber, y más a medida que la instrucción aumente. Por esa razón, doña Concha pronosticaba la progresiva desaparición de delitos colectivos a la vez que fuese aumentando la justicia social y perdieran sentido como efecto de las causas que los generan.

El tiempo, por desgracia, ha demostrado que esa visión del delito colectivo como “mal transitorio superable” era demasiado optimista. La incoherencia entre el motivo (por ejemplo, la falta de un referéndum) y el efecto (por ejemplo, obligar a cientos de ciudadanos a dar un rodeo para poder llegar a sus casas porque se ha cortado el tráfico ) no preocupa especialmente; antes, al contrario: como en todos los movimientos impulsados por razones “sentimentales” (calificativo excesivamente amable) es la irracionalidad la que se impone pues la racionalidad lleva al reconocimiento del valor de la legalidad y de los derechos de todos, que no pueden supeditarse a la estrategia de un sector.

Culpa de todos y de nadie

Erraría quien supusiera que solo tengo en mente los excesos del independentismo. No es así. Por ejemplo: si con motivo de una huelga comprensible en sus causas se producen graves disturbios, como cortes de tráfico por la quema de neumáticos, destrucción de cajeros automáticos, quema de automóviles, etc., las opiniones podrán variar entre los que entienden que una huelga necesita ser visible a través del exceso, y por lo tanto, son justos, pero otros que, honestamente, no ven la relación de coherencia entre la protesta y la destrucción de un cajero, lo único que asumen es que no se puede detener a un grupo numeroso sin ni siquiera saber quién en concreto ha decidido las acciones. La repetida y resignada idea de que la culpa de todos es igual a la culpa de nadie aflora con facilidad. Los individuos actúan impulsados por el todo inorgánico y tumultuario al que se suman y, así vista la cuestión, sería esencialmente injusto hacer responder a alguno de ellos aisladamente.

La posibilidad de castigar por el solo hecho de haber “estado en el sitio” aun sin dañar ni a personas ni a bienes, es excesiva

¿Qué camino le queda a la baqueteada justicia penal? Hace mucho tiempo Jiménez de Asúa sostenía que es posible apreciar una exención de responsabilidad de los sujetos individuales que actúan en una muchedumbre en tumulto, diferenciando a los dirigentes, y, dependiendo de los móviles, sería posible la exclusión de responsabilidad a través de la eximente de trastorno mental transitorio. No creo que hoy se pudiera promover esa solución, pues lo primero que se precisa, y no es poco, es decidir si el derecho penal ha de entrar en juego o ha de quedarse en los libros, y eso está aún por ver.

La respuesta más habitual es que solo se puede o solo se ha de castigar a los promotores de los desmanes. Se dirá que eso abre espacios de impunidad, crítica del todo rechazable. La manera de evitarlo es, y así lo hace el derecho español en alguna ocasión, castigar la mera participación en el acontecimiento, aun sin que se pueda probar la responsabilidad directa ni en promover los actos ni en una acción concreta, personal o material. Pero la posibilidad de castigar por el solo hecho de haber “estado en el sitio” aun sin dañar ni a personas ni a bienes, es excesiva.

Lo cierto es que, a la postre, solamente subsisten actos contra el orden público. De los desmanes que acaban con daños graves o con coacciones constantes y sistemáticas, difícilmente van a responder ni los jefes, entre otras cosas porque también esa idea de que siempre tiene que haber un dirigente será cierta en las relaciones en el interior de la Administración o de las Empresas, pero no se presenta con esa claridad en los movimientos de matriz asamblearia, aunque en el fondo, también en ellos, haya su propio gabinete de estrategia.

Poco espacio pues para el optimismo. Doña Concha era correccionalista, y como tal necesariamente tenía que creer en la fuerza de la educación tanto para reducir la delincuencia como para acabar con los comportamientos irracionales. Y tenía razón, solo que nos falta la premisa, la educación, la de verdad, la que forma en humanismo y democracia. “Educaciones” de otras clases seguramente que las hay, como la que forma en la sumisión a la platónica caverna del nacionalismo identitario.

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