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Opinión

Fue lunes toda la mañana

Un grupo de personas espera la apertura de una tienda en uno de los centros comerciales de Castilla y León.

Después de quince días de fase 1, percibo que el síndrome de la cabaña se agudiza. Empeora mi relación con lo cotidiano. Se trata de una sensación que he experimentado desde el inicio de la fase 0 y que sufre rebrotes dependiendo del día. El miedo al prójimo se ha vuelto crónico y cuanto más abstracta es mi idea de los demás, puede que sobrelleve algo mejor el trámite de compartir espacio público con otros.

Estar en la redacción, entre compañeros que conozco, es algo que puedo manejar sin problema alguno. Pero subir al transporte público todavía me inquieta. Es algo que ya no soy capaz de hacer de manera automática o despreocupada. Si no es la mampara, es la pegatina o el botón para la parada solicitada. Me parece que todo está recubierto de una película invisible. No importa cuántas veces me repita que la covid-19 ha remitido, yo sigo viéndola y hasta oliéndola en todas partes.

Para ser una gripe, hay que admitir que al coronavirus cuesta domeñarlo para que quepa en un argumento razonable. No puedo cortarlo en trocitos para llevarme mejor con la idea de que tendremos que vivir con él durante mucho tiempo. Ya pueden conseguir al cocodrilo que dicen que recorre en estos días el río Duero, que yo seguiré mirando a un lado y al otro antes de salir de la puerta de mi casa. No sea que el coletazo de un catarro me mande al médico.

La paranoia me suele durar de lunes a jueves. Después de cuatro días de jornada laboral al uso, llego a la mañana del viernes con más despreocupación, pero en cuanto cae la noche los domingos, empiezan los problemas. Me despierto a la una, a las dos, a las tres, a las cuatro… no pienso nada concreto, sólo abro los ojos y así me quedo un rato hasta caer de nuevo dormida.

Dependiendo del día de la semana, gana pasos la angustia. Creo que por eso los lunes la ansiedad prácticamente nos desahucia

Hay quienes insisten en que no existe tal cosa como el síndrome de la cabaña, que se trata de un intento por patologizar todo lo que nos ocurre. A la inquietud por el encierro le sigue el desasosiego de tener que salir. Dos y dos son cuatro, o así lo plantean algunos escépticos. Yo no he presentado aún la respiración acelerada, la taquicardia y la sudoración de manos de los que hablan quienes dicen padecerlo, pero también es verdad que el malestar no sólo no es normal, sino que no remite. Dependiendo del día de la semana, me gana pasos la angustia. Creo que por eso los lunes la ansiedad prácticamente me desahucia.

La hipocondría que experimenté durante el confinamiento se parece bastante al síndrome de la cabaña sui generis que identifico ahora, una cosa informe que avanza por rachas y que los demás parecen superar más rápido que yo, de otra manera no entiendo cómo ni por qué se juntan más de tres mil personas para manifestarse contra el racismo o cómo pretendemos pasar a la fase tres sin perder el juicio en el intento. “¡Nos os juntéis tanto!”, apetece decir en medio de la calle con un megáfono.

El periodista y escritor Miguel Munárriz ha bautizado su columna semanal en la web literaria Zenda con el título Ayer fue miércoles toda la mañana. Lo hizo en honor al poeta Ángel González (Oviedo, 1925-Madrid, 2008), que comenzó con ese verso un poema. Pues bien, aunque no tengo demasiada esperanza en cambiar el verso para que el final de la tarde de hoy se vuelva de pronto sábado, como en el poema de González, no miento si afirmo que hoy fue lunes toda la mañana.

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