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Opinión

La mano tendida

Pedro Sánchez charla con Quim Torra.

La llegada de Pedro Sánchez a La Moncloa, tras derribar al gobierno de Rajoy con una moción de censura hábilmente ejecutada, ha suscitado tantas expectativas como interrogantes. Se trata de ‘un cambio de época en la política española’, ha declarado el nuevo presidente. Y como tal ha sido recibido por una parte importante de la opinión pública y por los medios afines; de creer a algunos comentaristas, parecería que la fisonomía del país ha cambiado de la noche a la mañana.

Como suele suceder, el entusiasmo choca inevitablemente con la realidad. La pretensión de inaugurar un tiempo nuevo por parte del nuevo gobierno contrasta con la precaria base parlamentaria que lo sustenta. El partido del gobierno cuenta con 84 diputados y los partidos de la oposición controlan la mesa del Congreso, donde tienen mayoría. Más aún, el triunfo de la moción de censura fue posible gracias a lo que Santos Juliá ha llamado ‘la coalición del rechazo’, una inesperada coalición negativa con la que el Partido Socialista concitó el voto favorable de las fuerzas políticas más dispares, de Unidos Podemos al PNV, pasando por los independentistas catalanes y hasta Bildu. Aunque Sánchez ha manifestado su voluntad de agotar los dos años que quedan de legislatura, eso va a depender de cómo gestione los apoyos de aliados tan dudosos como inseguros. Se ha discutido mucho sobre supuestas hipotecas y compromisos políticos adquiridos con tal fin, que Sánchez ha negado. Sin embargo, los números mandan.

De ahí la inquietud que generan los gestos y declaraciones del nuevo gobierno a propósito de la crisis abierta en Cataluña por el independentismo. Aunque el nombramiento de Josep Borrell como ministro de Exteriores fue recibido inicialmente como una buena señal, otras cosas resultan difíciles de entender. Ha habido críticas por la falta de reacción ante los ataques de los secesionistas contra el Rey o la tibieza ante el incidente protagonizado por Torra en el Smithsonian Folklife de Washington. A la vista del perfil de Torra, quien defiende públicamente ‘crear otro 1 de octubre’ para hacer efectiva la república, resulta discutible la decisión de levantar la supervisión de los gastos de la Generalitat o concederle una entrevista en La Moncloa, aparentando una normalidad que no es tal. Como preocupante es el traslado de los dirigentes independentistas procesados a las prisiones catalanas, llevado a cabo esta semana. Por más que se presente como una simple medida administrativa, ¿es prudente dejar su custodia en manos de quienes los consideran presos políticos y están dispuestos a presentarlos como mártires de la causa? Hablamos de una administración penitenciaria dirigida por los partidos que protagonizaron el quebrantamiento del orden legal y que, lejos de haberse retractado de su aventura ilegal, insisten en mantener el desafío al Estado.

Se trata de gestos y concesiones que se ofrecen, antes de cualquier negociación o así se dice, en aras de la distensión y para propiciar el diálogo con el gobierno catalán y las fuerzas políticas nacionalistas. ¿Representa esto un viraje político decisivo o se trata de un mero cambio en las formas que no afecta a lo sustancial? Lo ocurrido en la sesión de control al gobierno del pasado 27 de junio resultó bien ilustrativo. Recordemos que Gabriel Rufián, con el estilo zafio que acostumbra, advirtió al presidente que, por muchas palmaditas en la espalda, llamadas, comidas y promesas de cargos que les hicieran, los republicanos no se iban a olvidar de ‘los nueve secuestrados en Estremera, Alcalá Meco y Soto del Real’. En su respuesta, Sánchez se limitó a afearle que llamará ‘hooligans’ a los ministros Batet y Borrell. ¡Rufián faltando a la cortesía parlamentaria! Con todo, tras recordar que el nuevo gobierno no atizará el ‘agravio territorial’, lo más significativo fue el cierre de su intervención, pues caracteriza el sentido de esa mano tendida al diálogo: “Ojalá, a partir del próximo 9 de julio, podamos emprender un camino que restañe muchas de las heridas que, durante estos últimos seis años, como consecuencia de la falta de criterio y de estrategia del anterior Gobierno, ha causado la fractura social que existe ahora mismo en Cataluña”.

La clave es saber si los gestos que se ofrecen para propiciar el diálogo con el gobierno catalán y las fuerzas políticas nacionalistas representan un viraje político decisivo o se trata de un mero cambio en las formas que no afecta a lo sustancial

Hay que leerlo atentamente. En sede parlamentaria el presidente del Gobierno no considera oportuno ni necesario rechazar la alusión a los ‘secuestrados’ en prisiones españolas, dos veces repetida por el siempre sutil parlamentario de ERC. Más importante aún, Sánchez no duda en atribuir al anterior gobierno del PP la responsabilidad exclusiva por la fractura social abierta en la sociedad catalana. La impresión que deja el intercambio parlamentario es clara: Sánchez busca el entendimiento con los partidos que lideraron la intentona separatista, mientras culpa de la crisis catalana al PP. En esa dirección apunta la recuperación del relato según el cual la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut fue el agravio fundamental que dio alas al independentismo. Son razones para temer que la política de Sánchez pase por romper el bloque constitucionalista para explorar las posibilidades de una mayoría alternativa con populistas y nacionalistas.

Un día antes de la sesión en el Pleno del Congreso salió el auto de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo que desestima los recursos presentados por los abogados de los dirigentes independentistas en prisión contra el procesamiento dictado por Llarena en marzo pasado. Hay consideraciones que merecen atención en los fundamentos jurídicos, como la parte en la que el auto se refiere a ‘cierta banalización de lo ocurrido’ en la que insisten las defensas, cuando presentan los sucesos de septiembre y octubre como la defensa de un proyecto político legítimo mediante una movilización ciudadana pacífica y festiva. La Sala recuerda que ‘los hechos presentan una inusitada gravedad en un sistema democrático’, pues se trató de una sublevación o levantamiento dirigido por las autoridades de la Comunidad Autónoma, que decidieron de facto derogar la Constitución y el Estatuto. Es perfectamente legítimo defender públicamente la independencia de Cataluña, pero es cosa bien distinta ‘utilizar las vías de hecho para imponer ese criterio de parte sobre la ley vigente’, vulnerando así los derechos que la ley garantiza a todos. Y también que la aplicación de la ley penal no puede quedar suspendida con la excusa de que se persiguen objetivos políticos.

Esa banalización de los hechos es comprensible como estrategia de defensa de los encausados, pero no debería trasladarse a la opinión pública, como viene sucediendo en Cataluña. En septiembre y octubre presenciamos una sublevación en toda regla contra una democracia constitucional con objeto de imponer el proyecto político de una minoría al conjunto de la sociedad catalana, violando para ello la ley y poniendo en riesgo los derechos de los ciudadanos. De ahí las graves consecuencias penales a las que se enfenetan los políticos independentistas procesados. Ningún intento de distensión o de diálogo puede banalizar lo ocurrido o restarle gravedad, como me temo que algunos pretenden. Y eso significa atribuir la responsabilidad principal de la crisis abierta en Cataluña a quienes se levantaron contra el orden constitucional, sembrando la división en la sociedad catalana. De lo contrario, nada bueno cabría esperar de ese diálogo.

 

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