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Opinión

El nombre de las calles

El nombre de las calles

Hasta hace un año y pico, quizá ya sean dos, mi logia estaba en la calle del 'Comandante Zorita'. La mía y otras tres. Pasamos una década en aquel sótano amplio, acogedor y cada vez más lleno de gente. Allí se iniciaron Eliá, Marisol, Juanítix, Fer, Kiko y tantísimos más. Qué recuerdos más bonitos. Como dice Rudyard Kipling en uno de sus mejores poemas, Mi logia madre, el sitio no era gran cosa, la verdad, pero nos bastaba para trabajar y queríamos mucho a aquel sótano al que una vez vino mi padre (era una Tenida de las que llamamos blancas: invitamos a personas que no pertenecen a la masonería) y nos riñó. Qué hacen aquí metidos bajo tierra, nos dijo. Salgan. No se escondan más, el mundo necesita gente como ustedes, preparada, honesta y con ganas de ayudar a que las cosas vayan mejor. Salgan ahí fuera, les estamos esperando. Y luego, ya tomando un pincho en la sala de al lado, se me reía: “Anda, que vaya nombrecito el de la calle que os habéis buscado… ¿No había otro sitio, caramba?”

Ninguno de nosotros tenía ni puñetera idea de quién había sido el 'comandante Zorita', pero a mi padre le hacía mucha gracia porque precisamente ese es el apellido (poco corriente) de su mejor amigo, con el que lleva pescando, charlando y discutiendo desde hace setenta años. Por eso se reía.

Muy poco antes de que el sótano se nos quedara definitivamente pequeño y nos mudásemos al espléndido 'palacete' de ahora, el Ayuntamiento que presidía Manuela Carmena decidió cambiarle el nombre a la calle. En vez de 'Comandante Zorita' pasó a llamarse 'Aviador Zorita'. Y ahí fue cuando a mí me picó la curiosidad por saber quién había sido el tal Zorita, que al Ayuntamiento progresista no le gustaba que hubiese sido comandante pero sí le parecía bien mantenerle la calle por aviador.

Demetrio Zorita Alonso se llamaba. Un tipo curioso. Berciano, o sea paisano mío. Un chaval que, al comenzar la guerra civil, se apuntó a los sublevados –como tantas decenas de miles–, que luego se presentó voluntario a la División Azul –como tantos miles, muchos de ellos para escapar de la cárcel o del hambre– y que, andando el tiempo, se convirtió en el primer español que rompió la barrera del sonido pilotando un avión francés, un Mystère. Lo primero explicaba lo de comandante. Lo segundo, lo de aviador. El muchacho se mató en un tonto accidente de avioneta antes de cumplir los cuarenta. Eso era todo.

Los nombres de las calles están, en la mayoría de los casos, para recordar a personas que concitan un consenso social grandemente mayoritario, no para celebrar matanzas ni matarifes

A mí me parecía bien que le mantuviesen a la calle el nombre de este Zorita. La verdad es que me daba bastante lo mismo que fuese por comandante o por aviador: Zorita era el mismo, no era ni el Dr. Jekyll ni Mr. Hyde. Y no tengo constancia de que aquel muchacho fuese un redomado criminal, como sí les pasaba a otros que perdieron sus calles: Yagüe, por ejemplo, responsable directo de la matanza de Badajoz (14 de agosto de 1936), en la que fueron asesinadas alrededor de 4.000 personas, la mayoría civiles. No es lo mismo un voluntario a Rusia que un carnicero. Ponerse a juzgar la Historia casi un siglo después es siempre arriesgado, y las más de las veces denota una negra ignorancia en quien se cree con derecho a ello. Pero los nombres de las calles están, en la mayoría de los casos, para recordar a personas que concitan un consenso social grandemente mayoritario, no para celebrar matanzas ni matarifes ni victorias de unos españoles sobre otros.

Concitar un consenso social grandemente mayoritario en un país como el nuestro, en el que tanta gente se dedica, desde que se levanta hasta que se acuesta, a mantener abiertas las viejas heridas de la guerra civil (abiertas y, a ser posible, sangrando) es muy difícil. Eso lo sabemos todos. Yo creo que el asunto se habría resuelto si, en algún momento de estos últimos 45 años, alguien se hubiese decidido a abrir de una buena vez las fosas de las cunetas y devolver a sus familias los huesos de los abuelos. Pero eso nunca se hizo y la cosa tiene ya mal arreglo. A España le han nacido dos extremos populistas y demagogos que tiran cada uno para su lado y a quienes les importa un rábano el grave riesgo de desgarro que corre la vieja tela en la que vivimos todos.

Un Madrid de todos

Ahora, con el Ayuntamiento y la Comunidad en manos de los conservadores (que dependen de la extrema derecha paleofranquista para mantenerse en el poder), ha llegado, una vez más, la hora de la venganza. Porque de eso estamos hablando. Se les quitan las calles a dos socialistas históricos, Largo Caballero e Indalecio Prieto. A Largo le dio su calle el alcalde Tierno Galván, del PSOE. A Prieto le puso la suya el alcalde Álvarez del Manzano, del PP, hace veinticinco años, con el apoyo de Esperanza Aguirre. Ambos pensaron que había que hacer un “Madrid de todos” y se abstuvieron de dedicarse a absolver o a condenar a Prieto o a Largo, por la misma razón por la que no tendría sentido juzgar hoy, con los criterios de hoy, a Godoy, al conde-duque de Olivares o al rey Witiza. Manzano y Aguirre están ahora desolados y no saben cómo hacer, cuando les preguntan, para dejar claro su desacuerdo con la barrabasada cometida por sus sucesores y compañeros de partido sin ponerlos verdes, porque eso no se puede, claro.

Yo estoy plenamente convencido de una cosa: al que propuso ese cambio, el siniestro Ortega Smith, que cada vez que abre la boca parece que estás oyendo a Tejero en el Congreso, le importan un puñetero rábano Largo Caballero e Indalecio Prieto. Eso en el caso de que sepa quiénes son. No es una medida municipal para mejorar la vida de nadie. No es una reparación de nada ni un acto de justicia para nadie, como sí lo fue sacar del callejero al carnicero de Badajoz, pongo por caso. Eso a él y a los de su tropa les da igual. Es una maniobra publicitaria más, una sesión más de ruido con el único objetivo de mantener sangrando las viejas heridas, de dejar claro (otra vez) que su única estrategia es la venganza, el jaleo, el vocerío y la provocación. Eso es lo único que saben hacer. Pero lo hacen muy bien. De eso viven.

Ahora es posible que, cuando cambie la mayoría municipal, otro alcalde reponga los nombres de Prieto y de Largo Caballero en el callejero de Madrid. Y que, cuando vuelva a cambiar, venga otro esgarramantas y los saque de nuevo. Este vete y ven puede durar hasta que, una de dos: o que algún munícipe decida renombrar todas las calles como se hace en Nueva York, con números, con lo cual se acabará el problema, o bien que los ciudadanos nos demos cuenta de que dejar la capacidad de tomar decisiones en manos de fanáticos vendedores de humo (de un lado y de otro) es una muy mala idea que solo trae complicaciones, cabreos y una sobreabundancia de mala leche por las calles. Tengan estas el nombre que tengan.

Demetrio Zorita sigue con su calle, la que albergó a mi logia hasta hace poco. Muy bien. Pero el alcalde Martínez-Almeida, tan sensato y eficaz en otras ocasiones, corre el riesgo de pasar a la historia de la ciudad como el tipo que le quitó las calles a Largo Caballero y a Prieto. Es decir, el que vendió su voluntad de concordia y armonía por cuatro votos pardos que necesita para seguir ahí. Pobre muchacho.

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